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"Alta vocación de mis patronos y antecesores, de mis guías y protectores de cada hora,

hazte presente en este momento de peligro, extiende tus aceros, mantén con firmeza la ley de tus propósitos,

revoca el desorden de las aves y criaturas augurales y limpia el vestíbulo de los inocentes

en donde el vómito de los rechazados se cuaja como una señal de infortunio, en donde las ropas de los suplicantes

son mácula que desvía nuestra brújula, hace inciertos nuestros cálculos y engañosos nuestros pronósticos.

Invoco tu presencia en esta hora y deploro de todo corazón la cadena de mis prevaricaciones:

mi pacto con los leopardos cebados en las pesebreras,

mi debilidad y tolerancia con las serpientes que cambian de piel al solo grito de los cazadores extraviados,

mi solidaria comunión con cuerpos que han pasado de mano en mano como vara que ayuda a salvar los vados y en cuya piel se cristaliza la saliva de los humildes,

mi habilidad para urdir la mentira de poderes y destrezas que apartan a mis hermanos de la recta aplicación de sus intenciones,

mi inadvertencia en proclamar tus poderes en las oficinas de la aduana y en las salas de guardia,

en los pabellones del dolor y en las barcas en donde florece la fiesta, en las torres que vigilan la frontera y en los pasillos de los poderosos.

Borra de un solo trazo tanta desdicha y tanta infamia, presérvame

con la certeza de mi obediencia a tus amargas leyes, a tu injuriosa altanería, a tus distantes ocupaciones, a tus argumentos desolados.

Me entrego por entero al dominio de tu inobjetable misericordia y con toda humildad me prosterno

para recordarte que soy un caminante en peligro de muerte, que mi sombra nada vale,

que el que perece lejos de los suyos es como basura triturada en los rincones del mercado,

que soy tu siervo y nada puedo y que en estas palabras se encierra el metal sin liga ni impurezas de aquel que ha pagado el tributo que se te

debe ahora y siempre por la pálida eternidad. Amén".

Mis dudas sobre la eficacia de tan bárbara letanía eran más que fundadas, pero no me atreví a transmitirlas al Capitán que me había entregado el texto con tan evidente unción y tanta seguridad en sus virtudes preventivas y protectoras. Fui hasta la proa en donde observaba los remolinos que empezaban a sacudir la embarcación y le entregué el papel que guardó en un bolsillo trasero de su pantalón en donde también conserva todos los instrumentos para la limpieza de su pipa.

Junio 7

Pasamos los rápidos sin mayor percance, pero fue una prueba en muchos aspectos reveladora de la imagen que hasta ayer tenía del peligro y de la presencia real de la muerte. Cuando digo real me refiero a que no se trata de ese fantasma que solemos invocar con la imaginación y darle cuerpo con elementos tomados del recuerdo de quienes hemos visto morir en las más variadas circunstancias. No. Se trata de percibir con la plenitud de nuestra conciencia y de nuestros sentidos, la proximidad inmediata e irrebatible del propio perecer, de la suspensión irrevocable de la existencia. Allí, al alcance de la mano, irrecusable. Buena prueba, larga lección. Tardía, como todas las lecciones que nos atañen directa y profundamente.

El día en que el Capitán me dio su famosa oración, el mecánico decidió que debíamos detenernos para revisar el motor. Al remontar la corriente de los rápidos, una falla significa la muerte segura. Atracamos, y el hombre se aplicó en desarmar, limpiar y probar cada una de las partes de la máquina. Fascinante la paciente sabiduría con que este indio, salido de las más recónditas regiones de la jungla, consigue identificarse con un mecanismo inventado y perfeccionado en países cuya avanzada civilización descansa casi exclusivamente en la técnica. Las manos de nuestro mecánico se mueven con tal destreza, que parecen dirigidas por algún espíritu tutelar de la mecánica, extraño por completo a este aborigen de informe rostro mongólico y piel lampiña de serpiente. Hasta que hubo probado escrupulosamente cada etapa del funcionamiento del motor, no quedó tranquilo. Con una parca señal de la cabeza hizo saber al Capitán que estaba listo para remontar el Paso del Ángel. La noche se nos vino encima y resolvimos quedarnos hasta la madrugada siguiente. No era cosa de comenzar el ascenso en la oscuridad. Al otro día, partimos con las primeras luces del alba. Contra lo que yo suponía, los rápidos no están formados por rocas que sobresalen de la corriente, obstaculizando su curso y haciéndolo más violento. Todo sucede en las profundidades, en el fondo, cuyo suelo se puebla de cavidades, ondulaciones, cuevas, remolinos y fallas, a tiempo que se acentúa la pendiente por la que desciende el agua en un fragoroso torbellino de fuerza arrolladura que cambia de dirección e intensidad a cada momento.

"No se meta en la hamaca. Manténgase en pie y agárrese bien de los barrotes del toldo. No mire a la corriente y trate de pensar en otra cosa". Tales fueron las instrucciones del Capitán, que se mantuvo todo el tiempo en la proa, agarrado a una precaria pasarela, al lado del práctico que manejaba el timón con bruscas sacudidas destinadas a evitar los golpes de agua y espuma que se alzaban de repente como anunciando la espalda de un animal inconcebible. El motor quedaba al aire a cada momento y la hélice giraba en el vacío, en un vértigo desbocado e incontrolable. A medida que nos internábamos en la cañada que la corriente había cavado durante milenios, la luz se fue haciendo más gris y nos envolvió un velo de espuma y niebla nacido del turbulento girar de las aguas y de su choque contra la pulida superficie rocosa de las paredes que las encauzan. Durante largas horas podía pensarse que estaba anocheciendo. El lanchón cabeceaba y se sacudía como si estuviera hecho con madera de balso. Su estructura metálica resonaba con un acento sordo de trueno distante. Los remaches que unían las láminas vibraban y saltaban, comunicando a toda la armazón esa inestabilidad que precede al desastre. Las horas pasaban y no teníamos la certeza de estar avanzando. Era como si nos hubiéramos instalado para siempre en el estruendo implacable de las aguas, esperando ser arrastrados de un momento a otro por el remolino. Un cansancio indecible empezó a paralizar mis brazos, y sentía las piernas como si estuvieran hechas de una blanda materia insensible. Cuando creí que ya no podría más, alcancé a escuchar al Capitán que gritaba algo en dirección mía. Con la cabeza señaló el cielo y en su semblante apareció una sonrisa deforme y enigmática. Seguí su mirada y vi que la luz se iba aclarando por momentos. Algunos rayos de sol atravesaron la nube de espuma y niebla que se iluminó con los colores del arco iris. Los rugidos del torrente y el retumbar del casco se fueron haciendo menos notorios. La lancha avanzaba meciéndose rítmicamente, pero ya controlada por el esfuerzo regular y firme de la hélice. Cuando se redujeron aún más los cabeceos de la embarcación, el Capitán se sentó en cuclillas sobre el piso y me hizo señas de que me recostara en la hamaca. Su célebre parasol de colores había desaparecido. Cuando traté de moverme sentí que todo el cuerpo me dolía como si hubiera recibido una paliza. Dando tumbos llegué hasta la hamaca y me acosté con una sensación de alivio que se repartía por todo el cuerpo como un bálsamo que agradecían cada coyuntura, cada músculo, cada centímetro de la piel aterida y azotada por las aguas. Una ligera ebriedad y un apacible avanzar del sueño me fueron ganando mientras celebraba la dicha de estar vivo. El río se extendía de nuevo por entre juncales de donde partían bandadas de garzas que iban a posarse en las copas de los árboles cargados de flores. De nuevo el calor seco, inmutable, inmóvil, vino a recordarme que habían existido otras tardes semejantes a esta que terminaba en medio de una calma bienhechora y sin fronteras.

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