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Caí en un profundo sueño hasta que el práctico se me acercó con una taza de café caliente y unas tajadas de plátano frito en un desportillado plato de peltre: "Hay que comer algo, mi don, si no repara las fuerzas, después se la gana el hambre y sueña con los muertos" Su voz tenía un acento paternal que me dejó bañado en una nostalgia pueril y gratuita. Le di las gracias y bebí el café de un solo trago. Mientras comía las tajadas de plátano sentí que regresaban, una a una, mis viejas lealtades a la vida, al mundo depositario de asombros siempre renovados y a tres o cuatro seres cuya voz me alcanzaba por encima del tiempo y de mi incurable trashumancia.

Junio 8

El paisaje empieza a cambiar. Al comienzo, los indicios se van presentando en forma esporádica y no siempre muy evidente. La temperatura, si bien sigue siendo la misma, es recorrida a ratos por leves ráfagas de una brisa fresca, ajena por completo a este calor de horno detenido como un terco animal que se niega a seguir su camino. Esas rachas de otro clima me recuerdan ciertas vetas que aparecen en el mármol y que son extrañas a la coloración, a la tonalidad y a la textura de la materia principal. Los pantanos, por su lado, van desapareciendo, reemplazados por una vegetación enana y tupida que despide una mezcla de aromas semejante al olor del polen cuando se guarda en un recipiente. Es algo que recuerda a la miel pero conserva, todavía, un acento vegetal muy pronunciado. El lecho del río se angosta y se hace más profundo. Las orillas van ganando una consistencia lodosa que, al tacto, anuncia ya la aparición de la arcilla. El agua tiene una transparencia fresca y un tenue color ferruginoso. Estos cambios influyen en el ánimo de todos. Hay un alivio de tensión, un deseo de conversar y un brillo en las miradas como si advirtiéramos la inminencia de algo largamente esperado. Con las últimas luces de la tarde, aparece, allá en el horizonte, una línea color azul plomo que llega a confundirse fácilmente con nubes de tormenta que se acumulan en una lejanía imposible de precisar. El Capitán se acerca para señalarme el sitio a donde miro con tanto interés. Mientras hace un movimiento ondulatorio con su mano, como si dibujara el perfil de una cordillera, sin decir palabra asiente con la cabeza y sonríe con un dejo de tristeza que vuelve a inquietarme. "¿Los aserraderos?", pregunto como si evitara la respuesta. Vuelve a mover la cabeza en señal afirmativa, mientras alza las cejas y extiende los labios en un gesto que quiere decir algo como: "No puedo hacer nada, pero cuente con toda mi simpatía".

Me siento al borde de la proa, las piernas colgando sobre el agua que me salpica con una sensación de frescura que, en otra oportunidad hubiera gozado más plenamente. Medito en las factorías y en lo que esconden como una mala sorpresa que presiento y sobre la cual nadie ha querido dar mayores detalles. Pienso en Flor Estévez, en su dinero a punto de arriesgarse en una aventura cargada de presagios; en mi habitual torpeza para salir adelante en estas empresas y, de pronto, caigo en la cuenta que desde hace ya mucho tiempo he perdido todo interés en esto. Pensar en ello me causa un fastidio mezclado con la paralizante culpabilidad de quien se sabe ya al margen del asunto y sólo está buscando la manera de liberarse de un compromiso que emponzoña cada minuto de su vida. Es un estado de ánimo que me es tan familiar. Conozco muy bien las salidas por las que suelo huir de la ansiedad y la molestia de estar en falta, que me impiden disfrutar lo que la vida va ofreciendo cada día como precaria recompensa a mi terquedad en seguir a su lado.

Junio 10

Extraño diálogo con el Capitán. Lo enigmático fluye por debajo de las palabras. Por eso su transcripción resulta insuficiente. El tono de su voz, sus gestos, su manera de perderse en largos silencios, contribuyen mucho para hacer de nuestra conversación uno de esos ejercicios en donde no son las palabras las encargadas de comunicar lo que queremos, más bien sirven, por el contrario, de obstáculo y como factor de distracción. Ocultan el auténtico motivo del diálogo. Desde la hamaca que está frente a la mía me sobresalta su voz. Creí que dormía.

– Bueno, ya se va a acabar esto, Gaviero. Esta aventura no da para mucho más.

– Sí, parece que nos vamos acercando a los aserraderos. Hoy ya se ve la cordillera con toda claridad -le respondo, sabiendo que su observación trata de ir más lejos.

– No pienso que le importen mucho los aserraderos a estas alturas. Creo que lo decisivo que nos reservaba este viaje ya sucedió. ¿No lo cree usted así?

– Sí, en efecto. Algo hay de eso -contesto para darle ocasión a terminar su idea.

– Mire, si lo piensa bien, se dará cuenta que desde el encuentro con los indios hasta el Paso del Ángel, todo ha venido encadenado, todo engrana perfectamente. Esas cosas siempre suceden en secuencia y con un propósito definido. Lo importante es saber descifrarlo.

– Por lo que se refiere a mí, no le falta razón, Capi. Pero, y usted. ¿Qué me dice de usted?

– A mí me han sucedido muchas cosas por estos ríos y por el río grande. Las mismas, o muy parecidas a las que esta vez nos han pasado. Pero lo que me intriga es el orden en que en esta ocasión se presentaron.

– No le entiendo, Capi. El orden ha sido uno para mí y otro para usted, naturalmente. Usted no se acostó con la india, ni se enfermó en el puesto militar, ni creyó morir en el Paso del Ángel.

– Cuando uno se encuentra con alguien que ha vivido lo que usted ha vivido y que ha pasado por las pruebas que han hecho el que usted es ahora, el ser su testigo y compañero, es algo tanto o más importante que si esas cosas le hubieran sucedido a uno. Los días en el puesto militar, al lado de su hamaca, viendo cómo se le escapaba la vida, fueron una prueba más decisiva para mí que para usted.

– ¿Por eso dejó la cantimplora? -le pregunto un tanto brutalmente para tratar de concretarlo.

– Sí, por eso y por lo que eso me hizo reflexionar. Es como si hubiera descubierto, de repente, que estaba jugando el juego que no me tocaba. Es muy malo cuando se vive parte de la vida haciendo el papel que no era para uno, y peor aún es descubrirlo cuando ya no se tienen las fuerzas para remediar el pasado ni rescatar lo perdido. ¿Me entiende?

– Sí, creo que le entiendo. A mí me ha sucedido muchas veces, pero por poco tiempo, y he logrado recobrarme y caer de pie -intento, simultáneamente, desviarlo del camino que toma nuestra charla y darle a entender que he recibido el mensaje.

– Usted es inmortal, Gaviero. No importa que un día se muera como todos. Eso no cambia nada. Usted es inmortal mientras está viviendo. Yo creo que he muerto hace tiempo. Mi vida está hecha como si hubieran cosido caprichosamente los retazos que quedan después de cortar un traje. Cuando me di cuenta de eso dejé el aguardiente. Es imposible engañarse más tiempo. Al verlo resucitar en el salón de la escuela y vencer la plaga, vi muy claro en mí. Vi en dónde había estado mi error y cuándo había comenzado.

– ¿Al dejar Hamburgo, tal vez? -le pregunto tanteando el terreno.

– Es igual. ¿Sabe? Es igual. Pudo ser también al huir con la china. Al abandonar las Antillas. No sé. Tampoco importa mucho. Es igual -se nota en su voz un desasosiego, una irritación dirigida más hacia él que hacia mí. Es como si, cuando comenzó la charla, no hubiera esperado ir tan lejos.

– Sí -agrego-, tiene usted razón. Es igual. Cuando se llega a esas conclusiones, el principio no importa ni aclara mayor cosa.

Un largo silencio me hizo pensar que había vuelto a dormirse. Tornó a sobresaltarme:

– ¿Sabe quién conoce de esto tanto como nosotros? -me pregunta en tono que hubiera podido ser jocoso.

– No. ¿Quién?

– El Mayor, hombre, el Mayor. Por eso volvió al puesto. Nunca lo había visto tan intrigado por un enfermo como se mostró con usted. Y mire que es mucho el soldado que ha visto agonizar. No es hombre que se conmueva así no más. Ya lo vio. No tengo que contárselo. Pues sepa que estuvo conmigo a su lado, muchas horas, vigilando sus delirios y siguiendo la lucha que libraba en esa hamaca, como una fiera recién capturada.

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