Y así pasó el tiempo.
A Natalia la excluyeron del equipo olímpico porque nunca llegó a saltar por sobre la altura requerida. Participó en pruebas nacionales y no quedó entre las primeras. Ni pensar en batir alguna marca. Su carrera, aunque ella se resistía a admitirlo, estaba acabada y a veces hablábamos del futuro con miedo y expectación. Su relación con Pavlov tenía altibajos; había días en que éste parecía quererla más que a nadie en el mundo y otros en que la trataba mal. Una noche la encontré con la cara llena de magulladuras. Me dijo que fue mientras entrenaba, pero yo supe que había sido Pavlov. A veces hablábamos hasta muy tarde sobre viajes y países extranjeros. Yo le contaba cosas de Chile, un Chile inventado por mí, supongo, que a ella le parecía muy parecido a Rusia y no le entusiasmaba pero despertaba su curiosidad. Una vez viajó con Pavlov a Italia y España. No me invitaron a la despedida pero fui uno de los que acudió al aeropuerto cuando regresaron. Natalia venía muy tostada y muy bonita. Yo le entregué un ramo de rosas blancas que la noche antes Pavlov, desde España, me había ordenado comprar para ella. Gracias, Roger, dijo ella. No hay de qué, Natalia Mijailovna, dije yo en vez de confesarle que todo se debía a una llamada telefónica de larga distancia de nuestro común jefe. Éste hablaba en ese momento con unos matones y no se dio cuenta de la dulzura que había en mis ojos (unos ojos que hasta mi madre que en paz descanse decía que parecían los ojos de una rata). Pero lo cierto es que Natalia y yo cada vez éramos más descuidados.
Una noche de invierno Pavlov me llamó por teléfono a mi casa. Parecía enfurecido. Me ordenó que fuera a verle de inmediato. Yo sabía de oídas que algunos de sus negocios no iban del todo bien. Argüí que la hora y la temperatura no aconsejaban salir a la calle, pero Misha se mostró inflexible: o apareces por aquí dentro de media hora, dijo, o mañana te corto las pelotas. Me vestí lo más rápido posible y antes de salir a la calle guardé en uno de mis bolsillos un cuchillito que compré cuando era estudiante de Medicina. Las calles de Moscú, a las cuatro de la mañana, no son muy seguras, supongo que lo sabes. El viaje fue como la continuación de la pesadilla que tenía cuando Pavlov me despertó con su llamada. Las calles estaban cubiertas de nieve, el termómetro debía marcar diez o quince grados bajo cero y durante mucho rato no vi por allí ningún ser humano excepto yo. Al principio caminaba diez metros y trotaba los otros diez para entrar en calor. Al cabo de quince minutos mi cuerpo se resignó a avanzar pasito a pasito y encorvado por el frío. En dos ocasiones vi pasar coches de la policía y me oculté. También en dos ocasiones, pasaron sendos taxis que no quisieron detenerse. Sólo encontré borrachos que me ignoraron y sombras que al pasar se ocultaban en los inmensos zaguanes de la avenida Medvéditsa. La casa donde me había citado Pavlov estaba en la calle Nemétskaya; normalmente, a pie, se tardaba entre treinta y treinta y cinco minutos en llegar; aquella noche infernal tardé casi una hora y cuando llegué tenía congelados cuatro dedos del pie izquierdo. Pavlov me esperaba junto a la chimenea, leyendo y bebiendo coñac. Antes de que yo pudiera decir nada me estrelló el puño en la nariz. Casi no sentí el golpe pero igual me dejé caer. No me ensucies la alfombra, oí que decía. Acto seguido me pateó las costillas unas cinco veces, pero como llevaba pantuflas tampoco sentí mucho dolor. Luego se sentó, cogió su libro y su copa y pareció apaciguarse. Yo me levanté, fui al baño a limpiarme la sangre que me corría de la nariz y después volví a la sala. ¿Qué estás leyendo?, le dije. Bulgákov, dijo Pavlov. ¿Lo conoces, verdad? Ah, Bulgákov, dije yo mientras se me hacía un nudo en el estómago. Como me diga algo de Natalia, pensé, lo mato, y metí la mano en el bolsillo del abrigo tanteando en busca de mi cuchillito. Me gusta la gente sincera, dijo Pavlov, la gente honrada, la que no se anda con dobleces, cuando confío en un ser humano quiero confiar hasta las últimas consecuencias. Tengo un pie congelado, le dije, debería darme una vuelta por el hospital. Pavlov no me escuchó, así que decidí parar con las quejas, además no era para tanto, ya hasta podía mover los dedos. Durante un rato los dos permanecimos en silencio: Pavlov mirando el libro de Bulgákov (Los huevos milagrosos, creo que era) y yo contemplando las llamas de la chimenea. Natalia me dijo que la estás viendo, dijo Pavlov. No dije nada pero asentí con la cabeza. ¿Te acuestas con esa puta? No, mentí. Otro silencio. De repente se me ocurrió que Pavlov había matado a Natalia y que esa noche me iba a matar a mí. No medí las consecuencias de lo que hacía. Di un salto y le rebané el pescuezo. La siguiente media hora me la pasé borrando mis huellas. Luego me fui a mi casa y me emborraché.
Una semana después la policía me detuvo y estuve en la comisaría de Ilininkov en donde me interrogaron durante una hora. Puro trámite. El nuevo jefe se llamaba Igor Borísovich Protopopov, alias Sardinita. No le interesaban las atletas, pero me mantuvo en mi trabajo de apostador y de cargador de partidos. Le serví durante seis meses y después me fui de Rusia. ¿Y Natalia, te preguntarás? A Natalia la vi al día siguiente de matar a Pavlov, muy temprano, en las instalaciones deportivas en donde entrenaba. No le gustó la cara que tenía. Me dijo que parecía muerto. En el tono de su voz percibí un matiz de desprecio, pero también de familiaridad, incluso de cariño. Me reí y le dije que la noche anterior había bebido mucho, que eso era todo. Después me presenté en el hospital donde trabajaba Jimmy Fodeba para que le echaran un vistazo a mis dedos congelados. El asunto no revestía mucha importancia pero untando a unos cuantos conseguimos que me hospitalizaran durante tres días; luego Jimmy cambió los papeles de ingreso y así resultó que cuando mataron a Pavlov yo estaba tirado en la cama, tibiecito y de lo más contento.
Seis meses después, como te dije, me fui de Rusia. Natalia se vino conmigo. Al principio vivimos en París e incluso hablamos de casarnos. Nunca en mi vida he sido tan feliz. Tanto, que ahora incluso me da vergüenza recordarlo. Después vivimos una temporada en Frankfurt y en Stuttgart, en donde Natalia tenía amigos y esperanzas de encontrar un buen trabajo. Los amigos al final resultaron no ser tan buenos y trabajo no encontró, aunque la pobre Natalia intentó hasta el de cocinera en un restaurante ruso. Pero no servía para la cocina. De la muerte de Pavlov rara vez hablamos. Natalia, en contra de la opinión de la policía, tenía la idea de que se lo cargaron sus propios hombres, el Sardinita para ser más precisos, aunque yo le decía que seguramente había sido una banda rival. A Pavlov, lo que son las cosas, lo recordaba como a un caballero y siempre ponderaba su generosidad. Yo la dejaba hablar y me reía por dentro. Una vez le pregunté si era pariente del general Chuikov, el hombre que defendió Stalingrado, la actual Volgogrado. Qué cosas se te ocurren, Roger, me dijo, por supuesto que no. Al año de vivir juntos me dejó por un alemán, un tal Kurt no sé cuántos. Me dijo que estaba enamorada y después lloró de pena por mí o de alegría por ella, no lo sé. Ándate, no más, mala mujer, le dije en castellano. Ella se puso a reír como siempre que yo hablaba en mi idioma. Yo también me puse a reír. Nos tomamos una botella de vodka juntos y nos despedimos. Después, cuando vi que ya nada tenía que hacer en esa ciudad alemana, me vine a Barcelona. Aquí trabajo de profesor de gimnasia en un colegio privado. No me van mal las cosas, me acuesto con putas y soy asiduo de dos bares en donde tengo mi tertulia, como dicen aquí. Pero por las noches, sobre todo por las noches, extraño Rusia y extraño Moscú. Aquí no se está mal, pero no es lo mismo, aunque si me pidieras más precisión no sabría decirte qué es lo que echo de menos. ¿La alegría de estar vivo? No lo sé. Un día de éstos voy a tomar un avión y volveré a Chile.