Литмир - Электронная Библиотека

Baltazar se ruborizó.

– Gracias -dijo.

– Es verdad -dijo el médico. Tenía una gordura lisa y tierna como la de una mujer que fue hermosa en su juventud, y unas manos delicadas. Su voz parecía la de un cura hablando en latín-. Ni siquiera será necesario ponerle pájaros -dijo, haciendo girar la jaula frente a los ojos del público, como si la estuviera vendiendo-. Bastará con colgarla entre los árboles para que cante sola. -Volvió a ponerla en la mesa, pensó un momento, mirando la jaula, y dijo:- Bueno, pues me la llevo.

– Está vendida -dijo Úrsula.

– Es del hijo de don Chepe Montiel -dijo Baltazar-. La mandó a hacer expresamente.

El médico asumió una actitud respetable.

– ¿Te dio el modelo?

– No -dijo Baltazar-. Dijo que quería una jaula grande, como ésa, para una pareja de turpiales.

El médico miró la jaula.

– Pero ésta no es para turpiales.

– Claro que sí, doctor -dijo Baltazar, acercándose a la mesa. Los niños lo rodearon-. Las medidas están bien calculadas -dijo, señalando con el índice los diferentes compartimientos. Luego golpeó la cúpula con los nudillos, y la jaula se llenó de acordes profundos-. Es el alambre más resistente que se puede encontrar, y cada juntura está soldada por dentro y por fuera -dijo.

– Sirve hasta para un loro -intervino uno de los niños.

– Así es -dijo Baltazar.

El médico movió la cabeza.

– Bueno, pero no te dio el modelo -dijo-. No te hizo ningún encargo preciso, aparte de que fuera una jaula grande para turpiales. ¿No es así?

– Así es -dijo Baltazar.

– Entonces no hay problema -dijo el médico-. Una cosa es una jaula grande para turpiales y otra cosa es esta jaula. No hay pruebas de que sea ésta la que te mandaron hacer.

– Es esta misma -dijo Baltazar, ofuscado-. Por eso la hice.

El médico hizo un gesto de impaciencia.

– Podrías hacer otra -dijo Úrsula, mirando a su marido. Y después, hacia el médico-: Usted no tiene apuro.

– Se la prometí a mi mujer para esta tarde -dijo el médico.

– Lo siento mucho, doctor -dijo Baltazar-, pero no se puede vender una cosa que ya está vendida.

El médico se encogió de hombros. Secándose el sudor del cuello con un pañuelo, contempló la jaula en silencio, sin mover la mirada de un mismo punto indefinido, como se mira un barco que se va.

– ¿Cuánto te dieron por ella?

Baltazar buscó a Úrsula sin responder.

– Sesenta pesos -dijo ella.

El médico siguió mirando la jaula.

– Es muy bonita -suspiró-. Sumamente bonita. -Luego, moviéndose hacia la puerta, empezó a abanicarse con energía, sonriente, y el recuerdo de aquel episodio desapareció para siempre de su memoria.

– Montiel es muy rico -dijo.

En verdad, José Montiel no era tan rico como parecía, pero había sido capaz de todo por llegar a serlo. A pocas cuadras de allí, en una casa atiborrada de arneses donde nunca se había sentido un olor que no se pudiera vender, permanecía indiferente a la novedad de la jaula. Su esposa, torturada por la obsesión de la muerte, cerró puertas y ventanas después del almuerzo y yació dos horas con los ojos abiertos en la penumbra del cuarto, mientras José Montiel hacía la siesta. Así la sorprendió un alboroto de muchas voces. Entonces abrió la puerta de la sala y vio un tumulto frente a la casa, y a Baltazar con la jaula en medio del tumulto, vestido de blanco y acabado de afeitar, con esa expresión de decoroso candor con que los pobres llegan a la casa de los ricos.

– Qué cosa tan maravillosa -exclamó la esposa de José Montiel, con una expresión radiante, conduciendo a Baltazar hacia el interior-. No había visto nada igual en mi vida -dijo, y agregó, indignada con la multitud que se agolpaba en la puerta-: Pero llévesela para adentro que nos van a convertir la sala en una gallera.

Baltazar no era un extraño en la casa de José Montiel. En distintas ocasiones, por su eficacia y buen cumplimiento, había sido llamado para hacer trabajos de carpintería menor. Pero nunca se sintió bien entre los ricos. Solía pensar en ellos, en sus mujeres feas y conflictivas, en sus tremendas operaciones quirúrgicas, y experimentaba siempre un sentimiento de piedad. Cuando entraba en sus casas no podía moverse sin arrastrar los pies.

– ¿Está Pepe? -preguntó.

Había puesto la jaula en la mesa del comedor.

– Está en la escuela -dijo la mujer de José Montiel-. Pero ya no debe demorar. -Y agregó-: Montiel se está bañando.

En realidad José Montiel no había tenido tiempo de bañarse. Se estaba dando una urgente fricción de alcohol alcanforado para salir a ver lo que pasaba. Era un hombre tan prevenido, que dormía sin ventilador eléctrico para vigilar durante el sueño los rumores de la casa.

– Adelaida -gritó-. ¿Qué es lo que pasa?

– Ven a ver qué cosa maravillosa -gritó su mujer.

José Montiel -corpulento y peludo, la toalla colgada en la nuca- se asomó por la ventana del dormitorio.

– ¿Qué es eso?

– La jaula de Pepe -dijo Baltazar.

La mujer lo miró perpleja.

– ¿De quién?

– De Pepe -confirmó Baltazar. Y después dirigiéndose a José Montiel-: Pepe me la mandó a hacer.

Nada ocurrió en aquel instante, pero Baltazar se sintió como si le hubieran abierto la puerta del baño. José Montiel salió en calzoncillos del dormitorio.

– Pepe -gritó.

– No ha llegado -murmuró su esposa, inmóvil.

Pepe apareció en el vano de la puerta. Tenía unos doce años y las mismas pestañas rizadas y el quieto patetismo de su madre.

– Ven acá -le dijo José Montiel-. ¿Tú mandaste a hacer esto?

El niño bajó la cabeza. Agarrándolo por el cabello, José Montiel lo obligó a mirarlo a los ojos.

– Contesta.

El niño se mordió los labios sin responder.

– Montiel -susurró la esposa.

José Montiel soltó al niño y se volvió hacia Baltazar con una expresión exaltada.

– Lo siento mucho, Baltazar -dijo-. Pero has debido consultarlo conmigo antes de proceder. Sólo a ti se te ocurre contratar con un menor. -A medida que hablaba, su rostro fue recobrando la serenidad. Levantó la jaula sin mirarla y se la dio a Baltazar-. Llévatela en seguida y trata de vendérsela a quien puedas -dijo-. Sobre todo, te ruego que no me discutas. -Le dio una palmadita en la espalda, y explicó:- El médico me ha prohibido coger rabia.

El niño había permanecido inmóvil, sin parpadear, hasta que Baltazar lo miró perplejo con la jaula en la mano. Entonces emitió un sonido gutural, como el ronquido de un perro, y se lanzó al suelo dando gritos.

José Montiel lo miraba impasible, mientras la madre trataba de apaciguarlo.

– No lo levantes -dijo-. Déjalo que se rompa la cabeza contra el suelo y después le echas sal y limón para que rabie con gusto.

El niño chillaba sin lágrimas, mientras su madre lo sostenía por las muñecas.

– Déjalo -insistió José Montiel.

Baltazar observó al niño como hubiera observado la agonía de un animal contagioso. Eran casi las cuatro. A esa hora, en su casa, Úrsula cantaba una canción muy antigua, mientras cortaba rebanadas de cebolla.

– Pepe -dijo Baltazar.

Se acercó al niño, sonriendo, y le tendió la jaula. El niño se incorporó de un salto, abrazó la jaula, que era casi tan grande como él, y se quedó mirando a Baltazar a través del tejido metálico, sin saber qué decir. No había derramado una lágrima.

– Baltazar -dijo Montiel, suavemente-, ya te dije que te la lleves.

– Devuélvela -ordenó la mujer al niño.

– Quédate con ella -dijo Baltazar. Y luego, a José Montiel-: Al fin y al cabo, para eso la hice.

José Montiel lo persiguió hasta la sala.

– No seas tonto, Baltazar -decía, cerrándole el paso-. Llévate tu trasto para la casa y no hagas más tonterías. No pienso pagarte ni un centavo.

– No importa -dijo Baltazar-. La hice expresamente para regalársela a Pepe. No pensaba cobrar nada.

Cuando Baltazar se abrió paso a través de los curiosos que bloqueaban la puerta, José Montiel daba gritos en el centro de la sala. Estaba muy pálido y sus ojos empezaban a enrojecer.

10
{"b":"100238","o":1}