Poco antes del anochecer, cuando acabamos de sacar los cascarones podridos de las vacas y pusimos un poco de arreglo en aquel desorden de fábula, aún no habíamos conseguido que el cadáver se pareciera a la imagen de su leyenda. Lo habíamos raspado con fierros de desescamar pescados para quitarle la rémora de fondos de mar, lo lavamos con creolina y sal de piedra para resanarle las lacras de la putrefacción, le empolvamos la cara con almidón para esconder los remiendos de cañamazo y los pozos de parafina con que tuvimos que restaurarle la cara picoteada de pájaros de muladar, le devolvimos el color de la vida con parches de colorete y carmín de mujer en los labios, pero ni siquiera los ojos de vidrio incrustados en las cuencas vacías lograron imponerle el semblante de autoridad que le hacía falta para exponerlo a la contemplación de las muchedumbres. Mientras tanto, en el salón del consejo de gobierno invocábamos la unión de todos contra el despotismo de siglos para repartirse por partes iguales el botín de su poder, pues todos habían vuelto al conjuro de la noticia sigilosa pero incontenible de su muerte, habían vuelto los liberales y los conservadores reconciliados al rescoldo de tantos años de ambiciones postergadas, los generales del mando supremo que habían perdido el oriente de la autoridad, los tres últimos ministros civiles, el arzobispo primado, todos los que él no hubiera querido que estuvieran estaban sentados en torno de la larga mesa de nogal tratando de ponerse de acuerdo sobre la forma en que se debía divulgar la noticia de aquella muerte enorme para impedir la explosión prematura de las muchedumbres en la calle, primero un boletín número uno al filo de la prima noche sobre un ligero percance de salud que había obligado a cancelar los compromisos públicos y las audiencias civiles y militares de su excelencia, luego un segundo boletín médico en el que se anunciaba que el ilustre enfermo se había visto obligado a permanecer en sus habitaciones privadas a consecuencia de una indisposición propia de su edad, y por último, sin ningún anuncio, los dobles rotundos de las campanas de la catedral al amanecer radiante del cálido martes de agosto de una muerte oficial que nadie había de saber nunca a ciencia cierta si en realidad era la suya. Nos encontrábamos inermes ante esa evidencia, comprometidos con un cuerpo pestilente que no éramos capaces de sustituir en el mundo porque él se había negado en sus instancias seniles a tomar ninguna determinación sobre el destino de la patria después de él, había resistido con una invencible terquedad de viejo a cuantas sugerencias se le hicieron desde que el gobierno se trasladó a los edificios de vidrios solares de los ministerios y él quedó viviendo solo en la casa desierta de su poder absoluto, lo encontrábamos caminando en sueños, braceando entre los destrozos de las vacas sin nadie a quien mandar como no fueran los ciegos, los leprosos y los paralíticos que no se estaban muriendo de enfermos sino de antiguos en la maleza de los rosales, y sin embargo era tan lúcido y terco que no habíamos conseguido de él nada más que evasivas y aplazamientos cada vez que le planteábamos la urgencia de ordenar su herencia, pues decía que pensar en el mundo después de uno mismo era algo tan cenizo como la propia muerte, qué carajo, si al fin y al cabo cuando yo me muera volverán los políticos a repartirse esta vaina como en los tiempos de los godos, ya lo verán, decía, se volverán a repartir todo entre los curas, los gringos y los ricos, y nada para los pobres, por supuesto, porque ésos estarán siempre tan jodidos que el día en que la mierda tenga algún valor los pobres nacerán sin culo, ya lo verán, decía, citando a alguien de sus tiempos de gloria, burlándose inclusive de sí mismo cuando nos dijo ahogándose de risa que por tres días que iba a estar muerto no valía la pena llevarlo hasta Jerusalén para enterrarlo en el Santo Sepulcro, y poniéndole término a todo desacuerdo con el argumento final de que no importaba que una cosa de entonces no fuera verdad, qué carajo, ya lo será con el tiempo. Tuvo razón, pues en nuestra época no había nadie que pusiera en duda la legitimidad de su historia, ni nadie que hubiera podido demostrarla ni desmentirla si ni siquiera éramos capaces de establecer la identidad de su cuerpo, no había otra patria que la hecha por él a su imagen y semejanza con el espacio cambiado y el tiempo corregido por los designios de su voluntad absoluta, reconstituida por él desde los orígenes más inciertos de su memoria mientras vagaba sin rumbo por la casa de infamias en la que nunca durmió una persona feliz, mientras les echaba granos de maíz a las gallinas que picoteaban en torno de su hamaca y exasperaba a la servidumbre con las órdenes encontradas de que me traigan una limonada con hielo picado que abandonaba intacta al alcance de la mano, que quitaran esa silla de ahí y la pusieran allá y la volvieran a poner otra vez en su puesto para satisfacer de esa forma minúscula los rescoldos tibios de su inmenso vicio de mandar, distrayendo los ocios cotidianos de su poder con el rastreo paciente de los instantes efímeros de su infancia remota mientras cabeceaba de sueño bajo la ceiba del patio, despertaba de golpe cuando lograba atrapar un recuerdo como una pieza del rompecabezas sin límites de la patria antes de él, la patria grande, quimérica, sin orillas, un reino de manglares con balsas lentas y precipicios anteriores a él cuando los hombres eran tan bravos que cazaban caimanes con las manos atravesándoles una estaca en la boca, así, nos explicaba con el índice en el paladar, nos contaba que un viernes santo había sentido el estropicio del viento y el olor de caspa del viento y vio los nubarrones de langostas que enturbiaron el cielo del mediodía e iban tijereteando cuanto encontraban a su paso y dejaron el mundo trasquilado y la luz en piltrafas como en las vísperas de la creación, pues él había vivido aquel desastre, había visto una hilera de gallos sin cabeza colgados por las patas desangrándose gota a gota en el alero de una casa de vereda grande y destartalada donde acababa de morir una mujer, había ido de la mano de su madre, descalzo, detrás del cadáver harapiento que llevaron a enterrar sin cajón sobre una parihuela de carga azotada por la ventisca de la langosta, pues así era la patria de entonces, no teníamos ni cajones de muerto, nada, él había visto un hombre que trató de ahorcarse con una cuerda ya usada por otro ahorcado en el árbol de una plaza de pueblo y la cuerda podrida se reventó antes de tiempo y el pobre hombre se quedó agonizando en la plaza para horror de las señoras que salieron de misa, pero no murió, lo reanimaron a palos sin molestarse en averiguar quién era pues en aquella época nadie sabia quién era quién si no lo conocían en la iglesia, lo metieron por los tobillos entre los dos tablones de cepo chino y lo dejaron expuesto a sol y sereno junto con otros compañeros de penas pues así eran aquellos tiempos de godos en que Dios mandaba más que el gobierno, los malos tiempos de la patria antes de que él diera la orden de cortar los árboles de las plazas de los pueblos para impedir el terrible espectáculo de los ahorcados dominicales, había prohibido el cepo público, los entierros sin cajón, todo cuanto pudiera despertar en la memoria las leyes de ignominia anteriores a su poder, había construido el tren de los páramos para acabar con la infamia de las mulas aterrorizadas en las cornisas de los precipicios llevando a cuestas los pianos de cola para los bailes de máscaras de las haciendas de café, pues él había visto también el desastre de los treinta pianos de cola destrozados en un abismo y de los cuales se había hablado y escrito tanto hasta en el exterior aunque sólo él podía dar un testimonio verídico, se había asomado a la ventana por casualidad en el instante preciso en que resbaló la última mula y arrastró a las demás al abismo, de modo que nadie más que él había oído el aullido de terror de la recua desbarrancada y el acorde sin término de los pianos que cayeron con ella sonando solos en el vacío, precipitándose hacia el fondo de una patria que entonces era como todo antes de él, vasta e incierta, hasta el extremo de que era imposible saber si era de noche o de día en aquella especie de crepúsculo eterno de la neblina de vapor cálido de las cañadas profundas donde se despedazaron los pianos importados de Austria, él había visto eso y muchas otras cosas de aquel mundo remoto aun que ni él mismo hubiera podido precisar sin lugar a dudas si de veras eran recuerdos propios o si los había oído contar en las malas noches de calenturas de las guerras o si acaso no los había visto en los grabados de los libros de viajes ante cuyas láminas permaneció en éxtasis durante las muchas horas vacías de las calmas chichas del poder, pero nada de eso importaba, qué carajo, ya verán que con el tiempo será verdad, decía, consciente de que su infancia real no era ese légamo de evocaciones inciertas que sólo recordaba cuando empezaba el humo de las bostas y lo olvidaba para siempre sino que en realidad la había vivido en el remanso de mi única y legítima esposa Leticia Nazareno que lo sentaba todas las tardes de dos a cuatro en un taburete escolar bajo la pérgola de trinitarias para enseñarle a leer y escribir, ella había puesto su tenacidad de novicia en esa empresa heroica y él correspondió con su terrible paciencia de viejo, con la terrible voluntad de su poder sin límites, con todo mi corazón, de modo que cantaba con toda el alma el tilo en la tuna el lilo en la tina el bonete nítido, cantaba sin oírse ni que nadie lo oyera entre la bulla de los pájaros alborotados de la madre muerta que el indio envasa la untura en la lata, papá coloca el tabaco en la pipa, Cecilia vende cera cerveza cebada cebolla cerezas cecina y tocino, Cecilia vende todo, reía, repitiendo en el fragor de las chicharras la lección de leer que Leticia Nazareno cantaba al compás de su metrónomo de novicia, hasta que el ámbito del mundo quedó saturado de las criaturas de tu voz y no hubo en su vasto reino de pesadumbre otra verdad que las verdades ejemplares de la cartilla, no hubo nada más que la luna en la nube, la bola y el banano, el buey de don Eloy, la bonita bata de Otilia, las lecciones de leer que él repetía a toda hora y en todas partes como sus retratos aun en presencia del ministro del tesoro de Holanda que perdió el rumbo de una visita oficial cuando el anciano sombrío levantó la mano con el guante de raso en las tinieblas de su poder insondable e interrumpió la audiencia para invitarlo a cantar conmigo mi mamá me ama, Ismael estuvo seis días en la isla, la dama come tomate, imitando con el índice el compás del metrónomo y repitiendo de memoria la lección del martes con una dicción perfecta pero con tan mal sentido de la oportunidad que la entrevista terminó como él lo había querido con el aplazamiento de los pagarés holandeses para una ocasión más propicia, para cuando hubiera tiempo, decidió, ante el asombro de los leprosos, los ciegos, los paralíticos que se alzaron al amanecer entre las breñas nevadas de los rosales y vieron al anciano de tinieblas que impartió una bendición silenciosa y cantó tres veces con acordes de misa mayor yo soy el rey y amo la ley, cantó, el adivino se dedica a la bebida, cantó, el faro es una torre muy alta con un foco luminoso que dirige en la noche al que navega, cantó, consciente de que en las sombras de su felicidad senil no había más tiempo que el de Leticia Nazareno de mi vida en el caldo de camarones de los retozos sofocantes de la siesta, no había más ansias que las de estar desnudo contigo en la estera empapada en sudor bajo el murciélago cautivo del ventilador eléctrico, no había más luz que la de tus nalgas, Leticia, nada más que tus tetas totémicas, tus pies planos, tu ramita de ruda para un remedio, los eneros opresivos de la remota isla de Antigua donde viniste al mundo en una madrugada de soledad surcada por un viento ardiente de ciénagas podridas, se habían encerrado en el aposento de invitados de honor con la orden personal de que nadie se acerque a cinco metros de esa puerta que voy a estar muy ocupado aprendiendo a leer y a escribir, así que nadie lo interrumpió ni siquiera con la novedad mi general de que el vómito negro estaba haciendo estragos en la población rural mientras el compás de mi corazón se adelantaba al metrónomo por la fuerza invisible de tu olor de animal de monte, cantando que el enano baila en un solo pie, la mula va al molino, Otilia lava la tina, baca se escribe con be de burro, cantaba, mientras Leticia Nazareno le apartaba el testículo herniado para limpiarle los restos de la caca del último amor, lo sumergía en las aguas lústrales de la bañera de peltre con patas de león y lo jabonaba con jabón de reuter y lo despercudía con estropajos y lo enjuagaba con agua de frondas hervidas cantando a dos voces con jota se escribe jengibre jofaina y jinete, le embadurnaba las bisagras de las piernas con manteca de cacao para aliviarle las escaldaduras del braguero, le empolvaba con ácido bórico la estrella mustia del culo y le daba nalgadas de madre tierna por tu mal comportamiento con el ministro de Holanda, plas, plas, le pidió como penitencia que permitiera el regreso al país de las comunidades de pobres para que volvieran a hacerse cargo de orfanatos y hospitales y otras casas de caridad, pero él la envolvió en el aura lúgubre de su rencor implacable, ni de vainas, suspiró, no había un poder de este mundo ni del otro que lo hiciera contrariar una determinación tomada por él mismo de viva voz, ella le pidió en las asmas del amor de las dos de la tarde que me concedas una cosa, mi vida, sólo una, que regresaran las comunidades de los territorios de misiones que trabajaban al margen de las veleidades del poder, pero él le contestó en las ansias de sus resuellos de marido urgente que ni de vainas mi amor, primero muerto que humillado por esa cáfila de pollerones que ensillan indios en vez de muías y reparten collares de vidrios de colores a cambio de narigueras y arracadas de oro, ni de vainas, protestó, insensible a las súplicas de Leticia Nazareno de mi desventura que se había cruzado de piernas para pedirle la restitución de los colegios confesionales incautados por el gobierno, la desamortización de los bienes de manos muertas, los trapiches de caña, los templos convertidos en cuarteles, pero él se volteó de cara a la pared dispuesto a renunciar al tormento insaciable de tus amores lentos y abismales antes que dar mi brazo a torcer en favor de esos bandoleros de Dios que durante siglos se han alimentado de los hígados de la patria, ni de vainas, decidió, y sin embargo volvieron mi general, regresaron al país por las rendijas más estrechas las comunidades de pobres de acuerdo con su orden confidencial de que desembarcaran sin ruido en ensenadas secretas, les pagaron indemnizaciones desmesuradas, se restituyeron con creces los bienes expropiados y fueron abolidas las leyes recientes del matrimonio civil, el divorcio vincular, la educación laica, todo cuanto él había dispuesto de viva voz en las rabias de la fiesta de burlas del proceso de santificación de su madre Bendición Alvarado a quien Dios tenga en su santo reino, qué carajo, pero Leticia Nazareno no se conformó con tanto sino que pidió más, le pidió que pongas la oreja en mi bajo vientre para que oigas cantar a la criatura que está creciendo dentro, pues ella había despertado en mitad de la noche sobresaltada por aquella voz profunda que describía el paraíso acuático de tus entrañas surcadas de atardeceres malva y vientos de alquitrán, aquella voz interior que le hablaba de los pólipos de tus riñones, el acero tierno de tus tripas, el ámbar tibio de tu orina dormida en sus manantiales, y él puso en su vientre el oído que le zumbaba menos y oyó el borboriteo secreto de la criatura viva de su pecado mortal, un hijo de nuestros vientres obscenos que ha de llamarse Emanuel, que es el nombre con que los otros dioses conocen a Dios, y ha de tener en la frente el lucero blanco de su origen egregio y ha de heredar el espíritu de sacrificio de la madre y la grandeza del padre y su mismo destino de conductor invisible, pero había de ser la vergüenza del cielo y el estigma de la patria por su naturaleza ilícita mientras él no se decidiera a consagrar en los altares lo que había envilecido en la cama durante tantos y tantos años de contubernio sacrílego, y entonces se abrió paso por entre las espumas del antiguo mosquitero de bodas con aquel resuello de caldera de barco que le salía del fondo de las terribles rabias reprimidas gritando ni de vainas, primero muerto que casado, arrastrando sus grandes patas de novio escondido por los salones de una casa ajena cuyo esplendor de otra época había sido restaurado después del largo tiempo de tinieblas del luto oficial, los podridos crespones de semana mayor habían sido arrancados de las cornisas, había luz de mar en los aposentos, flores en los balcones, músicas marciales, y todo eso en cumplimiento de una orden que él no había dado pero que fue una orden suya sin la menor duda mi general pues tenía la decisión tranquila de su voz y el estilo inapelable de su autoridad, y él aprobó, de acuerdo, y habían vuelto a abrirse los templos clausurados, y los claustros y cementerios habían sido devueltos a sus antiguas congregaciones por otra orden suya que tampoco había dado pero aprobó, de acuerdo, se habían restablecido las antiguas fiestas de guardar y los usos de la cuaresma y entraban por los balcones abiertos los himnos de júbilo de las muchedumbres que antes cantaban para exaltar su gloria y ahora cantaban arrodilladas bajo el sol ardiente para celebrar la buena nueva de que habían traído a Dios en un buque mi general, de veras, lo habían traído por orden tuya, Leticia, por una ley de alcoba como tantas otras que ella expedía en secreto sin consultarlo con nadie y que él aprobaba en público para que no pareciera ante los ojos de nadie que había perdido los oráculos de su autoridad pues tú eras la potencia oculta de aquellas procesiones sin término que él contemplaba asombrado desde las ventanas de su dormitorio hasta más allá de donde no llegaron las hordas fanáticas de su madre Bendición Alvarado cuya memoria había sido exterminada del tiempo de los hombres, habían esparcido en el viento las piltrafas del traje de novia y el almidón de sus huesos y habían vuelto a poner la lápida al revés en la cripta con las letras hacia dentro para que no perdurara ni la noticia de su nombre de pajarera en reposo pintora de oropéndolas hasta el fin de los tiempos, y todo eso por orden tuya, porque eras tú quien lo había ordenado para que ninguna otra memoria de mujer hiciera sombra a tu memoria, Leticia Nazareno de mi desgracia, hija de puta. Ella lo había cambiado a una edad en que nadie cambia como no sea para morir, había conseguido aniquilar con recursos de cama su resistencia pueril que ni vainas, primero muerto que casado, lo había obligado a ponerse tu braguero nuevo que siéntelo cómo suena como un cencerro de oveja descarriada en la oscuridad, lo obligó a ponerse tus botas de charol de cuando bailó el primer vals con la reina, la espuela de oro del talón izquierdo que le había regalado el almirante de la mar océana para que la llevara hasta la muerte en señal de la más alta autoridad, tu guerrera de entorchados y borlones de pasamanería y charreteras de estatua que él no había vuelto a ponerse desde los tiempos en que aún se podían vislumbrar los ojos tristes, el mentón pensativo, la mano taciturna con el guante de raso detrás de los visillos de la carroza presidencial, lo obligó a ponerse tu sable de guerra, tu perfume de hombre, tus medallas con el cordón de la orden de los caballeros del Santo Sepulcro que te mandó el Sumo Pontífice por haber devuelto a la iglesia los bienes expropiados, me vestiste como un altar de feria y me llevaste de madrugada por mis propios pies a la sombría sala de audiencias olorosa a velas de muerto por los gajos de azahares en las ventanas y los símbolos de la patria colgados en las paredes, sin testigos, uncido al yugo de la novicia escayolada con el refajo de lienzo debajo de las auras de muselina para sofocar la vergüenza de siete meses de desenfrenos ocultos, sudaban en el sopor del mar invisible que husmeaba sin sosiego alrededor del tétrico salón de fiestas cuyos accesos habían sido prohibidos por orden suya, las ventanas habían sido amuralladas, habían exterminado todo rastro de vida en la casa para que el mundo no conociera ni el rumor más ínfimo de la enorme boda escondida, apenas si podías respirar de calor por el apremio del varón prematuro que nadaba entre los líquenes de tinieblas de los médanos de tus entrañas, pues él había resuelto que fuera varón, y lo era, cantaba en el subsuelo de tu ser con la misma voz de manantial invisible con que el arzobispo primado vestido de pontifical cantaba gloria a Dios en las alturas para que no lo oyeran ni los centinelas adormilados, con el mismo terror de buzo perdido con que el arzobispo primado encomendó su alma al Señor para preguntarle al anciano inescrutable lo que nadie hasta entonces ni después hasta la consumación de los siglos se hubiera atrevido a preguntarle si aceptas por esposa a Leticia Mercedes María Nazareno, y él apenas parpadeó, de acuerdo, apenas si le sonaron en el pecho las medallas de guerra por la presión oculta del corazón, pero había tanta autoridad en su voz que la terrible criatura de tus entrañas se revolvió por completo en su equinoccio de aguas densas y corrigió su oriente y encontró el rumbo de la luz, y entonces Leticia Nazareno se torció sobre sí misma sollozando padre mío y señor compadécete de ésta tu humilde sierva que mucho se ha complacido en la desobediencia de tus santas leyes y acepta con resignación este castigo terrible, pero mordiendo al mismo tiempo el mitón de encajes para que el ruido de los huesos desarticulados de su cintura no fuera a delatar la deshonra oprimida por el refajo de lienzo, se puso en cuclillas, se descuartizó en el charco humeante de sus propias aguas y se sacó de entre los enredos de muselina el engendro sietemesino que tenía el mismo tamaño y el mismo aire de desamparo de animal sin hervir de un ternero de vientre, lo levantó con las dos manos tratando de reconocerlo a la luz turbia de las velas del altar improvisado, y vio que era un varón, tal como lo había dispuesto mi general, un varón frágil y tímido que había de llevar sin honor el nombre de Emanuel, como estaba previsto, y lo nombraron general de división con jurisdicción y mando efectivos desde el momento en que él lo puso sobre la piedra de los sacrificios y le cortó el ombligo con el sable y lo reconoció como mi único y legítimo hijo, padre, bautícemelo [iv]. Aquella decisión sin precedentes había de ser el preludio de una nueva época, el primer anuncio de los malos tiempos en que el ejército acordonaba las calles antes del alba y hacía cerrar las ventanas de los balcones y desocupaba el mercado a culatazos de rifle para que nadie viera el paso fugitivo del automóvil flamante con láminas de acero blindado y manijas de oro de la escudería presidencial, y quienes se atrevían a atisbar desde las azoteas prohibidas no veían como en otro tiempo al militar milenario con el mentón apoyado en la mano pensativa del guante de raso a través de los visillos bordados con los colores de la bandera sino a la antigua novicia rechoncha con el sombrero de paja con flores de fieltro y la ristra de zorros azules que se colgaba del cuello a pesar del calor, la veíamos descender frente al mercado público los miércoles al amanecer escoltada por una patrulla de soldados de guerra llevando de la mano al minúsculo general de división de no más de tres años de quien era imposible creer por su gracia y su languidez que no fuera una niña disfrazada de militar con el uniforme de gala con entorchados de oro que parecía crecerle en el cuerpo, pues Leticia Nazareno se lo había puesto desde antes de la primera dentición cuando lo llevaba en la cuna de ruedas a presidir los actos oficiales en representación de su padre, lo llevaba en brazos cuando pasaba revista a sus ejércitos, lo levantaba por encima de su cabeza para que recibiera la ovación de las muchedumbres en el estadio de pelota, lo amamantaba en el automóvil descubierto durante los desfiles de las fiestas patrias sin pensar en las burlas íntimas que suscitaba el espectáculo público de un general de cinco soles prendido con un éxtasis de ternero huérfano en el pezón de su madre, asistió a las recepciones diplomáticas desde que estuvo en condiciones de valerse de si mismo, y entonces llevaba además del uniforme las medallas de guerra que escogía a su gusto en el estuche de condecoraciones que su padre le prestaba para jugar, y era un niño serio, raro, sabía tenerse en público desde los seis años sosteniendo en la mano la copa de jugo de frutas en vez de champaña mientras hablaba de asuntos de persona mayor con una propiedad y una gracia naturales que no había heredado de nadie, aunque más de una vez ocurrió que un nubarrón oscuro atravesó la sala de fiestas, se detuvo el tiempo, el delfín pálido investido de los más altos poderes había sucumbido en el sopor, silencio, susurraban, el general chiquito está dormido, lo sacaron en brazos de sus edecanes a través de los diálogos truncos y los gestos petrificados de la audiencia de sicarios de lujo y señoras púdicas que apenas se atrevían a murmurar reprimiendo la risa del bochorno detrás de los abanicos de plumas, qué horror, si el general lo supiera, porque él dejaba prosperar la creencia que él mismo había inventado de que era ajeno a todo cuanto ocurría en el mundo que no estuviera a la altura de su grandeza así fueran los desplantes públicos del único hijo que había aceptado como suyo entre los incontables que había engendrado, o las atribuciones desmedidas de mi única y legítima esposa Leticia Nazareno que llegaba al mercado los miércoles al amanecer llevando de la mano a su general de juguete en medio de la escolta bulliciosa de sirvientas de cuartel y ordenanzas de asalto transfigurados por ese raro resplandor visible de la conciencia que precede a la salida inminente del sol en el Caribe, se hundían hasta la cintura en el agua pestilente de la bahía para entrar a saco en los veleros de parches remendados que fondeaban en el antiguo puerto negrero estibados con flores de la Martinica y rizones de jengibre de Paramaribo, arrasaban a su paso con la pesca viva en una rebatina de guerra, se la disputaban a los cerdos con culatazos de rifle en torno de la antigua báscula de esclavos todavía en servicio donde otro miércoles de otra época de la patria antes de él habían rematado en subasta pública a una senegalesa cautiva que costó más que su propio peso en oro por su hermosura de pesadilla, acabaron con todo mi general, fue peor que la langosta, peor que el ciclón, pero él permanecía impasible ante el escándalo creciente de que Leticia Nazareno irrumpía como no se hubiera atrevido él mismo en la galería abigarrada del mercado de pájaros y legumbres perseguida por el alboroto de los perros callejeros que les ladraban asustados a los ojos de vidrios atónitos de los zorros azules, se movía con un dominio procaz de su autoridad entre las esbeltas columnas de hierro bordado bajo las ramazones de hierro con grandes hojas de vidrios amarillos, con manzanas de vidrios rosados, con cornucopias de riquezas fabulosas de la flora de vidrios azules de la gigantesca bóveda de luces donde escogía las frutas más apetitosas y las legumbres más tiernas que sin embargo se marchitaban en el instante en que ella las tocaba, inconsciente de la mala virtud de sus manos que hacían crecer el musgo en el pan todavía tibio y había renegrido el oro de su anillo matrimonial, así que se soltaba en improperios contra las vivanderas por haber escondido el mejor bastimento y sólo habían dejado para la casa del poder esta miseria de mangos de puerco, rateras, esta ahuyama que suena por dentro como un calabazo de músico, malparidas, esta mierda de costillar con la sangraza agusanada que se conoce a leguas que no es de buey sino de burro muerto de peste, hijas de mala madre, se desgañitaba, mientras las sirvientas con sus canastos y los ordenanzas con sus artesas de abrevadero arrasaban con cuanta cosa de comer encontraban a la vista, sus gritos de corsaria eran más estridentes que el fragor de los perros enloquecidos por el relente de escondrijos nevados de las colas de los zorros azules que ella se hacía llevar vivos de la isla del príncipe Eduardo, más hirientes que la réplica sangrienta de las guacamayas deslenguadas cuyas dueñas les enseñaban en secreto lo que ellas mismas no se podían dar el gusto de gritar Leticia ladrona, monja puta, lo chillaban encaramadas en las ramazones de hierro del follaje de vidrios de colores polvorientos del dombo del mercado donde se sabían a salvo del soplo de devastación de aquel zambapalo de bucaneros que se repitió todos los miércoles al amanecer durante la infancia bulliciosa del minúsculo general de embuste cuya voz se volvía más afectuosa y sus ademanes más dulces cuanto más hombre trataba de parecer con el sable de rey de la baraja que todavía le arrastraba al caminar, se mantenía imperturbable en medio de la rapiña, se mantenía sereno, altivo, con el decoro inflexible que su madre le había inculcado para que mereciera la flor de la estirpe que ella misma despilfarraba en el mercado con sus ímpetus de perra furiosa y sus improperios de turca bajo la mirada incólume de las ancianas negras de turbantes de trapos de colores radiantes que soportaban los insultos y contemplaban el saqueo abanicándose sin parpadear con una quietud abismal de ídolos sentados, sin respirar, rumiando bolas de tabaco, bolas de coca, medicinas de parsimonia que les permitían sobrevivir a tanta ignominia mientras pasaba el asalto feroz de la marabunta y Leticia Nazareno se abría paso con su militar de pacotilla a través de los espinazos erizados de los perros frenéticos y gritaba desde la puerta que le pasen la cuenta al gobierno, como siempre, y ellas apenas suspiraban, Dios mío, si el general lo supiera, si hubiera alguien capaz de contárselo, engañadas con la ilusión de que él siguió ignorando hasta la hora de su muerte lo que todo el mundo sabia para mayor escándalo de su memoria que mi única y legítima esposa Leticia Nazareno había desguarnecido los bazares de los hindúes de sus terribles cisnes de vidrio y espejos con marcos de caracoles y ceniceros de coral, desvalijaba de tafetanes mortuorios las tiendas de los sirios y se llevaba a puñados los sartales de pescaditos de oro y las higas de protección de los plateros ambulantes de la calle del comercio que le gritaban en su cara que eres más zorra que las leticias azules que llevaba colgadas del cuello, cargaba con todo cuanto encontraba a su paso para satisfacer lo único que le quedaba de su antigua condición de novicia que era su mal gusto pueril y el vicio de pedir sin necesidad, sólo que entonces no tenia que mendigar por el amor de Dios en los zaguanes perfumados de jazmines del barrio de los virreyes sino que cargaba en furgones militares cuanto le complacía a su voluntad sin más sacrificios de su parte que la orden perentoria de que le pasen la cuenta al gobierno. Era tanto como decir que le cobraran a Dios, porque nadie sabía desde entonces si él existía a ciencia cierta, se había vuelto invisible, veíamos los muros fortificados en la colina de la Plaza de Armas, la casa del poder con el balcón de los discursos legendarios y las ventanas de visillos de encajes y macetas de flores en las cornisas que de noche parecía un buque de vapor navegando en el cielo, no sólo desde cualquier sitio de la ciudad sino también desde siete leguas en el mar después de que la pintaron de blanco y la iluminaron con globos de vidrio para celebrar la visita del conocido poeta Rubén Darío, aunque ninguno de esos signos demostraba a ciencia cierta que él estuviera ahí, al contrario, pensábamos con buenas razones que aquellos alardes de vida eran artificios militares para tratar de desmentir la versión generalizada de que él había sucumbido a una crisis de misticismo senil, que había renunciado a los fastos y vanidades del poder y se había impuesto a sí mismo la penitencia de vivir el resto de sus años en un tremendo estado de postración con cilicios de privaciones en el alma y toda clase de hierros de mortificación en el cuerpo, sin nada más que pan de centeno para comer y agua de pozo para beber, ni nada más para dormir que las losas del suelo pelado de una celda de clausura del convento de las vizcaínas hasta expiar el horror de haber poseído contra su voluntad y haber fecundado de varón a una mujer prohibida que sólo porque Dios es grande no había recibido todavía las órdenes mayores, y sin embargo nada había cambiado en su vasto reino de pesadumbre porque Leticia Nazareno tenía las claves de su poder y le bastaba con decir que él mandaba a decir que le pasen la cuenta al gobierno, una fórmula antigua que al principio parecía muy fácil de sortear pero que se fue haciendo cada vez más temible, hasta que un grupo de acreedores decididos se atrevió a presentarse al cabo de muchos años con una maleta de facturas pendientes en el retén de la casa presidencial y nos encontramos con el asombro de que nadie nos dijo que sí ni que no sino que nos mandaron con un soldado de servicio a una discreta sala de espera donde nos recibió un oficial de marina muy amable, muy joven, de voz reposada y ademanes sonrientes que nos brindó una taza del café tenue y fragante de las cosechas presidenciales, nos mostró las oficinas blancas y bien iluminadas con redes metálicas en las ventanas y ventiladores de aspas en el cielo raso, y todo era tan diáfano y humano que uno se preguntaba perplejo dónde estaba el poder de aquel aire oloroso a medicina perfumada, dónde estaba la mezquindad y la inclemencia del poder en la conciencia de aquellos escribientes de camisas de seda que gobernaban sin prisa y en silencio, nos mostró el patiecito interior cuyos rosales habían sido podados por Leticia Nazareno para purificar el sereno de la madrugada del mal recuerdo de los leprosos y los ciegos y los paralíticos que fueron mandados a morir de olvido en asilos de caridad, nos mostró el antiguo galpón de las concubinas, las máquinas de coser herrumbrosas, los catres de cuartel donde las esclavas del serrallo habían dormido hasta en grupos de tres en celdas de oprobio que iban a ser demolidas para construir en su lugar la capilla privada, nos mostró desde una ventana interior la galería más intima de la casa civil, el cobertizo de trinitarias doradas por el sol de las cuatro en el cancel de alfajores de listones verdes donde él acababa de almorzar con Leticia Nazareno y el niño que eran las únicas personas con franquicia para sentarse a su mesa, nos mostró la ceiba legendaria a cuya sombra colgaban la hamaca de lino con los colores de la bandera donde él hacía la siesta en las tardes de más calor, nos mostró los establos de ordeño, las queseras, los panales, y al regresar por el sendero que él recorría al amanecer para asistir al ordeño pareció fulminado por la centella de la revelación y nos señaló con el dedo la huella de una bota en el barro, miren, dijo, es la huella de él, nos quedamos petrificados contemplando aquella impronta de una suela grande y basta que tenia el esplendor y el dominio en reposo y el tufo de sarna vieja del rastro de un tigre acostumbrado a la soledad, y en esa huella vimos el poder, sentimos el contacto de su misterio con mucha más fuerza reveladora que cuando uno de nosotros fue escogido para verlo a él de cuerpo presente porque los grandes del ejército empezaban a rebelarse contra la advenediza que había logrado acumular más poder que el mando supremo, más que el gobierno, más que él, pues Leticia Nazareno había llegado tan lejos con sus ínfulas de reina que el propio estado mayor presidencial asumió el riesgo de franquearle el paso a uno de ustedes, sólo a uno, para tratar de que él tuviera al menos una idea ínfima de cómo andaba la patria a espaldas suyas mi general, y así fue cómo lo vi, estaba solo en la calurosa oficina de paredes blancas con grabados de caballos ingleses, estaba echado hacia atrás en la poltrona de resortes, debajo del ventilador de aspas, con el uniforme de dril blanco y arrugado con botones de cobre y sin insignias de ninguna clase, tenía la mano derecha con el guante de raso sobre el escritorio de madera donde no había nada más que tres pares iguales de espejuelos muy pequeños con monturas de oro, tenía a sus espaldas una vidriera de libros polvorientos que más bien parecían libros mayores de contabilidad empastados en cuero humano, tenía a la derecha una ventana grande y abierta, también con mallas metálicas, a través de la cual se veía la ciudad entera y todo el cielo sin nubes ni pájaros hasta el otro lado del mar, y yo sentí un grande alivio porque él se mostraba menos consciente de su poder que cualquiera de sus partidarios y era más doméstico que en sus fotografías y también más digno de compasión pues todo en él era viejo y arduo y parecía minado por una enfermedad insaciable, tanto que no tuvo aliento para decirme que me sentara sino que me lo indicó con un gesto triste del guante de raso, escuchó mis razones sin mirarme, respirando con un silbido tenue y difícil, un silbido recóndito que dejaba en la habitación un relente de creosota, concentrado a fondo en el examen de las cuentas que yo representaba con ejemplos de escuela porque él no lograba concebir nociones abstractas, de modo que empecé por demostrarle que Leticia Nazareno nos estaba debiendo una cantidad de tafetán igual a dos veces la distancia marítima de Santa María del Altar, es decir, 190 leguas, y él dijo ajá como para sí mismo, y terminé por demostrarle que el total de la deuda con el descuento especial para su excelencia era igual a seis veces el premio mayor de la lotería en diez años, y él volvió a decir ajá y sólo entonces me miró de frente sin los espejuelos y pude ver que sus ojos eran tímidos e indulgentes, y sólo entonces me dijo con una rara voz de armonio que nuestras razones eran claras y justas, a cada quién lo suyo, dijo, que le pasen la cuenta al gobierno. Así era, en realidad, por la época en que Leticia Nazareno lo había vuelto a hacer desde el principio sin los escollos montaraces de su madre Bendición Alvarado, le quitó la costumbre de comer caminando con el plato en una mano y la cuchara en la otra y comían los tres en una mesita de playa bajo el cobertizo de trinitarias, él frente al niño y Leticia Nazareno entre los dos enseñándoles las normas de urbanidad y de ¡a buena salud en el comer, les enseñó a mantenerse con la espina dorsal apoyada en el espaldar de la silla, el tenedor en la mano izquierda, el cuchillo en la derecha, masticando cada bocado quince veces de un lado y quince veces del otro con la boca cerrada y la cabeza recta sin hacer caso de sus protestas de que tantos requisitos parecían cosas de cuartel, le enseñó a leer después del almuerzo el periódico oficial en el que figuraba él mismo como patrono y director honorario, se lo ponía en las manos cuando lo veía acostado en la hamaca a la sombra de la ceiba gigantesca del patio familiar diciéndole que no era concebible que todo un jefe de estado no estuviera al corriente de lo que pasaba en el mundo, le ponía los espejuelos de oro y lo dejaba chapaleando en la lectura de sus propias noticias mientras ella adiestraba al niño en el deporte de novicias de lanzarse y devolverse una pelota de caucho, mientras él se encontraba a sí mismo en fotografías tan antiguas que muchas de ellas no eran suyas sino de un antiguo doble que había muerto por él y cuyo nombre no recordaba, se encontraba presidiendo los consejos de ministros del martes a los cuales no asistía desde los tiempos del cometa, se enteraba de frases históricas que le atribuían sus ministros de letras, leía cabeceando en el bochorno de los nubarrones errantes de las tardes de agosto, se sumergía poco a poco en la mazmorra de sudor de la siesta murmurando qué mierda de periódico, carajo, no entiendo cómo se lo aguanta la gente, murmuraba, pero algo debía quedarle de aquellas lecturas sin gracia porque despertaba del sueño corto y tenue con alguna idea nueva inspirada en las noticias, mandaba órdenes a sus ministros con Leticia Nazareno, le contestaban con ella tratando de vislumbrar su pensamiento por el pensamiento de ella, porque tú eras lo que yo había querido que fueras la intérprete de mis más altos designios, tú eras mi voz, eras mi razón y mi fuerza, era su oído más fiel y más atento en el rumor de lavas perpetuas del mundo inaccesible que lo asediaba, aunque en realidad los últimos oráculos que regían su destino eran los letreros anónimos escritos en las paredes de los excusados del personal de servicio, en los cuales descifraba las verdades recónditas que nadie se hubiera atrevido a revelarle, ni siquiera tú, Leticia, los leía al amanecer de regreso del ordeño antes de que los borraran los ordenanzas de la limpieza y había ordenado encalar a diario los muros de los retretes para que nadie resistiera a la tentación de desahogarse de sus rencores ocultos, allí conoció las amarguras del mando supremo, las intenciones reprimidas de quienes medraban a su sombra y lo repudiaban a sus espaldas, se sentía dueño de todo su poder cuando conseguía penetrar un enigma del corazón humano en el espejo revelador del papel de la canalla, volvió a cantar al cabo de tantos años contemplando a través de las brumas del mosquitero el sueño matinal de ballena varada de su única y legítima esposa Leticia Nazareno, levántate, cantaba, son las seis de mi corazón, el mar está en su puesto, la vida sigue, Leticia, la vida imprevisible de la única de sus tantas mujeres que lo había conseguido todo de él menos el privilegio fácil de que amaneciera con ella en la cama, pues él se iba después del último amor, colgaba la lámpara de salir corriendo en el dintel de su dormitorio de soltero viejo, pasaba las tres aldabas, los tres cerrojos, los tres pestillos, se tiraba bocabajo en el suelo, solo y vestido, como lo había hecho todas las noches antes de ti, como lo hizo sin ti hasta la última noche de sus sueños de ahogado solitario, regresaba después del ordeño a tu cuarto oloroso a bestia de oscuridad para seguirte dando cuanto quisieras, mucho más que la herencia sin medidas de su madre Bendición Alvarado, mucho más de lo que ningún ser humano había soñado sobre la tierra, no sólo para ella sino también para sus parientes inagotables que llegaban desde los cayos incógnitos de las Antillas sin otra fortuna que el pellejo que llevaban puesto ni más títulos que los de su identidad de Nazarenos, una familia áspera de varones intrépidos y mujeres abrasadas por la fiebre de la codicia que se habían tomado por asalto los estancos de la sal, el tabaco, el agua potable, los antiguos privilegios con que él había favorecido a los comandantes de las distintas armas para mantenerlos apartados de otra clase de ambiciones y que Leticia Nazareno les había ido arrebatando poco a poco por órdenes suyas que él no daba pero aprobó, de acuerdo, había abolido el sistema bárbaro de ejecución por descuartizamiento con caballos y había tratado de poner en su lugar la silla eléctrica que le había regalado el comandante del desembarco para que también nosotros disfrutáramos del método más civilizado de matar, había visitado el laboratorio de horror de la fortaleza del puerto donde escogían a los presos políticos más exhaustos para entrenarse en el manejo del trono de la muerte cuyas descargas absorbían el total de la potencia eléctrica de la ciudad, conocíamos la hora exacta del experimento mortal porque nos quedábamos un instante en las tinieblas con el aliento tronchado de horror, guardábamos un minuto de silencio en los burdeles del puerto y nos tomábamos una copa por el alma del sentenciado, no una vez sino muchas veces, pues la mayoría de las víctimas se quedaban colgadas de las correas de la silla con el cuerpo amorcillado y echando humos de carne asada pero todavía resollando de dolor hasta que alguien tuviera la piedad de acabar de matarlos a tiros después de varias tentativas frustradas, todo por complacerte, Leticia, por ti había desocupado los calabozos y autorizó de nuevo la repatriación de sus enemigos y promulgó un bando de pascua para que nadie fuera castigado por divergencias de opinión ni perseguido por asuntos de su fuero interno, convencido de corazón en la plenitud de su otoño de que aun sus adversarios más encarnizados tenían derecho a compartir la placidez de que él gozaba en las noches absortas de enero con la única mujer que mereció la gloria de verlo sin camisa y con los calzoncillos largos y la enorme potra dorada por la luna en la terraza de la casa civil, contemplaban juntos los sauces misteriosos que por aquellas Navidades les mandaron los reyes de Babilonia para que los sembraran en el jardín de la lluvia, disfrutaban del sol astillado a través de las aguas perpetuas, gozaban de la estrella polar enredada en sus frondas, escudriñaban el universo en los números de la radiola interferida por las rechiflas de burla de los planetas fugitivos, escuchaban juntos el episodio diario de las novelas habladas de Santiago de Cuba que les dejaba en el alma el sentimiento de zozobra de si todavía mañana estaremos vivos para saber cómo se arregla esta desgracia, él jugaba con el niño antes de acostarlo para enseñarle todo lo que era posible saber sobre el uso y mantenimiento de las armas de guerra que era la ciencia humana que él conocía mejor que nadie, pero el único consejo que le dio fue que nunca impartiera una orden si no estás seguro de que la van a cumplir [v], se lo hizo repetir tantas veces cuantas creyó necesarias para que el niño no olvidara nunca que el único error que no puede cometer ni una sola vez en toda su vida un hombre investido de autoridad y mando es impartir una orden que no esté seguro de que será cumplida, un consejo que era más bien de abuelo escaldado que de padre sabio y que el niño no habría olvidado jamás aunque hubiera vivido tanto como él porque se lo enseñó mientras lo preparaba para disparar por primera vez a los seis años de edad un cañón de retroceso a cuyos estampidos de catástrofe atribuimos la pavorosa tormenta seca de relámpagos y truenos volcánicos y el tremendo viento polar de Comodoro Rivadavia que volteó al revés las entrañas del mar y se llevó volando un circo de animales acampado en la plaza del antiguo puerto negrero, sacábamos elefantes en las atarrayas, payasos ahogados, jirafas subidas en los trapecios por la furia del temporal que de milagro no echó a pique el barco bananero en que llegó pocas horas después el joven poeta Félix Rubén García Sarmiento que había de hacerse famoso con el nombre de Rubén Darío, por fortuna se aplacó el mar a las cuatro, el aire lavado se llenó de hormigas voladoras y él se asomó a la ventana del dormitorio y vio al socaire de las colinas del puerto el buquecito blanco escorado a estribor y con la arboladura desmantelada navegando sin riesgos en el remanso de la tarde purificada por el azufre de la tormenta, vio al capitán en el alcázar dirigiendo la maniobra difícil en honor del pasajero ilustre de casaca de paño oscuro y chaleco cruzado a quien él no oyó mencionar hasta la noche del domingo siguiente cuando Leticia Nazareno le pidió la gracia inconcebible de que la acompañara a la velada lírica del Teatro Nacional y él aceptó sin parpadear, de acuerdo. Habíamos esperado tres horas de pie en la atmósfera de vapor de la platea sofocados por la vestimenta de gala que nos exigieron de urgencia a última hora, cuando por fin se inició el himno nacional y nos volvimos aplaudiendo hacia el palco señalado con el escudo de la patria donde apareció la novicia regordeta del sombrero de plumas rizadas y las colas de zorros nocturnos sobre el vestido de tafetán, se sentó sin saludar junto al infante en uniforme de noche que había respondido a los aplausos con el lirio de dedos vacíos del guante de raso apretado en el puño como su madre le había dicho que lo hacían los príncipes de otra época, no vimos a nadie más en el palco presidencial, pero durante las dos horas del recital soportamos la certidumbre de que él estaba ahí, sentíamos la presencia invisible que vigilaba nuestro destino para que no fuera alterado por el desorden de la poesía, él regulaba el amor, decidía la intensidad y el término de la muerte en un rincón del palco en penumbra desde donde vio sin ser visto al minotauro espeso cuya voz de centella marina lo sacó en vilo de su sitio y de su instante y lo dejó flotando sin su permiso en el trueno de oro de los claros clarines de los arcos triunfales de Martes y Minervas de una gloria que no era la suya mi general, vio los atletas heroicos de los estandartes los negros mastines de presa los fuertes caballos de guerra de cascos de hierro las picas y lanzas de los paladines de rudos penachos que llevaban cautiva la extraña bandera para honor de unas armas que no eran las suyas, vio la tropa de jóvenes fieros que habían desafiado los soles del rojo verano las nieves y vientos del gélido invierno la noche y la escarcha y el odio y la muerte para esplendor eterno de una patria inmortal más grande y más gloriosa de cuantas él había soñado en los largos delirios de sus calenturas de guerrero descalzo, se sintió pobre y minúsculo en el estruendo sísmico de los aplausos que él aprobaba en la sombra pensando madre mía Bendición Alvarado eso sí es un desfile, no las mierdas que me organiza esta gente, sintiéndose disminuido y solo, oprimido por el sopor y los zancudos y las columnas de sapolín de oro y el terciopelo marchito del palco de honor, carajo, cómo es posible que este indio pueda escribir una cosa tan bella con la misma mano con que se limpia el culo, se decía, tan exaltado por la revelación de la belleza escrita que arrastraba sus grandes patas de elefante cautivo al compás de los golpes marciales de los timbaleros, se adormilaba al ritmo de las voces de gloria del canto sonoro del cálido coro que Leticia Nazareno recitaba para él a la sombra de los arcos triunfales de la ceiba del patio, escribía los versos en las paredes de los retretes, estaba tratando de recitar de memoria el poema completo en el Olimpo tibio de mierda de vaca de los establos de ordeño cuando tembló la tierra con la carga de dinamita que estalló antes de tiempo en el baúl del automóvil presidencial estacionado en la cochera, fue terrible mi general, una conflagración tan potente que muchos meses después todavía encontrábamos por toda la ciudad las piezas retorcidas del coche blindado que Leticia Nazareno y el niño debían usar una hora más tarde para hacer el mercado del miércoles, pues el atentado era contra ella mi general, sin ninguna duda, y entonces él se dio una palmada en la frente, carajo, cómo es posible que no lo hubiera previsto, qué había sido de su clarividencia legendaria si desde hacía tantos meses que los letreros de los excusados no estaban dirigidos contra él, como siempre, o contra alguno de sus ministros civiles, sino que estaban inspirados por la audacia de los Nazarenos que había llegado al punto de mordisquear las prebendas reservadas al mando supremo, o por las ambiciones de los hombres de iglesia que obtenían del poder temporal favores desmedidos y eternos, él había observado que las diatribas inocentes contra su madre Bendición Alvarado se habían vuelto improperios de guacamaya, pasquines de rencores ocultos que maduraban en la impunidad tibia de los retretes y terminaban por salir a la calle como había ocurrido tantas veces con otros escándalos menores que él mismo se encargaba de precipitar, aunque nunca pensó ni hubiera podido pensar que fueran tan feroces como para poner dos quintales de dinamita dentro del propio cerco de la casa civil, matreros, cómo es posible que él anduviera tan absorto en el éxtasis de los bronces triunfales que su olfato exquisito de tigre cebado no había reconocido a tiempo el viejo y dulce olor del peligro, qué vaina, reunió de urgencia al mando supremo; catorce militares trémulos que al cabo de tantos años de conducto ordinario y órdenes de segunda mano volvíamos a ver a dos brazas de distancia al anciano incierto cuya existencia real era el más simple de sus enigmas, nos recibió sentado en la silla tronal de la sala de audiencias con el uniforme de soldado raso oloroso a meados de mapurito y unos espejuelos muy finos de oro puro que no conocíamos ni en sus retratos más recientes, y era más viejo y más remoto de lo que nadie hubiera podido imaginar, salvo las manos lánguidas sin los guantes de raso que no parecían sus manos naturales de militar sino las de alguien mucho más joven y compasivo, todo lo demás era denso y sombrío, y cuanto más lo reconocíamos era más evidente que apenas le quedaba un último soplo para vivir, pero era el soplo de una autoridad inapelable y devastadora que a él mismo le costaba trabajo mantener a raya como al azogue de un caballo cerrero, sin hablar, sin mover siquiera la cabeza mientras le rendíamos honores de general jefe supremo y acabamos de sentarnos frente a él en las poltronas dispuestas en círculo, y sólo entonces se quitó los espejuelos y empezó a escrutarnos con aquellos ojos meticulosos que conocían los escondrijos de comadreja de nuestras segundas intenciones, los escrutó sin clemencia, uno por uno, tomándose todo el tiempo que le hacia falta para establecer con precisión cuánto había cambiado cada uno de nosotros desde la tarde de brumas de la memoria en que los había ascendido a los grados más altos señalándolos con el dedo según los impulsos de su inspiración, y a medida que los escudriñaba sentía crecer la certidumbre de que entre aquellos catorce enemigos recónditos estaban los autores del atentado, pero al mismo tiempo se sintió tan solo e indefenso frente a ellos que apenas parpadeó, apenas levantó la cabeza para exhortarlos a la unidad ahora más que nunca por el bien de la patria y el honor de las fuerzas armadas, les recomendó energía y prudencia y les impuso la honrosa misión de descubrir sin contemplaciones a los autores del atentado para someterlos al rigor sereno de la justicia marcial, eso es todo, señores, concluyó, a sabiendas de que el autor era uno de ellos, o eran todos, herido de muerte por la convicción ineludible de que la vida de Leticia Nazareno no dependía entonces de la voluntad de Dios sino de la sabiduría con que él lograra preservarla de una amenaza que tarde o temprano se había de cumplir sin remedio, maldita sea. La obligó a cancelar sus compromisos públicos, obligó a sus parientes más voraces a despojarse de cuanto privilegio pudiera tropezar con las fuerzas armadas, a los más comprensivos los nombró cónsules de mano libre y a los más encarnizados los encontrábamos flotando en los manglares de tarulla de los caños del mercado, apareció sin anunciarse al cabo de tantos años en su sillón vacío del consejo de ministros dispuesto a poner un limite a la infiltración del clero en los negocios del estado para tenerte a salvo de tus enemigos, Leticia, y sin embargo había vuelto a echar sondas profundas en el mando supremo después de las primeras decisiones drásticas y estaba convencido de que siete de los comandantes le eran leales sin reservas además del general en jefe que era el más antiguo de sus compadres, pero todavía carecía de poder contra los otros seis enigmas que le alargaban las noches con la impresión ineludible de que Leticia Nazareno estaba ya señalada por la muerte, se la estaban matando entre las manos a pesar del rigor con que hacia probar su comida desde que encontraron una espina de pescado dentro del pan, comprobaban la pureza del aire que respiraba porque él había temido que le pusieran veneno en la bomba del flit, la veía pálida en la mesa, la sentía quedarse sin voz en mitad del amor, lo atormentaba la idea de que le pusieran microbios del vómito negro en el agua de beber, vitriolo en el colirio, sutiles ingenios de muerte que le amargaban cada instante de aquellos días y lo despertaban a medianoche con la pesadilla vivida de que Leticia Nazareno se había desangrado durante el sueño por un maleficio de indios, aturdido por tantos riesgos imaginarios y amenazas verídicas que le prohibía salir a la calle sin la escolta feroz de guardias presidenciales instruidos para matar sin causa, pero ella se iba mi general, se llevaba al niño, él se sobreponía al mal presagio para verlos subir en el nuevo automóvil blindado, los despedía con señales de conjuro desde un balcón interior rogando madre mía Bendición Alvarado protégelos, haz que las balas reboten en su corpiño, amansa el láudano, madre, endereza los pensamientos torcidos, sin un instante de sosiego mientras no volviera a sentir las sirenas de la escolta de la Plaza de Armas y veía a Leticia Nazareno y al niño atravesando el patio con las primeras luces del faro, ella volvía agitada, feliz en medio de la custodia de guerreros cargados de pavos vivos, orquídeas de Envigado, ristras de foquitos de colores para las noches de Navidad que ya se anunciaban en la calle con letreros de estrellas luminosas ordenados por él para disimular su ansiedad, la recibía en la escalera para sentirte todavía viva en el relente de naftalina de las colas de zorros azules, en el sudor agrio de tus mechones de inválida, te ayudaba a llevar los regalos al dormitorio con la rara certidumbre de estar consumiendo las últimas migajas de un alborozo condenado que hubiera preferido no conocer, tanto más desolado cuanto más convencido estaba de que cada recurso que concebía para aliviar aquella ansiedad insoportable, cada paso que daba para conjurarla lo acercaba sin piedad al pavoroso miércoles de mi desgracia en que tomó la decisión tremenda de que ya no más, carajo, lo que ha de ser que sea pronto, decidió, y fue como una orden fulminante que no había acabado de concebir cuando dos de sus edecanes irrumpieron en la oficina con la novedad terrible de que a Leticia Nazareno y al niño los habían descuartizado y se los habían comido a pedazos los perros cimarrones del mercado público, se los comieron vivos mi general, pero no eran los mismos perros callejeros de siempre sino unos animales de presa con unos ojos amarillos atónitos y una piel lisa de tiburón que alguien había cebado contra los zorros azules, sesenta perros iguales que nadie supo cuándo saltaron de entre los mesones de legumbres y cayeron encima de Leticia Nazareno y el niño sin darnos tiempo de disparar por miedo de matarlos a ellos que parecía como si estuvieran ahogándose junto con los perros en un torbellino de infierno, sólo veíamos los celajes instantáneos de unas manos efímeras tendidas hacia nosotros mientras el resto del cuerpo iba desapareciendo a pedazos, veíamos unas expresiones fugaces e inasibles que a veces eran de terror, a veces eran de lástima, a veces de júbilo, hasta que acabaron de hundirse en el remolino de la rebatiña y sólo quedó flotando el sombrero de violetas de fieltro de Leticia Nazareno ante el horror impasible de las verduleras totémicas salpicadas de sangre caliente que rezaban Dios mío, esto no sería posible si el general no lo quisiera, o por lo menos si no lo supiera, para deshonra eterna de la guardia presidencial que sólo pudo rescatar sin disparar un tiro los puros huesos dispersos entre las legumbres ensangrentadas, nada más mi general, lo único que encontramos fueron estas medallas del niño, el sable sin las borlas, los zapatos de cordobán de Leticia Nazareno que nadie sabe por qué aparecieron flotando en la bahía como a una legua del mercado, el collar de vidrios de colores, el monedero de malla de almófar que aquí le entregamos en su propia mano mi general, junto con estas tres llaves, el anillo matrimonial de oro renegrido y estos cincuenta centavos en monedas de a diez que pusieron sobre el escritorio para que él las contara, y nada más mi general, era todo cuanto quedaba de ellos. A él le habría dado igual que quedara más, o que quedara menos, si hubiera sabido entonces que no eran muchos ni muy difíciles los años que le harían falta para exterminar hasta el último vestigio del recuerdo de aquel miércoles inevitable, lloró de rabia, despertó gritando de rabia atormentado por los ladridos de los perros que pasaron la noche en las cadenas del patio mientras él decidía qué hacemos con ellos mi general, preguntándose aturdido si matar a los perros no seria otra manera de matar de nuevo en sus entrañas a Leticia Nazareno y al niño, ordenó derribar la cúpula de hierro del mercado de legumbres y construir en su lugar un jardín de magnolias y codornices con una cruz de mármol con una luz más alta y más intensa que la del faro para perpetuar en la memoria de las generaciones futuras hasta el fin de los siglos el recuerdo de una mujer histórica que él mismo había olvidado mucho antes de que el monumento fuera demolido por una explosión nocturna que nadie reivindicó, y a las magnolias se las comieron los cerdos y el jardín memorable quedó convertido en un muladar de cieno pestilente que él no conoció, no sólo porque había ordenado al chófer presidencial que eludiera el paso por el antiguo mercado de legumbres aunque tengas que darle la vuelta al mundo, sino porque no volvió a salir a la calle desde que mandó las oficinas para los edificios de vidrios solares de los ministerios y se quedó sólo con el personal mínimo para vivir en la casa desmantelada donde no quedaba entonces por orden suya ni el vestigio menos visible de tus urgencias de reina, Leticia, se quedó vagando en la casa vacía sin más oficio conocido que las consultas eventuales de los altos mandos o la decisión final de un consejo de ministros difícil o las visitas perniciosas del embajador Wilson que solía acompañarlo hasta bien entrada la tarde bajo la fronda de la ceiba y le llevaba caramelos de Baltimore y revistas con cromos de mujeres desnudas para tratar de convencerle de que le diera las aguas territoriales a buena cuenta de los servicios descomunales de la deuda externa, y él lo dejaba hablar, aparentaba oír menos o más de lo que podía oír en realidad según sus conveniencias, se defendía de su labia oyendo el coro de la pajarita pinta paradita en el verde limón en la cercana escuela de niñas, lo acompañaba hasta las escaleras con las primeras sombras tratando de explicarle que podía llevarse todo lo que quisiera menos el mar de mis ventanas, imagínese, qué haría yo solo en esta casa tan grande si no pudiera verlo ahora como siempre a esta hora como una ciénaga en llamas, qué haría sin los vientos de diciembre que se meten ladrando por los vidrios rotos, cómo podría vivir sin las ráfagas verdes del faro, yo que abandoné mis páramos de niebla y me enrolé agonizando de calenturas en el tumulto de la guerra federal, y no crea usted que lo hice por el patriotismo que dice el diccionario, ni por espíritu de aventura, ni menos porque me importaran un carajo los principios federalistas que Dios tenga en su santo reino, no mi querido Wilson, todo eso lo hice por conocer el mar, de modo que piense en otra vaina, decía, lo despedía en la escalera con una palmadita en el hombro, regresaba encendiendo las lámparas de los salones desiertos de las antiguas oficinas donde una de esas tardes encontró una vaca extraviada, la espantó hacia las escaleras y el animal tropezó con los remiendos de las alfombras y se fue de bruces y cayó peloteando y se desnucó en las escaleras para gloria y sustento de los leprosos que se precipitaron a destrozarla, pues los leprosos habían vuelto después de la muerte de Leticia Nazareno y estaban otra vez con los ciegos y los paralíticos esperando de sus manos la sal de la salud en los rosales silvestres del patio, él los oía cantar en noches de estrellas, cantaba con ellos la canción de Susana ven Susana de sus tiempos de gloria, se asomaba por las claraboyas del granero a las cinco de la tarde para ver la salida de las niñas de la escuela y se quedaba extasiado con los delantales azules, las medias tobilleras, las trenzas, madre, corríamos asustadas de los ojos de tísico del fantasma que nos llamaba por entre los barrotes de hierro con los dedos rotos del guante de trapo, niña, niña, nos llamaba, ven que te tiente, las veía escapar despavoridas pensando madre mía Bendición Alvarado qué jóvenes que son las jóvenes de ahora, se reía de sí mismo, pero se volvía a reconciliar consigo mismo cuando su médico personal el ministro de la salud le examinaba la retina con una lupa cada vez que lo invitaba a almorzar, le contaba el pulso, quería obligarlo a tomar cucharadas de ceregén para taparme los sumideros de la memoria, qué vaina, cucharadas a mí que no he tenido más tropiezos en esta vida que las tercianas de la guerra, a la mierda doctor, se quedó comiendo solo en la mesa sola con las espaldas vueltas hacia el mundo como el erudito embajador Maryland le había dicho que comían los reyes de Marruecos, comía con el tenedor y el cuchillo y la cabeza erguida de acuerdo con las normas severas de una maestra olvidada, recorría la casa entera buscando los frascos de miel cuyos escondites se le perdían a las pocas horas y encontraba por equivocación los pitillos de márgenes de memoriales que él escribía en otra época para no olvidar nada cuando ya no pudiera acordarse de nada, leyó en uno que mañana es martes, leyó que había una cifra en tu blanco pañuelo roja cifra de un nombre que no era el tuyo mi dueño, leyó intrigado Leticia Nazareno de mi alma mira en lo que he quedado sin ti, leía Leticia Nazareno por todas partes sin poder entender que alguien fuera tan desdichado para dejar aquel reguero de suspiros escritos, y sin embargo era mi letra, la única caligrafía de mano izquierda que se encontraba entonces en las paredes de los excusados donde escribía para consolarse que viva el general, que viva, carajo, curado de raíz de la rabia de haber sido el más débil de los militares de tierra mar y aire por una prófuga de clausura de la cual no quedaba sino el nombre escrito a lápiz en tiras de papel como él lo había resuelto cuando ni siquiera quiso tocar las cosas que los edecanes pusieron sobre el escritorio y ordenó sin mirarlas que se lleven esos zapatos, esas llaves, todo cuanto pudiera evocar la imagen de sus muertos, que pusieran todo lo que fue de ellos dentro del dormitorio de sus siestas desaforadas y tapiaran las puertas y las ventanas con la orden final de no entrar en ese cuarto ni por orden mía, carajo, sobrevivió al escalofrío nocturno de los aullidos de pavor de los perros encadenados en el patio durante muchos meses porque pensaba que cualquier daño que les hiciera podía dolerle a sus muertos, se abandonó en la hamaca, temblando de la rabia de saber quiénes eran los asesinos de su sangre y tener que soportar la humillación de verlos en su propia casa porque en aquel momento carecía de poder contra ellos, se había opuesto a cualquier clase de honores póstumos, había prohibido las visitas de pésame, el luto, esperaba su hora meciéndose de rabia en la hamaca a la sombra de la ceiba tutelar donde mi último compadre le había expresado el orgullo del mando supremo por la serenidad y el orden con que el pueblo sobrellevó la tragedia, y él apenas sonrió, no sea pendejo compadre, qué serenidad ni qué orden, lo que pasa es que a la gente no le ha importado un carajo esta desgracia, repasaba el periódico al derecho y al revés buscando algo más que las noticias inventadas por sus propios servicios de prensa, se hizo poner la radiola al alcance de la mano para escuchar la misma noticia desde Veracruz hasta Riobamba que las fuerzas del orden estaban sobre la pista segura de los autores del atentado, y él murmuraba cómo no, hijos de la tarántula, que los habían identificado sin la menor duda, cómo no, que los tenían acorralados con fuego de mortero en una casa de tolerancia de los suburbios, ahí está, suspiró, pobre gente, pero permaneció en la hamaca sin traslucir ni una luz de su malicia rogando madre mía Bendición Alvarado dame vida para este desquite, no me sueltes de tu mano, madre, inspírame, tan seguro de la eficacia de la súplica que lo encontramos repuesto de su dolor cuando los comandantes del estado mayor responsables del orden público y de la seguridad del estado vinimos a comunicarle la novedad de que tres de los autores del crimen habían sido muertos en combate con la fuerza pública y los otros dos estaban a disposición de mi general en los calabozos de San Jerónimo, y él dijo ajá, sentado en la hamaca con la jarra de jugos de fruta de la cual nos sirvió un vaso para cada uno con pulso sereno de buen tirador, más sabio y solícito que nunca, hasta el punto de que adivinó mis ansias de encender un cigarrillo y me concedió la licencia que no había concedido hasta entonces a ningún militar en servicio, bajo este árbol todos somos iguales, dijo, y escuchó sin rencor el informe minucioso del crimen del mercado, cómo habían sido traídos de Escocia en remesas separadas ochenta y dos perros de presa recién nacidos de los cuales habían muerto veintidós en el curso de la crianza y sesenta habían sido mal educados para matar por un maestro escocés que les inculcó un odio criminal no sólo contra los zorros azules sino contra la propia persona de Leticia Nazareno y el niño valiéndose de estas prendas de vestir que habían sustraído poco a poco de los servicios de lavandería de la casa civil, valiéndose de este corpiño de Leticia Nazareno, este pañuelo, estas medias, este uniforme completo del niño que exhibimos ante él para que los reconociera, pero sólo dijo ajá, sin mirarlos, le explicamos cómo los sesenta perros habían sido entrenados inclusive para no ladrar cuando no debían, los acostumbraron al gusto de la carne humana, los mantuvieron encerrados sin ningún contacto con el mundo durante los años difíciles de la enseñanza en una antigua granja de chinos a siete leguas de esta ciudad capital donde tenían imágenes de bulto de tamaño humano con ropas de Leticia Nazareno y el niño a quienes los perros conocían además por estos retratos originales y estos recortes de periódicos que le mostramos pegados en un álbum para que mi general aprecie mejor la perfección del trabajo que habían hecho esos bastardos, lo que sea de cada quién, pero él sólo dijo ajá, sin mirarlos, le explicamos por último que los sindicados no actuaban de su cuenta, por supuesto, sino que eran agentes de una hermandad subversiva con base en el exterior cuyo símbolo era esta pluma de ganso cruzada con un cuchillo, ajá, todos ellos fugitivos de la justicia penal militar por otros delitos anteriores contra la seguridad del estado, estos tres que son los muertos cuyos retratos le mostramos en el álbum con el número de la respectiva ficha policial colgada del cuello, y estos dos que son los vivos encarcelados a la espera de la decisión última e inapelable de mi general, los hermanos Mauricio y Gumaro Ponce de León, de 28 y 23 años, el primero desertor del ejército sin empleo ni domicilio conocidos y el segundo maestro de cerámica en la escuela de artes y oficios, y ante los cuales dieron los perros tales muestras de familiaridad y alborozo que eso hubiera bastado como prueba de culpa mi general, y él sólo dijo ajá, pero citó con honores en el orden del día a los tres oficiales que llevaron a término la investigación del crimen y les impuso la medalla del mérito militar por servicios a la patria en el curso de una ceremonia solemne en la cual constituyó el consejo de guerra sumario que juzgó a los hermanos Mauricio y Gumaro Ponce de León y los condenó a morir fusilados dentro de las cuarenta y ocho horas siguientes, a menos de obtener el beneficio de su clemencia mi general, usted manda. Permaneció absorto y solo en la hamaca, insensible a las súplicas de gracia del mundo entero, oyó en la radiola el debate estéril de la Sociedad de Naciones, oyó insultos de los países vecinos y algunas adhesiones distantes, oyó con igual atención las razones tímidas de los ministros partidarios de la piedad y los motivos estridentes de los partidarios del castigo, se negó a recibir al nuncio apostólico con un mensaje personal del papa en el cual expresaba su inquietud pastoral por la suerte de las dos ovejas descarriadas, oyó los partes de orden público de todo el país alterado por su silencio, oyó tiros remotos, sintió el temblor de tierra de la explosión sin origen de un barco de guerra fondeado en la bahía, once muertos mi general, ochenta y dos heridos y la nave fuera de servicio, de acuerdo, dijo él, contemplando desde la ventana del dormitorio la hoguera nocturna en la ensenada del puerto mientras los dos condenados a muerte empezaban a vivir la noche de sus vísperas en la capilla ardiente de la base de San Jerónimo, él los recordó a esa hora como los había visto en los retratos con las cejas erizadas de la madre común, los recordó trémulos, solos, con las tablillas de los números sucesivos colgadas del cuello bajo el foco siempre encendido de la celda de agonía, se sintió pensado por ellos, se supo necesitado, requerido, pero no había hecho un gesto mínimo que permitiera vislumbrar el rumbo de su voluntad cuando acabó de repetir los actos de rutina de una jornada más en su vida y se despidió del oficial de servicio que había de permanecer en vela frente al dormitorio para llevar el recado de su decisión a cualquier hora en que él la tomara antes de los primeros gallos, se despidió al pasar sin mirarlo, buenas noches, capitán, colgó la lámpara en el dintel, pasó las tres aldabas, los tres cerrojos, los tres pestillos, se sumergió bocabajo en un sueño alerta a través de cuyos tabiques frágiles siguió oyendo los ladridos ansiosos de los perros en el patio, las sirenas de las ambulancias, los petardos, las ráfagas de música de alguna fiesta equívoca en la noche intensa de la ciudad sobrecogida por el rigor de la sentencia, despertó con las campanas de las doce en la catedral, volvió a despertar a las dos, volvió a despertar antes de las tres con la crepitación de la llovizna en las alambreras de las ventanas, y entonces se levantó del suelo con aquella enorme y ardua maniobra de buey de primero las ancas y después las patas delanteras y por último la cabeza aturdida con un hilo de baba en los belfos y ordenó en primer término al oficial de guardia que se llevaran esos perros donde yo no pueda oírlos bajo el amparo del gobierno hasta su extinción natural, ordenó en segundo término la libertad sin condiciones de los soldados de la escolta de Leticia Nazareno y el niño, y ordenó por último que los hermanos Mauricio y Gumaro Ponce de León fueran ejecutados tan pronto como se conozca esta mi decisión suprema e inapelable, pero no en el paredón de fusilamiento, como estaba previsto, sino que fueron sometidos al castigo en desuso del descuartizamiento con caballos y sus miembros fueron expuestos a la indignación pública y al horror en los lugares más visibles de su desmesurado reino de pesadumbre, pobres muchachos, mientras él arrastraba sus grandes patas de elefante mal herido suplicando de rabia madre mía Bendición Alvarado, asísteme, no me dejes de tu mano, madre, permíteme encontrar el hombre que me ayude a vengar esta sangre inocente, un hombre providencial que él había imaginado en los desvaríos del rencor y que buscaba con una ansiedad irresistible en el trasfondo de los ojos que encontraba a su paso, trataba de descubrirlo agazapado en los registros más sutiles de las voces, en los impulsos del corazón, en las rendijas menos usadas de la memoria, y había perdido la ilusión de encontrarlo cuando se descubrió a sí mismo fascinado por el hombre más deslumbrante y altivo que habían visto mis ojos, madre, vestido como los godos de antes con una chaqueta de Henry Pool y una gardenia en el ojal, con unos pantalones de Pecover y un chaleco de brocados con visos de plata que había lucido con su elegancia natural en los salones más difíciles de Europa cabestreando con una trailla un dobermann taciturno del tamaño de un novillo con ojos humanos, José Ignacio Sáenz de la Barra para servir a su excelencia, se presentó, el último vástago suelto de nuestra aristocracia demolida por el viento arrasador de los caudillos federales, barrida de la faz de la patria con sus áridos sueños de grandeza y sus mansiones vastas y melancólicas y su acento francés, un espléndido cabo de raza sin más fortuna que sus 32 años, siete idiomas, cuatro marcas de tiro al pichón en Dauville, sólido, esbelto, color de hierro, cabello mestizo con la raya en el medio y un mechón blanco pintado, los labios lineales de la voluntad eterna, la mirada resuelta del hombre providencial que fingía jugar al cricket con el bastón de cerezo para que le tomaran un retrato de colores con el fondo de primaveras idílicas de los gobelinos de la sala de fiestas, y en el instante en que él lo vio exhaló un suspiro de alivio y se dijo éste es, y ése era. Se puso a su servicio con el compromiso simple de que usted me entrega un presupuesto de ochocientos cincuenta millones sin tener que rendirle cuentas a nadie y sin más autoridad por encima de mí que su excelencia y yo le entrego en el curso de dos años las cabezas de los asesinos reales de Leticia Nazareno y el niño, y él aceptó, de acuerdo, convencido de su lealtad y su eficacia al cabo de las muchas pruebas difíciles a que lo había sometido para escrutarle los vericuetos del ánimo y conocer los límites de su voluntad y las grietas de su carácter antes de decidirse a ponerle en las manos las llaves de su poder, lo sometió a la prueba final de las partidas inclementes de dominó en las que José Ignacio Sáenz de la Barra se impuso la temeridad de ganar sin licencia, y ganó, pues era el hombre más valiente que habían visto mis ojos, madre, tenía una paciencia sin esquinas, sabía todo, conocía setenta y dos maneras de preparar el café, distinguía el sexo de los mariscos, sabía leer música y escritura para ciegos, se quedaba mirándome a los ojos, sin hablar, y yo no sabia qué hacer ante aquel rostro indestructible, aquellas manos ociosas apoyadas en el pomo del bastón de cerezo con una piedra de aguas matinales en el anular, aquel perrazo acostado a sus pies vigilante y feroz dentro de la envoltura de terciopelo vivo de su piel dormida, aquella fragancia de sales de baño del cuerpo inmune a la ternura y a la muerte del hombre más hermoso y con mayor dominio que vieron mis ojos cuando tuvo la valentía de decirme que yo no era un militar sino por conveniencia, porque los militares son todo lo contrario de usted, general, son hombres de ambiciones inmediatas y fáciles, les interesa el mando más que el poder y no están al servicio de algo sino de alguien, y por eso es tan fácil utilizarlos, dijo, sobre todo a los unos contra los otros, y no se me ocurrió nada más que sonreír persuadido de que no habría podido ocultar su pensamiento ante aquel hombre deslumbrante a quien dio más poder del que nadie tuvo bajo su régimen después de mi compadre el general Rodrigo de Aguilar a quien Dios tenga en su santa diestra, lo hizo dueño absoluto de un imperio secreto dentro de su propio imperio privado, un servicio invisible de represión y exterminio que no sólo carecía de una identidad oficial sino que inclusive era difícil creer en su existencia real, pues nadie respondía de sus actos, ni tenía un nombre, ni un sitio en el mundo, y sin embargo era una verdad pavorosa que se había impuesto por el terror sobre los otros órganos de represión del estado desde mucho antes de que su origen y su naturaleza inasible fueran establecidos a ciencia cierta por el mando supremo, ni usted mismo previo el alcance de aquella máquina de horror mi general, ni yo mismo pude sospechar que en el instante en que aceptó el acuerdo quedé a merced del encanto irresistible y el ansia tentacular de aquel bárbaro vestido de príncipe que me mandó a la casa presidencial un costal de fique que parecía lleno de cocos y él ordenó que lo pongan por ahí donde no estorbe en un armario de papeles de archivo empotrado en el muro, lo olvidó, y al cabo de tres días era imposible vivir por el tufo de mortecina que atravesaba las paredes y empañaba de un vapor pestilente la luna de los espejos, buscábamos el hedor en la cocina y lo encontrábamos en los establos, lo espantaban con sahumerios de las oficinas y les salía al encuentro en la sala de audiencias, saturó con sus efluvios de rosal de podredumbre los resquicios más recónditos a donde no llegaron ni escondidos en otras fragancias los hálitos más tenues de la sarna de los aires nocturnos de la peste, y estaba en cambio donde menos lo habíamos buscado en el costal que parecía de cocos que José Ignacio Sáenz de la Barra había mandado como primer abono del acuerdo, seis cabezas cortadas con el certificado de defunción respectivo, la cabeza del patricio ciego de la edad de piedra don Nepomuceno Estrada, 94 años, último veterano de la guerra grande y fundador del partido radical, muerto según certificado adjunto el 14 de mayo a consecuencia de un colapso senil, la cabeza del doctor Nepomuceno Estrada de la Fuente, hijo del anterior, 57 años, médico homeópata, muerto según certificado adjunto en la misma fecha que su padre a consecuencia de una trombosis coronaria, la cabeza de Eliécer Castor, 21 años, estudiante de letras, muerto según certificado adjunto a consecuencia de diversas heridas de arma punzante en un pleito de cantina, la cabeza de Lídice Santiago, 32 años, activista clandestina, muerta según certificado adjunto a consecuencia de un aborto provocado, la cabeza de Roque Pinzón, alias Jacinto el invisible, 38 años, fabricante de globos de colores, muerto en la misma fecha que la anterior a consecuencia de una intoxicación etílica, la cabeza de Natalicio Ruiz, secretario del movimiento clandestino 17 de octubre, 30 años, muerto según certificado adjunto a consecuencia de un tiro de pistola que se disparó en el paladar por desilusión en amores, seis en total, y el correspondiente recibo que él firmó con la bilis revuelta por el olor y el horror pensando madre mía Bendición Alvarado este hombre es una bestia, quién lo hubiera imaginado con sus ademanes místicos y su flor en el ojal, le ordenó que no me mande más tasajo, Nacho, me basta con su palabra, pero Sáenz de la Barra le replicó que aquél era un negocio de hombres, general, si usted no tiene hígados para verle la cara a la verdad aquí tiene su oro y tan amigos como siempre, qué vaina, por mucho menos que eso él hubiera hecho fusilar a su madre, pero se mordió la lengua, no es para tanto, Nacho, dijo, cumpla con su deber, así que las cabezas siguieron llegando en aquellos tenebrosos costales de fique que parecían de cocos y él ordenaba con las tripas torcidas que se los lleven lejos de aquí mientras se hacía leer los pormenores de los certificados de defunción para firmar los recibos, de acuerdo, había firmado por novecientas dieciocho cabezas de sus opositores más encarnizados la noche en que soñó que se veía a si mismo convertido en un animal de un solo dedo que iba dejando un rastro de huellas digitales en una llanura de cemento fresco, despertaba con un relente de hiel, sorteaba la desazón del alba sacando cuentas de cabezas en el estercolero de recuerdos agrios de las cuadras de ordeño, tan abstraído en sus cavilaciones de viejo que confundía el zumbido de los tímpanos con el rumor de los insectos en la hierba podrida pensando madre mía Bendición Alvarado cómo es posible que sean tantas y todavía no llegaban las de los verdaderos culpables, pero Sáenz de la Barra le había hecho notar que por cada seis cabezas se producen sesenta enemigos y por cada sesenta se producen seiscientos y después seis mil y después seis millones, todo el país, carajo, no acabaremos nunca, y Sáenz de la Barra le replicó impasible que durmiera tranquilo general, acabaremos cuando ellos se acaben, qué bárbaro. Nunca tuvo un instante de incertidumbre, nunca dejó un resquicio para una alternativa, se apoyaba en la fuerza oculta del dobermann en eterno acecho que era el único testigo de las audiencias a pesar de que él trató de impedirlo desde la primera vez en que vio llegar a José Ignacio Sáenz de la Barra cabestreando el animal de nervios azogados que sólo obedecía a la maestranza imperceptible del hombre más gallardo pero también el menos complaciente que habían visto mis ojos, deje ese perro fuera, le ordenó, pero Sáenz de la Barra le contestó que no, general, no hay un lugar del mundo donde yo pueda entrar que no entre Lord Kóchel, de modo que entró, permanecía dormido a los pies del amo mientras sacaban cuentas de rutina de cabezas cortadas pero se incorporaba con un palpito anhelante cuando las cuentas se volvían ásperas, sus ojos femeninos me estorbaban para pensar, me estremecía su aliento humano, lo vi alzarse de pronto con el hocico humeante con un borboriteo de marmita cuando él dio un golpe de rabia en la mesa porque encontró en el saco de cabezas la de uno de sus antiguos edecanes que además fue su compinche de dominó durante muchos años, carajo, se acabó la vaina, pero Sáenz de la Barra lo convencía siempre, no tanto con argumentos como con su dulce inclemencia de domador de perros cimarrones, se reprochaba a si mismo la sumisión al único mortal que se atrevió a tratarlo como a un vasallo, se rebelaba a solas contra su imperio, decidía sacudirse de aquella servidumbre que iba saturando poco a poco el espacio de su autoridad, ahora mismo se acaba esta vaina, carajo, decía, que al fin y al cabo Bendición Alvarado no me parió para recibir órdenes sino para mandar, pero sus determinaciones nocturnas fracasaban en el instante en que Sáenz de la Barra entraba en la oficina y él sucumbía al deslumbramiento de los modales tenues de la gardenia natural de la voz pura de las sales aromáticas de las mancuernas de esmeralda de los puños de par afina del bastón sereno de la hermosura seria del hombre más apetecible y más insoportable que habían visto mis ojos, no es para tanto, Nacho, le reiteraba, cumpla con su deber, y seguía recibiendo los costales de cabezas, firmaba los recibos sin mirarlos, se hundía sin asideros en las arenas movedizas de su poder preguntándose a cada paso de cada amanecer de cada mar qué sucede en el mundo que van a ser las once y no hay un alma en esta casa de cementerio, quién vive, preguntaba, sólo él, dónde estoy que no me encuentro, decía, dónde están las recuas de ordenanzas descalzos que descargaban los burros de hortalizas y los huacales de gallinas en los corredores, dónde están los charcos de agua sucia de mis mujeres lenguaraces que cambiaban por flores nuevas las flores nocturnas de los floreros y lavaban las jaulas y sacudían alfombras en los balcones cantando al compás de las escobas de ramas secas la canción de Susana ven Susana tu amor quiero gozar, dónde están mis sietemesinos escuálidos que se cagaban detrás de las puertas y pintaban dromedarios de orín en las paredes de la sala de audiencias, qué se hizo mi escándalo de funcionarios que encontraban gallinas poniendo en las gavetas de los escritorios, mi tráfico de putas y soldados en los retretes, el despelote de mis perros callejeros que correteaban ladrando a los diplomáticos, quién me ha vuelto a quitar mis paralíticos de las escaleras, mis leprosos de los rosales, mis aduladores impávidos de todas partes, apenas si atisbaba a sus últimos compadres del mando supremo detrás del cerco compacto de los nuevos responsables de su seguridad personal, apenas si le daban ocasión de intervenir en los consejos de los nuevos ministros nombrados a instancias de alguien que no era él, seis doctores de letras de levitas fúnebres y cuellos de paloma que se anticipaban a su pensamiento y decidían los asuntos del gobierno sin consultarlos conmigo si al fin y al cabo el gobierno soy yo, pero Sáenz de la Barra le explicaba impasible que usted no es el gobierno, general, usted es el poder, se aburría en las veladas de dominó hasta cuando se enfrentaba con los cuartos más diestros pues no lograba perder una partida por mucho que intentaba las trampas más sabias contra sí mismo, tenía que someterse a los designios de los probadores que sopeteaban su comida una hora antes de que él la comiera, no encontraba la miel de abeja en sus escondites, carajo, éste no es el poder que yo quería, protestó, y Sáenz de la Barra le replicó que no hay otro, general, era el único poder posible en el letargo de muerte del que había sido en otro tiempo su paraíso de mercado dominical y en el que entonces no tenía más oficio que esperar a que fueran las cuatro para escuchar en la radiola el episodio diario de la novela de amores estériles de la emisora local, lo escuchaba en la hamaca con el vaso de jugo de frutas intacto en la mano, se quedaba flotando en el vacío del suspenso con los ojos húmedos de lágrimas por la ansiedad de saber si aquella niña tan joven se iba a morir y Sáenz de la Barra averiguaba que sí general, la niña se muere, pues que no se muera, carajo, ordenó él, que siga viva hasta el final y se case y tenga hijos y se vuelva vieja como toda la gente, y Sáenz de la Barra hacía modificar el libreto para complacerlo con la ilusión de que mandaba, así que nadie volvió a morirse por orden suya, se casaban novios que no se amaban, se resucitaban personajes enterrados en episodios anteriores y se sacrificaba a los villanos antes de tiempo para complacer a mi general, todo el mundo era feliz por orden suya para que la vida le pareciera menos inútil cuando revisaba la casa al golpe de metal de las ocho y se encontraba con que alguien antes que él había cambiado el pienso a las vacas, se habían apagado las luces en el cuartel de la guardia presidencial, el personal dormía, las cocinas estaban en orden, los pisos limpios, los mesones de los matarifes refregados con creolina sin un rastro de sangre tenían un olor de hospital, alguien había pasado las fallebas de las ventanas y había puesto los candados en las oficinas a pesar de que era él y sólo él quien tenia el mazo de llaves, las luces se iban apagando una por una antes de que él tocara los interruptores desde el primer vestíbulo hasta su dormitorio, caminaba en tinieblas arrastrando sus densas patas de monarca cautivo a través de los espejos oscuros con calces de terciopelo en la única espuela para que nadie rastreara su estela de aserrín de oro, iba viendo al pasar el mismo mar por las ventanas, el Caribe en enero, lo contempló sin detenerse veintitrés veces y era siempre como siempre en enero como una ciénaga florida, se asomó al aposento de Bendición Alvarado para ver que aún estaban en su puesto la herencia de toronjil, las jaulas de pájaros muertos, la cama de dolor en que la madre de la patria sobrellevó su vejez de podredumbre, que pase buena noche, murmuró, como siempre, aunque nadie le contestaba desde hacía tanto tiempo muy buenas noches hijo, duerme con Dios, se dirigía a su dormitorio con la lámpara de salir corriendo cuando sintió el escalofrío de las brasas atónitas de las pupilas de Lord Kóchel en la sombra, percibió una fragancia de hombre, la densidad de su dominio, el fulgor de su desprecio, quién vive, preguntó, aunque sabía quién era, José Ignacio Sáenz de la Barra en traje de etiqueta que venia a recordarle que era una noche histórica, 12 de agosto, general, la fecha inmensa en que estábamos celebrando el primer centenario de su ascenso al poder, así que habían venido visitantes del mundo entero cautivados por el anuncio de un acontecimiento al que no era posible asistir más de una vez en el transcurso de las vidas más largas, la patria estaba de fiesta, toda la patria menos él, pues a pesar de la insistencia de José Ignacio Sáenz de la Barra de que viviera aquella noche memorable en medio del clamor y el fervor de su pueblo, él pasó más temprano que nunca las tres aldabas del calabozo de dormir, pasó los tres cerrojos, los tres pestillos, se acostó bocabajo en los ladrillos pelados con el basto uniforme de lienzo sin insignias, las polainas, la espuela de oro, y el brazo derecho doblado bajo la cabeza para que le sirviera de almohada como habíamos de encontrarlo carcomido por los gallinazos [vi] y plagado de animales y flores de fondo de mar, y a través de la bruma de los filtros del duermevela percibió los cohetes remotos de la fiesta sin él, percibió las músicas de júbilo, las campanas de gozo, el torrente de limo de las muchedumbres que habían venido a exaltar una gloria que no era la suya, mientras él murmuraba más absorto que triste madre mía Bendición Alvarado de mi destino, cien años ya, carajo, cien años ya, cómo se pasa el tiempo.