Desde la niebla de su dolor de cabeza, Dámaso comprendió que su mujer quería decirle algo con la mirada. Hasta entonces no había puesto atención a las voces del patio.
– No han hablado de otra cosa en toda la mañana -murmuró Ana, sirviéndose el café-. Los hombres se fueron para allá desde hace rato.
Dámaso comprobó que los hombres y los niños habían desaparecido del patio. Mientras tomaba el café, siguió en silencio la conversación de las mujeres que colgaban la ropa al sol. Al final encendió un cigarrillo y salió de la cocina.
– Teresa -llamó.
Una muchacha con la ropa mojada, adherida al cuerpo, respondió al llamado.
– Ten cuidado -dijo Ana. La muchacha se acercó.
– ¿Qué es lo que pasa? -preguntó Dámaso.
– Que se metieron en el salón de billar y cargaron con todo -dijo la muchacha.
Parecía minuciosamente informada. Explicó cómo desmantelaron el establecimiento, pieza por pieza, hasta llevarse la mesa de billar. Hablaba con tanta convicción que Dámaso no pudo creer que no fuera cierto.
– Mierda -dijo, de regreso a la cocina.
Ana se puso a cantar entre dientes. Dámaso recostó un asiento contra la pared del patio, procurando reprimir la ansiedad. Tres meses antes, cuando cumplió 20 años, el bigote lineal, cultivado no sólo con un secreto espíritu de sacrificio sino también con cierta ternura, puso un toque de madurez en su rostro petrificado por la viruela. Desde entonces se sintió adulto. Pero aquella mañana, con los recuerdos de la noche anterior flotando en la ciénaga de su dolor de cabeza, no encontraba por dónde empezar a vivir.
Cuando acabó de planchar, Ana repartió la ropa limpia en dos bultos iguales y se dispuso a salir a la calle.
– No te demores -dijo Dámaso.
– Como siempre.
La siguió hasta el cuarto.
– Ahí te dejo la camisa de cuadros -dijo Ana-. Es mejor que no te vuelvas a poner la franela. -Se enfrentó a los diáfanos ojos de gato de su marido-. No sabemos si alguien te vio.
Dámaso se secó en el pantalón el sudor de las manos.
– No me vio nadie.
– No sabemos -repitió Ana. Cargaba un bulto de ropa en cada brazo-. Además, es mejor que no salgas. Espera primero que yo dé una vueltecita por allá, como quien no quiere la cosa.
No se hablaba de nada distinto en el pueblo. Ana tuvo que escuchar varias veces, en versiones diferentes y contradictorias, los pormenores del mismo episodio. Cuando acabó de repartir la ropa, en vez de ir al mercado como todos los sábados, fue directamente a la plaza.
No encontró frente al salón de billar tanta gente como imaginaba. Algunos hombres conversaban a la sombra de los almendros. Los sirios habían guardado sus trapos de colores para almorzar, y los almacenes parecían cabecear bajo los toldos de lona. Un hombre dormía desparramado en un mecedor, con la boca y las piernas y los brazos abiertos, en la sala del hotel. Todo estaba paralizado en el calor de las doce.
Ana siguió de largo por el salón de billar, y al pasar por el solar baldío situado frente al puerto se encontró con la multitud. Entonces recordó algo que Dámaso le había contado, que todo el mundo sabía pero que sólo los clientes del establecimiento podían tener presente: la puerta posterior del salón de billar daba al solar baldío. Un momento después, protegiéndose el vientre con los brazos, se encontró confundida con la multitud, los ojos fijos en la puerta violada. El candado estaba intacto, pero una de las argollas había sido arrancada como una muela. Ana contempló por un momento los estragos de aquel trabajo solitario y modesto, y pensó en su marido con un sentimiento de piedad.
– ¿Quién fue?
No se atrevió a mirar en torno suyo.
– No se sabe -le respondieron-. Dicen que fue un forastero.
– Tuvo que ser -dijo una mujer a sus espaldas-. En este pueblo no hay ladrones. Todo el mundo conoce a todo el mundo.
Ana volvió la cabeza.
– Así es -dijo sonriendo. Estaba empapada en sudor. A su lado había un hombre muy viejo con arrugas profundas en la nuca.
– ¿Cargaron con todo? -preguntó ella.
– Doscientos pesos y las bolas de billar -dijo el viejo. La examinó con una atención fuera de lugar-. Dentro de poco habrá que dormir con los ojos abiertos.
Ana apartó la mirada.
– Así es -volvió a decir. Se puso un trapo en la cabeza, alejándose, sin poder sortear la impresión de que el viejo la seguía mirando.
Durante un cuarto de hora, la multitud bloqueada en el solar observó una conducta respetuosa, como si hubiera un muerto detrás de la puerta violada. Después se agitó, giró sobre sí misma, y desembocó en la plaza.
El propietario del salón de billar estaba en la puerta, con el alcalde y dos agentes de la policía. Bajo y redondo, los pantalones sostenidos por la sola presión del estómago y con unos anteojos como los que hacen los niños, parecía investido de una dignidad extenuante.
La multitud lo rodeó. Apoyada contra la pared, Ana escuchó sus informaciones hasta que la multitud empezó a dispersarse. Después regresó al cuarto, congestionada por la sofocación, en medio de una bulliciosa manifestación de vecinos.
Estirado en la cama, Dámaso se había preguntado muchas veces cómo hizo Ana la noche anterior para esperarlo sin fumar. Cuando la vio entrar, sonriente, quitándose de la cabeza el trapo empapado en sudor, aplastó el cigarrillo casi entero en el piso de tierra, en medio de un reguero de colillas, y esperó con mayor ansiedad.
– ¿Entonces?
Ana se arrodilló frente a la cama.
– Que además de ladrón eres embustero -dijo.
– ¿Por qué?
– Porque me dijiste que no había nada en la gaveta.
Dámaso frunció las cejas.
– No había nada.
– Había doscientos pesos -dijo Ana.
– Es mentira -replicó él, levantando la voz. Sentado en la cama recobró el tono confidencial-. Sólo había veinticinco centavos.
La convenció.
– Es un viejo bandido -dijo Dámaso, apretando los puños-. Se está buscando que le desbarate la cara.
Ana rió con franqueza.
– No seas bruto.
También él acabó por reír. Mientras se afeitaba, su mujer lo informó de lo que había logrado averiguar. La policía buscaba a un forastero.
– Dicen que llegó el jueves y que anoche lo vieron dando vueltas por el puerto -dijo-. Dicen que no han podido encontrarlo por ninguna parte. -Dámaso pensó en el forastero que no había visto nunca y por un instante sospechó de él con una convicción sincera.
– Puede ser que se haya ido -dijo Ana.
Como siempre, Dámaso necesitó tres horas para arreglarse. Primero fue la talla milimétrica del bigote. Después el baño en el chorro del patio. Ana siguió paso a paso, con un fervor que nada había quebrantado desde la noche en que lo vio por primera vez, el laborioso proceso de su peinado. Cuando lo vio mirándose al espejo para salir, con la camisa de cuadros rojos, Ana se encontró madura y desarreglada. Dámaso ejecutó frente a ella un paso de boxeo con la elasticidad de un profesional. Ella lo agarró por las muñecas.
– ¿Tienes moneda?
– Soy rico -contestó Dámaso de buen humor-. Tengo los doscientos pesos.
Ana se volteó hacia la pared, sacó del seno un rollo de billetes, y le dio un peso a su marido, diciendo:
– Toma, Jorge Negrete.
Aquella noche, Dámaso estuvo en la plaza con el grupo de sus amigos. La gente que llegaba del campo con productos para vender en el mercado del domingo, colgaba toldos en medio de los puestos de frituras y las mesas de lotería, y desde la prima noche se les oía roncar. Los amigos de Dámaso no parecían más interesados por el robo del salón de billar que por la transmisión radial del campeonato de béisbol, que no podrían escuchar esa noche por estar cerrado el establecimiento. Hablando de béisbol, sin ponerse de acuerdo ni enterarse previamente del programa, entraron al cine.
Daban una película de Cantinflas. En la primera fila de la galería, Dámaso rió sin remordimientos. Se sentía convaleciente de sus emociones. Era una buena noche de junio, y en los instantes vacíos en que sólo se percibía la llovizna del proyector, pesaba sobre el cine sin techo el silencio de las estrellas.