Así lo encontraron en las vísperas de su otoño, cuando el cadáver era en realidad el de Patricio Aragonés, y así volvimos a encontrarlo muchos años más tarde en una época de tantas incertidumbres que nadie podía rendirse a la evidencia de que fuera suyo aquel cuerpo senil carcomido de gallinazos y plagado de parásitos de fondo de mar. En la mano amorcillada por la putrefacción no quedaba entonces ningún indicio de que hubiera estado alguna vez en el pecho por los desaires de una doncella improbable de los tiempos del ruido, ni habíamos encontrado rastro alguno de su vida que pudiera conducirnos al establecimiento inequívoco de su identidad. No nos parecía insólito, por supuesto, que esto ocurriera en nuestros años, si aun en los suyos de mayor gloria había motivos para dudar de su existencia, y si sus propios sicarios carecían de una noción exacta de su edad, pues hubo épocas de confusión en que parecía tener ochenta años en las tómbolas de beneficencia, sesenta en lasaudiencias civiles y hasta menos de cuarenta en las celebraciones de las fiestas públicas. El embajador Palmerston, uno de los últimos diplomáticos que le presentó las cartas credenciales, contaba en sus memorias prohibidas que era imposible concebir una vejez tan avanzada como la suya ni un estado de desorden y abandono como el de aquella casa de gobierno en que tuvo que abrirse paso por entre un muladar de papeles rotos y cagadas de animales y restos de comidas de perros dormidos en los corredores, nadie me dio razón de nada en alcabalas y oficinas y tuve que valerme de los leprosos y los paralíticos que ya habían invadido las primeras habitaciones privadas y me indicaron el camino de la sala de audiencias donde las gallinas picoteaban los trigales ilusorios de los gobelinos y una vaca desgarraba para comérselo el lienzo del retrato de un arzobispo, y me di cuenta de inmediato que él estaba más sordo que un trompo no sólo porque le preguntaba de una cosa y me contestaba sobre otra sino también porque se dolía de que los pájaros no cantaran cuando en realidad costaba trabajo respirar con aquel alboroto de pájaros que era como atravesar un monte al amanecer, y él interrumpió de pronto la ceremonia de las cartas credenciales con la mirada lúcida y la mano en pantalla detrás de la oreja señalando por la ventana la llanura de polvo donde estuvo el mar y diciendo con una voz de despertar dormidos que escuche ese tropel de mulos que viene por allá, escuche mi querido Stetson, es el mar que vuelve. Era difícil admitir que aquel anciano irreparable fuera el mismo hombre mesiánico que en los orígenes de su régimen aparecía en los pueblos a la hora menos pensada sin más escolta que un guajiro descalzo con un machete de zafra y un reducido séquito de diputados y senadores que él mismo designaba con el dedo según los impulsos de su digestión, se informaba sobre el rendimiento de las cosechas y el estado de salud de los animales y la conducta de la gente, se sentaba en un mecedor de bejuco a la sombra de los palos de mango de la plaza abanicándose con el sombrero de capataz que entonces usaba, y aunque parecía adormilado por el calor no dejaba sin esclarecer un solo detalle de cuanto conversaba con los hombres y mujeres que había convocado en torno suyo llamándolos por sus nombres y apellidos como si tuviera dentro de la cabeza un registro escrito de los habitantes y las cifras y los problemas de toda la nación, de modo que me llamó sin abrir los ojos, ven acá Jacinta Morales, me dijo, cuéntame qué fue del muchacho a quien él mismo había barbeado el año anterior para que se tomara un frasco de aceite de ricino, y tú, Juan Prieto, me dijo, cómo está tu toro de siembra que él mismo había tratado con oraciones de peste para que se le cayeran los gusanos de las orejas, y tú Matilde Peralta, a ver qué me das por devolverte entero al prófugo de tu marido, ahí lo tienes, arrastrado por el pescuezo con una cabuya y advertido por él en persona de que se iba a pudrir en el cepo chino la próxima vez que tratara de abandonar a la esposa legítima, y con el mismo sentido del gobierno inmediato había ordenado a un matarife que le cortara las manos en espectáculo público a un tesorero pródigo, y arrancaba los tomates de un huerto privado y se los comía con ínfulas de buen conocedor en presencia de sus agrónomos diciendo que a esta tierra le falta mucho cagajón de burro macho, que se lo echen por cuenta del gobierno, ordenaba, e interrumpió el paseo cívico y me gritó por la ventana muerto de risa ajá Lorenza López cómo va esa máquina de coser que él me había regalado veinte años antes, y yo le contesté que ya rindió su alma a Dios, general, imagínese, las cosas y la gente no estamos hechas para durar toda la vida, pero él replicó que al contrario, que el mundo es eterno, y entonces se puso a desarmar la máquina con un destornillador y una alcuza indiferente a la comitiva oficial que lo esperaba en medio de la calle, a veces se le notaba la desesperación en los resuellos de toro y se embadurnó hasta la cara de aceite de motor, pero al cabo de casi tres horas la máquina volvió a coser como nueva, pues en aquel entonces no había una contrariedad de la vida cotidiana por insignificante que fuera que no tuviera para él tanta importancia como el más grave de los asuntos de estado y creía de buen corazón que era posible repartir la felicidad y sobornar a la muerte con artimañas de soldado. Era difícil admitir que aquel anciano irreparable fuera el único saldo de un hombre cuyo poder había sido tan grande que alguna vez preguntó qué horas son y le habían contestado las que usted ordene mi general, y era cierto, pues no sólo alteraba los tiempos del día como mejor conviniera a sus negocios sino que cambiaba las fiestas de guardar de acuerdo con sus planes para recorrer el país de feria en feria con la sombra del indio descalzo y los senadores luctuosos y los huacales de gallos espléndidos que enfrentaba a los más bravos de cada plaza, él mismo casaba las apuestas, hacía estremecer de risa los cimientos de la gallera porque todos nos sentíamos obligados a reír cuando él soltaba sus extrañas carcajadas de redoblante que resonaban por encima de la música y los cohetes, sufríamos cuando callaba, estallábamos en una ovación de alivio cuando sus gallos fulminaban a los nuestros que habían sido tan bien adiestrados para perder que ninguno nos falló, salvo el gallo de la desgracia de Dionisio Iguarán que fulminó al cenizo del poder en un asalto tan limpio y certero que él fue el primero en cruzar la pista para estrechar la mano del vencedor, eres un macho, le dijo de buen talante, agradecido de que alguien le hubiera hecho por fin el favor de una derrota inocua, cuánto daría yo por tener a ese colorado, le dijo, y Dionisio Iguarán le contestó trémulo que es suyo general, a mucha honra, y regresó a su casa entre los aplausos del pueblo alborotado y el estruendo de la música y los petardos mostrándole a todo el mundo los seis gallos de raza que él le había regalado a cambio del colorado invicto, pero aquella noche se encerró en el dormitorio y se bebió solo un calabazo de ron de caña y se ahorcó con la cabuya de la hamaca, pobre hombre, pues él no era consciente del reguero de desastres domésticos que provocaban sus apariciones de júbilo, ni del rastro de muertos indeseados que dejaba a su paso, ni de la condenación eterna de los partidarios en desgracia a quienes llamó por un nombre equivocado delante de sicarios solícitos que interpretaban el error como un signo deliberado de desafecto, andaba por todo el país con su raro andar de armadillo, con su rastro de sudor bravo, con la barba atrasada, aparecía sin ningún anuncio en una cocina cualquiera con aquel aire de abuelo inútil que hacía temblar de pavor a la gente de la casa, tomaba agua de la tinaja con la totuna de servir, comía en la misma olla de cocinar sacando las presas con los dedos, demasiado jovial, demasiado simple, sin sospechar que aquella casa quedaba marcada para siempre con el estigma de su visita, y no se comportaba de esa manera por cálculo político ni por necesidad de amor como sucedió en otros tiempos sino porque ése era su modo de ser natural cuando el poder no era todavía el légamo sin orillas de la plenitud del otoño sino un torrente de fiebre que veíamos brotar ante nuestros ojos de sus manantiales primarios, de modo que bastaba con que él señalara con el dedo a los árboles que debían dar frutos y a los animales que debían crecer y a los hombres que debían prosperar, y había ordenado que quitaran la lluvia de donde estorbaba las cosechas y la pusieran en tierra de sequía, y así había sido, señor, yo lo he visto, pues su leyenda había empezado mucho antes de que él mismo se creyera dueño de todo su poder, cuando todavía estaba a merced de los presagios y de los intérpretes de sus pesadillas e interrumpía de pronto un viaje recién iniciado porque oyó cantar la pigua sobre su cabeza y cambiaba la fecha de una aparición pública porque su madre Bendición Alvarado encontró un huevo con dos yemas, y liquidó el séquito de senadores y diputados solícitos que lo acompañaban a todas partes y pronunciaban por él los discursos que nunca se atrevió a pronunciar, se quedó sin ellos porque se vio a si mismo en la casa grande y vacía de un mal sueño circundado por unos hombres pálidos de levitas grises que lo punzaban sonriendo con cuchillos de carnicero, lo acosaban con tanta saña que adondequiera que él volviese la vista se encontraba con un hierro dispuesto para herirlo en la cara y en los ojos, se vio acorralado como una fiera por los asesinos silenciosos y sonrientes que se disputaban el privilegio de tomar parte en el sacrificio y de gozarse en su sangre, pero él no sentía rabia ni miedo sino un alivio inmenso que se iba haciendo más hondo a medida que se le desaguaba la vida, se sentía ingrávido y puro, de modo que él también sonreía mientras lo mataban, sonreía por ellos y por él en el ámbito de la casa del sueño cuyas paredes de cal viva se teñían de las salpicaduras de mi sangre, hasta que alguien que era hijo suyo en el sueño le dio un tajo en la ingle por donde se me salió el último aire que me quedaba, y entonces se tapó la cara con la manta empapada de su sangre para que nadie le conociera muerto los que no habían podido conocerle vivo y se derrumbó sacudido por los estertores de una agonía tan verídica que no pudo reprimir la urgencia de contársela a mi compadre el ministro de la salud y éste acabó de consternarlo con la revelación de que aquella muerte había ocurrido ya una vez en la historia de los hombres mi general, le leyó el relato del episodio en uno de los mamotretos chamuscados del general Lautaro Muñoz, y era idéntico, madre, tanto que en el curso de la lectura él recordó algo que había olvidado al despertar y era que mientras lo mataban se abrieron de golpe y sin viento todas las ventanas de la casa presidencial que en la realidad eran tantas cuantas fueron las heridas del sueño, veintitrés, una coincidencia terrorífica que culminó aquella semana con un asalto de corsarios al senado y la corte de justicia ante la indiferencia cómplice de las fuerzas armadas, arrancaron de raíz la casa augusta de nuestros próceres originales cuyas llamas se vieron hasta muy tarde en la noche desde el balcón presidencial, pero él no se inmutó con la novedad mi general de que no habían dejado ni las piedras de los cimientos, nos prometió un castigo ejemplar para los autores del atentado que no aparecieron nunca, nos prometió reconstruir una réplica exacta de la casa de los próceres cuyos escombros calcinados permanecieron hasta nuestros días, no hizo nada para disimular el terrible exorcismo del mal sueño sino que se valió de la ocasión para liquidar el aparato legislativo y judicial de la vieja república, abrumó de honores y fortuna a los senadores y diputados y magistrados de cortes que ya no le hacían falta para guardar las apariencias de los orígenes de su régimen, los desterró en embajadas felices y remotas y se quedó sin más séquito que la sombra solitaria del indio del machete que no lo abandonaba un instante, probaba su comida y su agua, guardaba la distancia, vigilaba la puerta mientras él permanecía en mi casa alimentando la versión de que era mi amante secreto cuando en verdad me visitaba hasta dos veces por mes para hacerme consultas de naipes durante aquellos muchos años en que aún se creía mortal y tenía la virtud de la duda y sabía equivocarse y confiaba más en las barajas que en su instinto montuno, llegaba siempre tan asustado y viejo como la primera vez en que se sentó frente a mí y sin decir una palabra me tendió aquellas manos cuyas palmas lisas y tensas como el vientre de un sapo no había visto jamás ni había de ver otra vez en mi muy larga vida de escrutadora de destinos ajenos, puso las dos al mismo tiempo sobre la mesa casi como la súplica muda de un desahuciado y me pareció tan ansioso y sin ilusiones que no me impresionaron tanto sus palmas áridas como su melancolía sin alivio, la debilidad de sus labios, su pobre corazón de anciano carcomido por la incertidumbre cuyo destino no sólo era hermético en sus manos sino en cuantos medios de averiguación conocíamos entonces, pues tan pronto como él cortaba el naipe las cartas se volvían pozos de aguas turbias, se embrollaba el sedimento del café en el fondo de la taza donde él había bebido, se borraban las claves de todo cuanto tuviera que ver con su futuro personal, con su felicidad y la fortuna de sus actos, pero en cambio eran diáfanas sobre el destino de quienquiera que tuviera algo que ver con él, de modo que vimos a su madre Bendición Alvarado pintando pájaros de nombres foráneos a una edad tan avanzada que apenas si podía distinguir los colores a través de un aire enrarecido por un vapor pestilente, pobre madre, vimos nuestra ciudad devastada por un ciclón tan terrible que no merecía su nombre de mujer, vimos un hombre con una máscara verde y una espada en la mano y él preguntó angustiado en qué lugar del mundo estaba y las cartas contestaron que estaba todos los martes más cerca de él que los otros días de la semana, y él dijo ajá, y preguntó de qué color tiene los ojos, y las cartas contestaron que tenía uno del color del guarapo de caña al trasluz y el otro en las tinieblas, y él dijo ajá y preguntó cuáles eran las intenciones de ese hombre, y aquélla fue la última vez en que le revelé hasta el final la verdad de las barajas porque le contesté que la máscara verde era de la perfidia y la traición, y él dijo ajá, con un énfasis de victoria, ya sé quién es, carajo, exclamó, y era el coronel Narciso Miraval, uno de sus ayudantes más próximos que dos días después se disparó un tiro de pistola en el oído sin explicación alguna, pobre hombre, y así ordenaban la suerte de la patria y se anticipaban a su historia de acuerdo con las adivinanzas de las barajas hasta que él oyó hablar de una vidente única que descifraba la muerte en las aguas inequívocas de los lebrillos y se fue a buscarla en secreto por desfiladeros de mulas sin más testigos que el ángel del machete hasta el rancho del páramo donde vivía con una bisnieta que tenía tres niños y estaba a punto de parir otro de un marido muerto el mes anterior, la encontró tullida y medio ciega en el fondo de una alcoba casi en tinieblas, pero cuando ella le pidió que pusiera las manos sobre el lebrillo las aguas se iluminaron de una claridad interior suave y nítida, y entonces se vio a sí mismo, idéntico, acostado bocabajo en el suelo, con el uniforme de lienzo sin insignias, las polainas y la espuela de oro, y preguntó qué lugar era ése, y la mujer contestó examinando las aguas dormidas que era una habitación no más grande que ésta con algo que se ve aquí que parece una mesa de escribir y un ventilador eléctrico y una ventana hacia el mar y estas paredes blancas con cuadros de caballos y una bandera con un dragón, y él volvió a decir ajá porque había reconocido sin dudas la oficina contigua a la sala de audiencias, y preguntó si había de ser de mala manera o de mala enfermedad, y ella le contestó que no, que había de ser durante el sueño y sin dolor, y él dijo ajá, y le preguntó temblando que cuándo había de ser y ella le contestó que durmiera con calma porque no había de ser antes de que cumplas mi edad, que eran los 107 años, pero tampoco después de 125 años más, y él dijo ajá, y entonces asesinó a la anciana enferma en la hamaca para que nadie más conociera las circunstancias de su muerte, la estranguló con la correa de la espuela de oro, sin dolor, sin un suspiro, como un verdugo maestro, a pesar de que fue el único ser de este mundo, humano o animal, a quien le hizo el honor de matarlo de su propia mano en la paz o en la guerra, pobre mujer. Semejantes evocaciones de sus fastos de infamia no le torcían la conciencia en las noches del otoño, al contrario, le servían como fábulas ejemplares de lo que había debido ser y no era, sobre todo cuando Manuela Sánchez se esfumó en las sombras del eclipse y él quería sentirse otra vez en la flor de su barbarie para arrancarse la rabia de la burla que le cocinaba las tripas, se acostaba en la hamaca bajo los cascabeles del viento de los tamarindos a pensar en Manuela Sánchez con un rencor que le perturbaba el sueño mientras las fuerzas de tierra, mar y aire la buscaban sin hallar rastros hasta en los confines ignotos de los desiertos de salitre, dónde carajo te has metido, se preguntaba, dónde carajo te piensas meter que no te alcance mi brazo para que sepas quién es el que manda, el sombrero en el pecho le temblaba con los ímpetus del corazón, se quedaba extasiado de cólera sin hacerle caso a la insistencia de su madre que trataba de averiguar por qué no hablas desde la tarde del eclipse, por qué miras para adentro, pero él no contestaba, se fue, mierda madre, arrastraba sus patas de huérfano desangrándose a gotas de hiel con el orgullo herido por la amargura irredimible de que estas vainas me pasan por lo pendejo que me he vuelto, por no ser ya el arbitro de mi destino como lo era antes, por haber entrado en la casa de una guaricha con el permiso de su madre y no como había entrado en la hacienda fresca y callada de Francisca Linero en la vereda de los Santos Higuerones cuando todavía era él en persona y no Patricio Aragonés quien mostraba la cara visible del poder, había entrado sin siquiera tocar las aldabas de acuerdo con el gusto de su voluntad al compás de los dobles de las once en el reloj de péndulo y yo sentí el metal de la espuela de oro desde la terraza del patio y comprendí que aquellos pasos de mano de pilón con tanta autoridad en los ladrillos del piso no podían ser otros que los suyos, lo presentí de cuerpo entero antes de verlo aparecer en el vano de la puerta de la terraza interior donde el alcaraván cantaba las once entre los geranios de oro, cantaba el turpial aturdido por la acetona fragante de los racimos de guineo colgados en el alar, se solazaba la luz del aciago martes de agosto entre las hojas nuevas de los platanales del patio y el cuerpo del venado joven que mi marido Poncio Daza había cazado al amanecer y lo puso a desangrar colgado por las patas junto a los racimos de guineo atigrados por la miel interior, lo vi más grande y más sombrío que en un sueño con las botas sucias de barro y la chaqueta de caqui ensopada de sudor y sin armas en la correa pero amparado por la sombra del indio descalzo que permaneció inmóvil detrás de él con la mano apoyada en la cacha del machete, vi los ojos ineludibles, la mano de doncella dormida que arrancó un guineo del racimo más cercano y se lo comió de ansiedad y luego se comió otro y otro más, masticándolos de ansiedad con un ruido de pantano de toda la boca sin apartar la vista de la provocativa Francisca Linero que lo miraba sin saber qué hacer con su pudor de recién casada porque él había venido para darle gusto a su voluntad y no había otro poder mayor que el suyo para impedirlo, apenas si sentí la respiración de miedo de mi marido que se sentó a mi lado y ambos permanecimos inmóviles con las manos cogidas y los dos corazones de tarjeta postal asustados al unísono bajo la mirada tenaz del anciano insondable que seguía a dos pasos de la puerta comiéndose un guineo después del otro y tirando las cascaras en el patio por encima del hombro sin haber pestañeado ni una vez desde que empezó a mirarme, y sólo cuando acabó de comerse el racimo entero y quedó el vástago pelado junto al venado muerto le hizo una señal al indio descalzo y le ordenó a Poncio Daza que se fuera un momento con mi compadre el del machete que tiene que arreglar un negocio contigo, y aunque yo estaba agonizando de miedo conservaba bastante lucidez para darme cuenta de que mi único recurso de salvación era dejar que él hiciera conmigo todo lo que quiso sobre el mesón de comer, más aún, lo ayudé a encontrarme entre los encajes de los pollerines después de que me dejó sin resuello con su olor de amoníaco y me desgarró las bragas de un zarpazo y me buscaba con los dedos por donde no era mientras yo pensaba aturdida Santísimo Sacramento qué vergüenza, qué mala suerte, porque aquella mañana no había tenido tiempo de lavarme por estar pendiente del venado, así que él hizo por fin su voluntad al cabo de tantos meses de asedio, pero lo hizo de prisa y mal, como si hubiera sido más viejo de lo que era, o mucho más joven, estaba tan aturdido que apenas si me enteré de cuándo cumplió con su deber como mejor pudo y se soltó a llorar con unas lágrimas de orín caliente de huérfano grande y solo, llorando con una aflicción tan honda que no sólo sentí lástima por él sino por todos los hombres del mundo y empecé a rascarle la cabeza con la yema de los dedos y a consolarlo con que no era para tanto general, la vida es larga, mientras el hombre del machete se llevó a Poncio Daza al interior de los platanales y lo hizo tasajo en rebanadas tan finas que fue imposible componer el cuerpo disperso por los marranos, pobre hombre, pero no había otro remedio, dijo él, porque iba a ser un enemigo mortal para toda la vida. Eran imágenes de su poder que le llegaban desde muy lejos y le exacerbaban la amargura de cuánto le habían aguado la salmuera de su poder si ni siquiera le servía para conjurar los maleficios de un eclipse, lo estremecía un hilo de bilis negra en la mesa de dominó ante el dominio helado del general Rodrigo de Aguilar que era el único hombre de armas a quien había confiado la vida desde que el ácido úrico le cristalizó las coyunturas al ángel del machete, y sin embargo se preguntaba si tanta confianza y tanta autoridad delegadas en una sola persona no habrían sido la causa de su desventura, si no era mi compadre de toda la vida quien lo había vuelto buey por tratar de quitarle la pelambre natural de caudillo de vereda para convertirlo en un inválido de palacio incapaz de concebir una orden que no estuviera cumplida de antemano, por el invento malsano de mostrar en público una cara que no era la suya cuando el indio descalzo de los buenos tiempos se bastaba y se sobraba solo para abrir una trocha a machetazos a través de las muchedumbres de la gente gritando apártense cabrones que aquí viene el que manda sin poder distinguir en aquel matorral de ovaciones quiénes eran los buenos patriotas de la patria y quiénes eran los matreros porque todavía no habíamos descubierto que los más tenebrosos eran los que más gritaban que viva el macho, carajo, que viva el general, y en cambio ahora no le alcanzaba la autoridad de sus armas para encontrar a la reina de mala muerte que había burlado el cerco infranqueable de sus apetitos seniles, carajo, tiró las fichas por los suelos, dejaba las partidas a medias sin motivo visible deprimido por la revelación instantánea de que todo acababa por encontrar su lugar en el mundo, todo menos él, consciente por primera vez de la camisa ensopada de sudor a una hora tan temprana, consciente del hedor de carroña que subía con los vapores del mar y del dulce silbido de flauta de la potra torcida por la humedad del calor, es el bochorno, se dijo sin convicción, tratando de descifrar desde la ventana el raro estado de la luz de la ciudad inmóvil cuyos únicos seres vivos parecían ser las bandadas de gallinazos que huían despavoridas de las cornisas del hospital de pobres y el ciego de la Plaza de Armas que presintió al anciano trémulo en la ventana de la casa civil y le hizo una señal apremiante con el báculo y le gritaba algo que él no logró entender y que interpretó como un signo más en aquel sentimiento opresivo de que algo estaba a punto de ocurrir, y sin embargo se repitió que no por segunda vez al final del largo lunes de desaliento, es el bochorno, se dijo, y se durmió al instante, arrullado por los rasguños de la llovizna en los vidrios de bruma de los filtros del duermevela, pero de pronto despertó asustado, quién vive, gritó, era su propio corazón oprimido por el silencio raro de los gallos al amanecer, sintió que el barco del universo había llegado a un puerto mientras él dormía, flotaba en un caldo de vapor, los animales de la tierra y del cielo que tenían la facultad de vislumbrar la muerte más allá de los presagios torpes y las ciencias mejor fundadas de los hombres estaban mudos de terror, se acabó el aire, el tiempo cambiaba de rumbo, y él sintió al incorporarse que el corazón se le hinchaba a cada paso y se le reventaban los tímpanos y una materia hirviente se le escurrió por las narices, es la muerte, pensó, con la guerrera empapada de sangre, antes de tomar conciencia de que no mi general, era el ciclón, el más devastador de cuantos fragmentaron en un reguero de islas dispersas el antiguo reino compacto del Caribe, una catástrofe tan sigilosa que sólo él la había detectado con su instinto premonitorio mucho antes de que empezara el pánico de los perros y las gallinas, y tan intempestiva que apenas si hubo tiempo de encontrarle un nombre de mujer en el desorden de oficiales aterrorizados que me vinieron con la novedad de que ahora sí fue cierto mi general, a este país se lo llevó el carajo, pero él ordenó que afirmaran puertas y ventanas con cuadernas de altura, amarraron a los centinelas en los corredores, encerraron las gallinas y las vacas en las oficinas del primer piso, clavaron cada cosa en su lugar desde la Plaza de Armas hasta el último lindero de su aterrorizado reino de pesadumbre, la patria entera quedó anclada en su sitio con la orden inapelable de que al primer síntoma de pánico disparen dos veces al aire y a la tercera tiren a matar, y sin embargo nada resistió al paso de la tremenda cuchilla de vientos giratorios que cortó de un tajo limpio los portones de acero blindado de la entrada principal y se llevó mis vacas por los aires, pero él no se dio cuenta en el hechizo del impacto de dónde vino aquel estruendo de lluvias horizontales que dispersaban en su ámbito una granizada volcánica de escombros de balcones y bestias de las selvas del fondo del mar, ni tuvo bastante lucidez para pensar en las proporciones tremendas del cataclismo sino que andaba en medio del diluvio preguntándose con el sabor de almizcle del rencor dónde estarás Manuela Sánchez de mi mala saliva, carajo, dónde te habrás metido que no te alcance este desastre de mi venganza. En la rebalsa de placidez que sucedió al huracán se encontró solo con sus ayudantes más próximos navegando en una barcaza de remos en la sopa de destrozos de la sala de audiencias, salieron por la puerta de la cochera remando sin tropiezos por entre los cabos de las palmeras y los faroles arrasados de la Plaza de Armas, entraron en la laguna muerta de la catedral y él volvió a padecer por un instante el destello clarividente de que no había sido nunca ni sería nunca el dueño de todo su poder, siguió mortificado por el relente de aquella certidumbre amarga mientras la barcaza tropezaba con espacios de densidad distinta según los cambios de color de la luz de los vitrales en la fronda de oro macizo y los racimos de esmeraldas del altar mayor y las losas funerarias de virreyes enterrados vivos y arzobispos muertos de desencanto y el promontorio de granito del mausoleo vacío del almirante de la mar océana con el perfil de las tres carabelas que él había hecho construir por si quería que sus huesos reposaran entre nosotros, salimos por el canal del presbiterio hacia un patio interior convertido en un acuario luminoso en cuyo fondo de azulejos erraban los cardúmenes de mojarras entre las varas de nardos y los girasoles, surcamos los cauces tenebrosos de la clausura del convento de las vizcaínas, vimos las celdas abandonadas, vimos el clavicordio a la deriva en la alberca íntima de la sala de canto, vimos en el fondo de las aguas dormidas del refectorio a la comunidad completa de vírgenes ahogadas en sus puestos de comer frente a la larga mesa servida, y vio al salir por los balcones el extenso espacio lacustre bajo el cielo radiante donde había estado la ciudad y sólo entonces creyó que era cierta la novedad mi general de que este desastre había ocurrido en el mundo entero sólo para librarme del tormento de Manuela Sánchez, carajo, qué bárbaros que son los métodos de Dios comparados con los nuestros, pensaba complacido, contemplando la ciénaga turbia donde había estado la ciudad y en cuya superficie sin límites flotaba todo un mundo de gallinas ahogadas y no sobresalían sino las torres de la catedral, el foco del faro, las terrazas de sol de las mansiones de cal y canto del barrio de los virreyes, las islas dispersas de las colinas del antiguo puerto negrero donde estaban acampados los náufragos del huracán, los últimos sobrevivientes incrédulos que contemplamos el paso silencioso de la barcaza pintada con los colores de la bandera por entre los sargazos de los cuerpos inertes de las gallinas, vimos los ojos tristes, los labios mustios, la mano pensativa que hacía señales de cruces de bendición para que cesaran las lluvias y brillara el sol, y devolvió la vida a las gallinas ahogadas, y ordenó que bajaran las aguas y las aguas bajaron. En medio de las campanas de júbilo, los cohetes de fiesta, las músicas de gloria con que se celebró la primera piedra de la reconstrucción, y en medio de los gritos de la muchedumbre que se concentró en la Plaza de Armas para glorificar al benemérito que puso en fuga al dragón del huracán, alguien lo agarró por el brazo para sacarlo al balcón pues ahora más que nunca el pueblo necesita su palabra de aliento, y antes de que pudiera evadirse sintió el clamor unánime que se le metió en las entrañas como un viento de mala mar, que viva el macho, pues desde el primer día de su régimen conoció el desamparo de ser visto por toda una ciudad al mismo tiempo, se le petrificaron las palabras, comprendió en un destello de lucidez mortal que no tenía valor ni lo tendría jamás para asomarse de cuerpo entero al abismo de las muchedumbres, de modo que en la Plaza de Armas sólo percibimos la imagen efímera de siempre, el celaje de un anciano inasible vestido de lienzo que impartió una bendición silenciosa desde el balcón presidencial y desapareció al instante, pero aquella visión fugaz nos bastaba para sustentar la confianza de que él estaba ahí, velando nuestra vigilia y nuestro sueño bajo los tamarindos históricos de la mansión de los suburbios, estaba absorto en el mecedor de mimbre, con el vaso de limonada intacto en la mano oyendo el ruido de los granos de maíz que su madre Bendición Alvarado venteaba en la totuma, viéndola a través de la reverberación del calor de las tres cuando agarró una gallina cenicienta y se la metió debajo del trazo y le torcía el pescuezo con una cierta ternura mientras me decía con una voz de madre mirándome a los ojos que te estás volviendo tísico de tanto pensar sin alimentarte bien, quédate a comer esta noche, le suplicó, tratando de seducirlo con la tentación de la gallina estrangulada que sostenía con ambas manos para que no se le escapara en los estertores de la agonía, y él dijo que está bien, madre, me quedo, se quedaba hasta el anochecer con los ojos cerrados en el mecedor de mimbre, sin dormir, arrullado por el suave olor de la gallina hirviendo en la olla, pendiente del curso de nuestras vidas, pues lo único que nos daba seguridad sobre la tierra era la certidumbre de que él estaba ahí, invulnerable a la peste y al ciclón, invulnerable a la burla de Manuela Sánchez, invulnerable al tiempo, consagrado a la dicha mesiánica de pensar para nosotros, sabiendo que nosotros sabíamos que él no había de tomar por nosotros ninguna de terminación que no tuviera nuestra medida, pues él no había sobrevivido a todo por su valor inconcebible ni por su infinita prudencia sino porque era el único de nosotros que conocía el tamaño real de nuestro destino, y hasta ahí había llegado, madre, se había sentado a descansar al término de un arduo viaje en la última piedra histórica de la remota frontera oriental donde estaban esculpidos el nombre y las fechas del último soldado muerto en defensa de la integridad de la patria, había visto la ciudad lúgubre y glacial de la nación contigua, vio la llovizna eterna, la bruma matinal con olor de hollín, los hombres vestidos de etiqueta en los tranvías eléctricos, los entierros de alcurnia en las carrozas góticas de percherones blancos con morriones de plumas, los niños durmiendo envueltos en periódicos en el atrio de la catedral, carajo, qué gente tan rara, exclamó, parecen poetas, pero no lo eran, mi general, son los godos en el poder, le dijeron, y había vuelto de aquel viaje exaltado por la revelación de que no hay nada igual a este viento de guayabas podridas y este fragor de mercado y este hondo sentimiento de pesadumbre al atardecer de esta patria de miseria cuyos linderos no había de trasponer jamás, y no porque tuviera miedo de moverse de la silla en que estaba sentado, según decían sus enemigos, sino porque un hombre es como un árbol del monte, madre, como los animales del monte que no salen de la guarida sino para comer, decía, evocando con la lucidez mortal del duermevela de la siesta el soporífero jueves de agosto de hacía tantos años en que se atrevió a confesar que conocía los límites de su ambición, se lo había revelado a un guerrero de otras tierras y otra época a quien recibió a solas en la penumbra ardiente de la oficina, era un joven tímido, aturdido por la soberbia y señalado desde siempre por el estigma de la soledad, que había permanecido inmóvil en la puerta sin decidirse a franquearla hasta que sus ojos se acostumbraron a la penumbra perfumada por un brasero de glicinas en el calor y pudo distinguirlo a él sentado en la poltrona giratoria con el puño inmóvil en la mesa desnuda, tan cotidiano y descolorido que no tenía nada que ver con su imagen pública, sin escolta y sin armas, con la camisa empapada por un sudor de hombre mortal y con hojas de salvia pegadas en las sienes para el dolor de cabeza, y sólo cuando me convencí de la verdad increíble de que aquel anciano herrumbroso era el mismo ídolo de nuestra niñez, la encarnación más pura de nuestros sueños de gloria, sólo entonces entró en el despacho y se presentó con su nombre hablando con la voz clara y firme de quien espera ser reconocido por sus actos, y él me estrechó la mano con una mano dulce y mezquina, una mano de obispo, y le prestó una atención asombrada a los sueños fabulosos del forastero que quería armas y solidaridad para una causa que es también la suya, excelencia, quería asistencia logística y sustento político para una guerra sin cuartel que barriera de una vez por todas con los regímenes conservadores desde Alaska hasta la Patagonia, y él se sintió tan conmovido con su vehemencia que le había preguntado por qué andas en esta vaina, carajo, por qué te quieres morir, y el forastero le había respondido sin un vestigio de pudor que no hay gloria más alta que morir por la patria, excelencia, y él le replicó sonriendo de lástima que no seas pendejo, muchacho, la patria es estar vivo, le dijo, es esto, le dijo, y abrió el puño que tenía apoyado en la mesa y le mostró en la palma de la mano esta bolita de vidrio que es algo que se tiene o no se tiene, pero que sólo el que la tiene la tiene, muchacho, esto es la patria, dijo, mientras lo despedía con palmaditas en la espalda sin darle nada, ni siquiera el consuelo de una promesa, y al edecán que le cerró la puerta le ordenó que no volvieran a molestar a ese hombre que acaba de salir, ni siquiera pierdan el tiempo vigilándolo, dijo, tiene fiebre en los cañones, no sirve. Nunca volvimos a oírle aquella frase hasta después del ciclón cuando proclamó una nueva amnistía para los presos políticos y autorizó el regreso de todos los desterrados salvo los hombres de letras, por supuesto, ésos nunca, dijo, tienen fiebre en los cañones como los gallos finos cuando están emplumando de modo que no sirven para nada sino cuando sirven para algo, dijo, son peores que los políticos, peores que los curas, imagínense, pero que vengan los demás sin distinción de color para que la reconstrucción de la patria sea una empresa de todos, para que nadie se quedara sin comprobar que él era otra vez el dueño de todo su poder con el apoyo feroz de unas fuerzas armadas que habían vuelto a ser las de antes desde que él repartió entre los miembros del mando supremo los cargamentos de vituallas y medicinas y los materiales de asistencia pública de la ayuda exterior, desde que las familias de sus ministros hacían domingos de playa en los hospitales desarmables y las tiendas de campaña de la Cruz Roja, le vendían al ministerio de la salud los cargamentos de plasma sanguíneo, las toneladas de leche en polvo que el ministerio de salud le volvía a vender por segunda vez a los hospitales de pobres, los oficiales del estado mayor cambiaron sus ambiciones por los contratos de las obras públicas y los programas de rehabilitación emprendidos con el empréstito de emergencia que concedió el embajador Warren a cambio del derecho de pesca sin límites de las naves de su país en nuestras aguas territoriales, qué carajo, sólo el que la tiene la tiene, se decía, acordándose de la canica de colores que le mostró a aquel pobre soñador de quien nunca se volvió a saber, tan exaltado con la empresa de la reconstrucción que se ocupaba de viva voz y de cuerpo presente hasta de los detalles más Ínfimos como en los tiempos originales del poder, chapaleaba en los pantanos de las calles con un sombrero y unas botas de cazador de patos para que no se hiciera una ciudad distinta de la que él había concebido para su gloria en sus sueños de ahogado solita rio, ordenaba a los ingenieros que me quiten esas casas de aquí y me las pongan allá donde no estorben, las quitaban, que levanten esa torre dos metros más para que puedan verse los barcos de altamar, la levantaban, que me volteen al revés el curso de este río, lo volteaban, sin un tropiezo, sin un vestigio de desaliento, y andaba tan aturdido con aquella restauración febril, tan absorto en su empeño y tan desentendido de otros asuntos menores del estado que se dio de bruces contra la realidad cuando un edecán distraído le comentó por error el problema de los niños y él preguntó desde las nebulosas que cuáles niños, los niños mi general, pero cuáles carajo, porque hasta entonces le habían ocultado que el ejército mantenía bajo custodia secreta a los niños que sacaban los números de la lotería por temor de que contaran por qué ganaba siempre el billete presidencial, a los padres que reclamaban les contestaron que no era cierto mientras concebían una respuesta mejor, les decían que eran infundios de apátridas, calumnias de la oposición; y a los que se amotinaron frente a un cuartel los rechazaron con cargas de mortero y hubo una matanza pública que también le habíamos ocultado para no molestarlo mi general, pues la verdad es que los niños estaban encerrados en las bóvedas de la fortaleza del puerto, en las mejores condiciones, con un ánimo excelente y muy buena salud, pero la vaina es que ahora no sabemos qué hacer con ellos mi general, y eran como dos mil. El método infalible para ganar se la lotería se le había ocurrido a él sin buscarlo, observando los números damasquinados de las bolas de billar, y había sido una idea tan sencilla y deslumbrante que él mismo no podía creerlo cuando vio la muchedumbre ansiosa que desbordaba la Plaza de Armas desde el mediodía sacando las cuentas anticipadas del milagro bajo el sol abrasante con clamores de gratitud y letreros pintados de gloria eterna al magnánimo que reparte la felicidad, vinieron músicos y maromeros, cantinas y fritangas, ruletas anacrónicas y descoloridas loterías de animales, escombros de otros mundo y otros tiempos que merodeaban en los contornos de la fortuna tratando de medrar con las migajas de tantas ilusiones, abrieron el balcón a las tres, hicieron subir tres niños menores de siete años escogidos al azar por la propia muchedumbre para que no hubiera dudas de la honradez del método, le entregaban a cada niño un talego de un color distinto después de comprobar ante testigos calificados que había diez bolas de billar numeradas del uno al cero dentro de cada talego, atención, señoras y señores, la multitud no respiraba, cada niño con los ojos vendados va a sacar una bola de cada talego, primero el niño del talego azul, luego el del rojo y por último el del amarillo, uno después del otro los tres niños metían la mano en su talego, sentían en el fondo nueve bolas iguales y una bola helada, y cumpliendo la orden que les habíamos dado en secreto cogían la bola helada, se la mostraban a la muchedumbre, la cantaban, y así sacaban las tres bolas mantenidas en hielo durante varios días con los tres números del billete que él se había reservado, pero nunca pensamos que los niños podían contarlo mi general, se nos había ocurrido tan tarde que no tuvieron otro recurso que esconderlos de tres en tres, y luego de cinco en cinco, y luego de veinte en veinte, imagínese mi general, pues tirando del hilo del enredo él acabó por descubrir que todos los oficiales del mando supremo de las fuerzas de tierra mar y aire estaban implicados en la pesca milagrosa de la lotería nacional, se enteró de que los primeros niños subieron al balcón con la anuencia de sus padres e inclusive entrenados por ellos en la ciencia ilusoria de conocer al tacto los números damasquinados en marfil, pero que a los siguientes los hicieron subir a la fuerza porque se había divulgado el rumor de que los niños que subían una vez no volvían a bajar, sus padres los escondían, los sepultaban vivos mientras pasaban las patrullas de asalto que los buscaban a medianoche, las tropas de emergencia no acordonaban la Plaza de Armas para encauzar el delirio público, como a él le decían, sino para tener a raya a las muchedumbres que arriaban como recuas de ganado con amenazas de muerte, los diplomáticos que habían solicitado audiencia para mediar en el conflicto tropezaron con el absurdo de que los propios funcionarios les daban como ciertas las leyendas de sus enfermedades raras, que él no podía recibirlos porque le habían proliferado sapos en la barriga, que no podía dormir sino de pie para no lastimarse con las crestas de iguana que le crecían en las vértebras, le habían escondido los mensajes de protestas y súplicas del mundo entero, le habían ocultado un telegrama del Sumo Pontífice en el que se expresaba nuestra angustia apostólica por el destino de los inocentes, no había espacio en las cárceles para más padres rebeldes mi general, no había más niños para el sorteo del lunes, carajo, en qué vaina nos hemos metido. Con todo, él no midió la verdadera profundidad del abismo mientras no vio a los niños atascados como reses de matadero en el patio interior de la fortaleza del puerto, los vio salir de las bóvedas como una estampida de cabras ofuscadas por el deslumbramiento solar después de tantos meses de terror nocturno, se extraviaron en la luz, eran tantos al mismo tiempo que él no los vio como dos mil criaturas separadas sino como un inmenso animal sin forma que exhalaba un tufo impersonal de pellejo asoleado y hacía un rumor de aguas profundas y cuya naturaleza múltiple lo ponía a salvo de la destrucción, porque no era posible acabar con semejante cantidad de vida sin dejar un rastro de horror que había de darle la vuelta a la tierra, carajo, no había nada que hacer, y con aquella convicción reunió al mando supremo, catorce comandantes trémulos que nunca fueron tan temibles porque nunca estuvieron tan asustados, se tomó todo su tiempo para escrutar los ojos de cada uno, uno por uno, y entonces comprendió que estaba solo contra todos, así que permaneció con la cabeza erguida, endureció la voz, los exhortó a la unidad ahora más que nunca por el buen nombre y el honor de las fuerzas armadas, los absolvió de toda culpa con el puño cerrado sobre la mesa para que no le conocieran el temblor de la incertidumbre y les ordenó en consecuencia que continuaran en sus puestos cumpliendo con sus deberes con tanto celo y tanta autoridad como siempre lo habían hecho, porque mi decisión superior e irrevocable es que aquí no ha pasado nada, se suspende la sesión, yo respondo. Como simple medida de precaución sacó a los niños de la fortaleza del puerto y los mandó en furgones nocturnos a las regiones menos habitadas del país mientras él se enfrentaba al temporal desatado por la declaración oficial y solemne de que no era cierto, no sólo no había niños en poder de las autoridades sino que no quedaba un solo preso de ninguna clase en las cárceles, el infundio del secuestro masivo era una infamia de apátridas para turbar los ánimos, las puertas del país están abiertas para que se establezca la verdad, que vengan a buscarla, vinieron, vino una comisión de la Sociedad de Naciones que removió las piedras más ocultas del país e interrogó como quiso a quienes quiso con tanta minuciosidad que Bendición Alvarado había de preguntar quiénes eran aquellos intrusos vestidos de espiritistas que entraron en su casa buscando dos mil niños debajo de las camas, en el canasto de la costura, en los fraseos de pinceles, y que al final dieron fe pública de que habían encontrado las cárceles clausuradas, la patria en paz, cada cosa en su puesto, y no habían hallado ningún indicio para confirmar la suspicacia pública de que se hubieran o se hubiese violado de intención o de obra por acción u omisión los principios de los derechos humanos, duerma tranquilo, general, se fueron, él los despidió desde la ventana con un pañuelo de orillas bordadas y con la sensación de alivio de algo que terminaba para siempre, adiós, pendejos, mar tranquilo y próspero viaje, suspiró, se acabó la vaina, pero el general Rodrigo de Aguilar le recordó que no, que la vaina no se había acabado porque aún quedan los niños mi general, y él se dio una palmada en la frente, carajo, lo había olvidado por completo, qué hacemos con los niños. Tratando de liberarse de aquel mal pensamiento mientras se le ocurría una fórmula drástica había hecho que sacaran a los niños del escondite de la selva y los llevaran en sentido contrario a las provincias de las lluvias perpetuas donde no hubiera vientos infidentes que divulgaran sus voces, donde los animales de la tierra se pudrían caminando y crecían lirios en las palabras y los pulpos nadaban entre los árboles, había ordenado que los llevaran a las grutas andinas de las nieblas perpetuas para que nadie supiera dónde estaban, que los cambiaran de los turbios noviembres de putrefacción a los febreros de días horizontales para que nadie supiera cuándo estaban, les mandó perlas de quinina y mantas de lana cuando supo que tiritaban de calenturas porque estuvieron días y días escondidos en los arrozales con el lodo al cuello para que no los descubrieran los aeroplanos de la Cruz Roja, había hecho teñir de colorado la claridad del sol y el resplandor de las estrellas para curarles la escarlatina, los había hecho fumigar desde el aire con polvos de insecticida para que no se los comiera el pulgón de los platanales, les mandaba lluvias de caramelos y nevadas de helados de crema desde los aviones y paracaídas cargados de juguetes de Navidad para tenerlos contentos mientras se le ocurría una solución mágica, y así se fue poniendo a salvo del maleficio de su memoria, los olvidó, se sumergió en la ciénaga desolada de incontables noches iguales de sus insomnios domésticos, oyó los golpes de metal de las nueve, sacó las gallinas que dormían en las cornisas de la casa civil y las llevó al gallinero, no había acabado de contar los animales dormidos en los andamios cuando entró una mulata de servicio a recoger los huevos, sintió la resolana de su edad, el rumor de su corpiño, se le echó encima, tenga cuidado general, murmuró ella, temblando, se van a romper los huevos, que se rompan, qué carajo, dijo él, la tumbó de un zarpazo sin desvestirla ni desvestirse turbado por las ansias de fugarse de la gloria inasible de este martes nevado de mierdas verdes de animales dormidos, resbaló, se despeñó en el vértigo ilusorio de un precipicio surcado por franjas lívidas de evasión y efluvios de sudor y suspiros de mujer brava y engañosas amenazas de olvido, iba dejando en la caída la curva del retintineo anhelante de la estrella fugaz de la espuela de oro, el rastro de caliche de su resuello de marido urgente, su llantito de perro, su terror de existir a través del destello y el trueno silencioso de la deflagración instantánea de la centella de la muerte, pero en el fondo del precipicio estaban otra vez los rastrojos cagados, el sueño insomne de las gallinas, la aflicción de la mulata que se incorporó con el traje embarrado de la melaza amarilla de las yemas lamentándose de que ya ve lo que le dije general, se rompieron los huevos, y él rezongó tratando de domar la rabia de otro amor sin amor, apunta cuántos eran, le dijo, te los descuento de tu sueldo, se fue, eran las diez, examinó una por una las encías de las vacas en los establos, vio a una de sus mujeres descuartizada de dolor en el suelo de su barraca y vio a la comadrona que le sacó de las entrañas una criatura humeante con el cordón umbilical enrollado en el cuello, era un varón, qué nombre le ponemos mi general, el que les dé la gana, contestó, eran las once, como todas las noches de su régimen contó los centinelas, revisó las cerraduras, tapó las jaulas de los pájaros, apagó las luces, eran las doce, la patria estaba en paz, el mundo dormía, se dirigió al dormitorio por la casa en tinieblas a través de las aspas de luz de los amaneceres fugaces de las vueltas del faro, colgó la lámpara de salir corriendo, pasó las tres aldabas, los tres cerrojos, los tres pestillos, se sentó en la letrina portátil y mientras exprimía su orina exigua acariciaba al niño inclemente del testículo herniado hasta que se le enderezó la torcedura, se le durmió en la mano, cesó el dolor, pero volvió al instante con un relámpago de pánico cuando entró por la ventana el ramalazo de un viento de más allá de los confines de los desiertos de salitre y esparció en el dormitorio el aserrín de una canción de muchedumbres tiernas que preguntaban por un caballero que se fue a la guerra que suspiraban qué dolor qué pena que se subieron a una torre para ver que viniera que lo vieron volver que ya volvió que bueno en una caja de terciopelo qué dolor qué duelo, y era un coro de voces tan numerosas y distantes que él se hubiera dormido con la ilusión de que estaban cantando las estrellas, pero se incorporó iracundo, ya no más, carajo, gritó, o ellos o yo, gritó, y fueron ellos, pues antes del amanecer ordenó que metieran a los niños en una barcaza cargada de cemento, los llevaron cantando hasta los límites de las aguas territoriales, los hicieran volar con una carga de dinamita sin darles tiempo de sufrir mientras seguían cantando, y cuando los tres oficiales que ejecutaron el crimen se cuadraron frente a él con la novedad mi general de que su orden había sido cumplida, los ascendió dos grados y les impuso la medalla de la lealtad, pero luego los hizo fusilar sin honor como a delincuentes comunes porque hay órdenes que se pueden dar pero no se pueden cumplir, carajo, pobres criaturas. Experiencias tan duras como ésa confirmaban su muy antigua certidumbre de que el enemigo más temible estaba dentro de uno mismo en la confianza del corazón, que los propios hombres que él armaba y engrandecía para que sustentaran su régimen acaban tarde o temprano por escupir la mano que les daba de comer, él los aniquilaba de un zarpazo, sacaba a otros de la nada, los ascendía a los grados más altos señalándolos con el dedo según los impulsos de su inspiración, tú a capitán, tú a coronel, tú a general, y todos los demás a tenientes, qué carajo, los veía crecer dentro del uniforme hasta reventar las costuras, los perdía de vista, y una casualidad como el descubrimiento de dos mil niños secuestrados le permitía descubrir que no era sólo un hombre el que le había fallado sino todo el mando supremo de unas fuerzas armadas que nada más me sirven para aumentar el gasto de leche y a la hora de las vainas se cagan en el plato en que acaban de comer, yo que los parí a todos, carajo, me los saqué de las costillas, había conquistado para ellos el respeto y el pan, y sin embargo no tenía un instante de sosiego tratando de ponerse a salvo de su ambición, a los más peligrosos los mantenía más cerca para vigilarlos mejor, a los menos audaces los mandaba a guarniciones de frontera, por ellos había aceptado la ocupación de los infantes de marina, madre, y no para combatir la fiebre amarilla como había escrito el embajador Thompson en el comunicado oficial, ni para que lo protegieran de la inconformidad pública, como decían los políticos desterrados, sino para que enseñaran a ser gente decente a nuestros militares, y así fue, madre, a cada quien lo suyo, ellos los enseñaron a caminar con zapatos, a limpiarse con papel, a usar preservativos, fueron ellos quienes me enseñaron el secreto de mantener servicios paralelos para fomentar rivalidades de distracción entre la gente de armas, me inventaron la oficina de seguridad del estado, la agencia general de investigación, el departamento nacional de orden público y tantas otras vainas que ni yo mismo las recordaba, organismos iguales que él hacía aparecer como distintos para reinar con mayor sosiego en medio de la tormenta haciéndoles creer a unos que estaban vigilados por los otros, revolviéndoles con arena de playa la pólvora de los cuarteles y embrollando la verdad de sus intenciones con simulacros de la verdad contraria, y sin embargo se alzaban, él irrumpía en los cuarteles masticando espumarajos de bilis, gritando que se aparten cabrones que aquí viene el que manda ante el espanto de los oficiales que hacían pruebas de puntería con mis retratos, que los desarmen, ordenó sin detenerse pero con tanta autoridad de rabia en la voz que ellos mismos se desarmaron, que se quiten esa ropa de hombres, ordenó, se la quitaron, se alzó la base de San Jerónimo mi general, él entró por la puerta grande arrastrando sus grandes patas de anciano dolorido a través de una doble fila de guardias insurrectos que le rindieron honores de general jefe supremo, apareció en la sala del comando rebelde, sin escolta, sin un arma, pero gritando con una deflagración de poder que se tiren bocabajo en el suelo que aquí llegó el que todo lo puede, a tierra, malparidos, diecinueve oficiales de estado mayor se tiraron en el suelo, bocabajo, los pasearon comiendo tierra por los pueblos del litoral para que vean cuánto vale un militar sin uniforme, hijos de puta, oyó por encima de los otros gritos del cuartel alborotado sus propias órdenes inapelables de que fusilen por la espalda a los promotores de la rebelión, exhibieron los cadáveres colgados por los tobillos a sol y sereno para que nadie se quedara sin saber cómo terminan los que escupen a Dios, matreros, pero la vaina no se acababa con esas purgas sangrientas porque al menor descuido se volvía a encontrar con la amenaza de aquella parásita tentacular que creía haber arrancado de raíz y que volvía a proliferar en las galernas de su poder, a la sombra de los privilegios forzosos y las migajas de autoridad y la confianza de interés que debía acordarles a los oficiales más bravos aun contra su propia voluntad porque le era imposible mantenerse sin ellos pero también con ellos, condenado para siempre a vivir respirando el mismo aire que lo asfixiaba, carajo, no era justo, como tampoco era posible vivir con el sobresalto perpetuo de la pureza de mi compadre el general Rodrigo de Aguilar que había entrado en mi oficina con una cara de muerto ansioso de saber qué pasó con aquellos dos mil niños de mi premio mayor que todo el mundo dice que los hemos ahogado en el mar, y él dijo sin inmutarse que no creyera en infundios de apátridas, compadre, los niños están creciendo en paz de Dios, le dijo, todas las noches los oigo cantar por ahí, dijo, señalando con un círculo amplio de la mano un lugar indefinido del universo, y al propio embajador Evans lo dejó envuelto en un aura de incertidumbre cuando le contestó impasible que no sé de qué niños me está hablando si el propio delegado de su país ante la Sociedad de Naciones había dado fe pública de que estaban completos y sanos los niños en las escuelas, qué carajo, se acabó la vaina, y sin embargo no pudo impedir que los despertaran a medianoche con la novedad mi general de que se habían alzado las dos guarniciones más grandes del país y además el cuartel del Conde a dos cuadras de la casa presidencial, una insurrección de las más temibles encabezada por el general Bonivento Barboza que se había atrincherado con mil quinientos hombres de tropa muy bien armados y bien abastecidos con pertrechos comprados de contrabando a través de cónsules adictos a los políticos de oposición, de modo que las cosas no están para chuparse el dedo mi general, ahora sí nos llevó el carajo. En otra época, aquella subversión volcánica habría sido un estímulo para su pasión por el riesgo, pero él sabía mejor que nadie cuál era el peso verdadero de su edad, que apenas si le alcanzaba la voluntad para resistir a los estragos de su mundo secreto, que en las noches de invierno no conseguía dormir sin antes aplacar en el cuenco de la mano con un arrullo de ternura de duérmete mi cielo al niño de silbidos de dolor del testículo herniado, que se le iban los ánimos sentado en el retrete empujando su alma gota a gota como a través de un filtro entorpecido por el verdín de tantas noches de orinar solitario, que se le descosían los recuerdos, que no acertaba a ciencia cierta a conocer quién era quién, ni de parte de quién, a merced de un destino ineludible en aquella casa de lástima que hace tiempo hubiera cambiado por otra, lejos de aquí, en cualquier moridero de indios donde nadie supiera que había sido presidente único de la patria durante tantos y tan largos años que ni él mismo los había contado, y sin embargo, cuando el general Rodrigo de Aguilar se ofreció como mediador para negociar un compromiso decoroso con la subversión no se encontró con el anciano lelo que se quedaba dormido en las audiencias sino con el antiguo carácter de bisonte que sin pensarlo un instante contestó que ni de vainas, que no se iba, aunque no era cuestión de irse o de no irse sino que todo está contra nosotros mi general, hasta la iglesia, pero él dijo que no, la iglesia está con el que manda, dijo, los generales del mando supremo reunidos desde hacía 48 horas no habían logrado ponerse de acuerdo, no importa dijo él, ya verás cómo se deciden cuando sepan quién les paga más, los dirigentes de la oposición civil habían dado por fin la cara y conspiraban en plena calle, mejor, dijo él, cuelga uno en cada farol de la Plaza de Armas para que sepan quién es el que todo lo puede, no hay caso mi general, la gente está con ellos, mentira, dijo él, la gente está conmigo, de modo que de aquí no me sacan sino muerto, decidió, golpeando la mesa con su ruda mano de doncella como sólo lo hacía en las decisiones finales, y se durmió hasta la hora del ordeño en que encontró la sala de audiencia convertida en un muladar, pues los insurrectos del cuartel del Conde habían catapultado piedras que no dejaron un vidrio intacto en la galería oriental y pelotas de candela que se metían por las ventanas rotas y mantuvieron la población de la casa en situación de pánico durante la noche entera, si usted lo hubiera visto mi general, no hemos pegado el ojo corriendo de un lado para otro con mantas y galones de agua para sofocar los pozos de fuego que se prendían en los rincones menos pensados, pero él apenas si ponía atención, ya les dije que no les hagan caso, decía, arrastrando sus patas de tumba por los corredores de cenizas y piltrafas de alfombras y gobelinos chamuscados, pero van a seguir, le decían, habían mandado a decir que las bolas en llamas eran sólo una advertencia, que después vendrán las explosiones mi general, pero él atravesó el jardín sin hacer caso de nadie, aspiró en las últimas sombras el rumor de las rosas acabadas de nacer, el desorden de los gallos en el viento del mar, qué hacemos general, ya les dije que no les hagan caso, carajo, y se fue como todos los días a esa hora a vigilar el ordeño, de modo que los insurrectos del cuartel del Conde vieron aparecer como todos los días a esa hora la carreta de mulas con los seis toneles de leche del establo presidencial, y estaba en el pescante el mismo carretero de toda la vida con el mensaje hablado de que aquí les manda esta leche mi general aunque sigan escupiendo la mano que les da de comer, lo gritó con tanta inocencia que el general Bonivento Barboza ordenó recibir la leche con la condición de que antes la probara el carretero para estar seguros de que no estaba envenenada, y entonces se abrieron los portones de hierro y los mil quinientos rebeldes asomados a los balcones interiores vieron entrar la carreta hasta el centro del patio empedrado, vieron el ordenanza que subió al pescante con un jarro y un cucharón para darle a probar la leche al carretero, lo vieron destapar el primer tonel, lo vieron flotando en el remanso efímero de una deflagración deslumbrante, y no vieron nada más por los siglos de los siglos en el calor volcánico del lúgubre edificio de argamasa amarilla en el que no hubo jamás una flor, cuyos escombros quedaron suspendidos un instante en el aire por la explosión tremenda de los seis toneles de dinamita. Ya está, suspiró él en la casa presidencial, estremecido por el aliento sísmico que desbarató cuatro casas más alrededor del cuartel y rompió la cristalería nupcial de las alacenas hasta en los extramuros de la ciudad, ya está, suspiró, cuando los furgones de la basura sacaron de los patios de la fortaleza del puerto los cadáveres de dieciocho oficiales que fueron fusilados de dos en fondo para economizar munición, ya está, suspiró, cuando el comandante Rodrigo de Aguilar se cuadró frente a él con la novedad mi general de que no quedaba otra vez en las cárceles un espacio más para presos políticos, ya está, suspiró, cuando empezaron las campanas de júbilo, los cohetes de fiesta, las músicas de gloria que anunciaron el advenimiento de otros cien años de paz, ya está, carajo, se acabó la vaina, dijo, y se quedó tan convencido, tan descuidado de sí mismo, tan negligente de su seguridad personal que una mañana atravesaba el patio de regreso del ordeño y le falló el instinto para ver a tiempo al falso leproso de aparición que se alzó de entre los rosales para cerrarle el paso en la lenta llovizna de octubre y sólo vio demasiado tarde el destello instantáneo del revólver pavonado, el índice trémulo que empezó a apretar el gatillo cuando él gritó con los brazos abiertos ofreciéndole el pecho, atrévete cabrón, atrévete, deslumbrado por el asombro de que su hora había llegado contra las premoniciones más lúcidas de los lebrillos, dispara si es que tienes cojones, gritó, en el instante imperceptible de vacilación en que se encendió una estrella lívida en el cielo de los ojos del agresor, se marchitaron sus labios, le tembló la voluntad, y entonces él le descargó los dos puños de mazos en los tímpanos, lo tumbó en seco, lo aturdió en el suelo con una patada de mano de pilón en la mandíbula, oyó desde otro mundo el alboroto de la guardia que acudió a sus gritos, pasó a través de la deflagración azul del trueno continuo de las cinco explosiones del falso leproso retorcido en un charco de sangre que se había disparado en el vientre las cinco balas del revólver para que no lo agarraran vivo los interrogadores temibles de la guardia presidencial, oyó sobre los otros gritos de la casa alborotada sus propias órdenes inapelables de que descuartizaran el cadáver para escarmiento, lo hicieron tasajo, exhibieron la cabeza macerada con sal de piedra en la Plaza de Armas, la pierna derecha en el confín oriental de Santa María del Altar, la izquierda en el occidente sin límites de los desiertos de salitre, un brazo en los páramos, el otro en la selva, los pedazos del tronco fritos en manteca de cerdo y expuestos a sol y sereno hasta que se quedaron en el hueso pelado a todo lo ancho y a todo lo azaroso y difícil de este burdel de negros para que nadie se quedara sin saber cómo terminan los que levantan la mano contra su padre, y todavía verde de rabia se fue por entre los rosales que la guardia presidencial expulgaba de leprosos a punta de bayoneta para ver si por fin dan la cara, matreros, subió a la planta principal apartando a patadas a los paralíticos a ver si al fin aprenden quién fue el que les puso a parir sus madres, hijos de puta, atravesó los corredores gritando que se quiten carajo que aquí viene el que manda por entre el pánico de los oficinistas y los aduladores impávidos que lo proclamaban el eterno, dejó a lo largo de la casa el rastro del reguero de piedras de su resuello de horno, desapareció en la sala de audiencias como un relámpago fugitivo hacia los aposentos privados, entró en el dormitorio, cerró las tres aldabas, los tres pestillos, los tres cerrojos, y se quitó con la punta de los dedos los pantalones que llevaba puestos ensopados de mierda. No conoció un instante de descanso husmeando en su contorno para encontrar al enemigo oculto que había armado al falso leproso, pues sentía que era alguien al alcance de su mano, alguien tan próximo a su vida que conocía los escondrijos de su miel de abejas, que tenía ojos en las cerraduras y oídos en las paredes a toda hora y en todas partes como mis retratos, una presencia voluble que silbaba en los alisios de enero y lo reconocía desde el rescoldo de los jazmines en las noches de calor, que lo persiguió durante meses y meses en el espanto de los insomnios arrastrando sus pavorosas patas de aparecido por los cuartos mejor traspuestos de la casa en tinieblas, hasta una noche de dominó en que vio el presagio materializado en una mano pensativa que cerró el juego con el doble cinco, y fue como si una voz interior le hubiera revelado que aquella mano era la mano de la traición, carajo, éste es, se dijo perplejo, y entonces levantó la vista a través del chorro de luz de la lámpara colgada en el centro de la mesa y se encontró con los hermosos ojos de artillero de mi compadre del alma el general Rodrigo de Aguilar, qué vaina, su brazo fuerte, su cómplice sagrado, no era posible, pensaba, tanto más dolorido cuanto más a fondo descifraba la urdimbre de las falsas verdades con que lo habían entretenido durante tantos años para ocultar la verdad brutal de que mi compadre de toda la vida estaba al servicio de los políticos de fortuna que él había sacado por conveniencia de los trasfondos más oscuros de la guerra federal y los había enriquecido y abrumado de privilegios fabulosos, se había dejado usar por ellos, les había tolerado que se sirvieran de él para encumbrarse hasta donde no lo soñó la antigua aristocracia barrida por el aliento irresistible de la ventolera liberal, y todavía querían más, carajo, querían el sitio de elegido de Dios que él se había reservado, querían ser yo, malparidos, con el camino alumbrado por la lucidez glacial y la prudencia infinita del hombre que más confianza y más autoridad había logrado acumular bajo su régimen valiéndose de la privanza de ser la única persona de quien él aceptaba papeles para firmar, lo hacía leer en voz alta las órdenes ejecutivas y las leyes ministeriales que sólo yo podía expedir, le indicaba las enmiendas, firmaba con la huella del pulgar y ponía debajo el sello del anillo que entonces guardaba en una caja fuerte cuya combinación no conocía nadie más que él, a su salud, compadre, le decía siempre al entregarle los papeles firmados, ahí tiene para que se limpie, le decía riendo, y era así como el general Rodrigo de Aguilar había logrado establecer otro sistema de poder dentro del poder tan dilatado y fructífero como el mío, y no contento con eso había promovido en la sombra la insurrección del cuartel del Conde con la complicidad y la asistencia sin reservas del embajador Norton, su compinche de putas holandesas, su maestro de esgrima, que había pasado la munición de contrabando en barriles de bacalao de Noruega amparados por la franquicia diplomática mientras me embalsamaba en la mesa de dominó con las velas de incienso de que no había gobierno más amigo, ni más justo y ejemplar que el mío, y eran también ellos quienes habían puesto el revólver en la mano del falso leproso junto con estos cincuenta mil pesos en billetes cortados por la mitad que encontramos enterrados en la casa del agresor, y cuyas otras mitades le serían entregadas después del crimen por mi propio compadre de toda la vida, madre, mire qué vaina tan amarga, y sin embargo no se resignaban al fracaso sino que habían terminado por concebir el golpe perfecto sin derramar una gota de sangre, ni siquiera de la suya mi general, pues el general Rodrigo de Aguilar había acumulado testimonios del mayor crédito de que yo me pasaba las noches sin dormir conversando con los floreros y los óleos de los próceres y los arzobispos de la casa en tinieblas, que les ponía el termómetro a las vacas y les daba de comer fenacetina para bajarles la fiebre, que había hecho construir una tumba de honor para un almirante de la mar océana que no existía sino en mi imaginación febril cuando yo mismo vi con estos mis ojos misericordiosos las tres carabelas fondeadas frente a mi ventana, que había despilfarrado los fondos públicos en el vicio irreprimible de comprar aparatos de ingenio y hasta había pretendido que los astrónomos perturbaran el sistema solar para complacer a una reina de la belleza que sólo había existido en las visiones de su delirio, y que en un ataque de demencia senil había ordenado meter a dos mil niños en una barcaza cargada de cemento que fue dinamitada en el mar, madre, imagínese usted, qué hijos de puta, y era con base en aquellos testimonios solemnes que el general Rodrigo de Aguilar y el estado mayor de las guardias presidenciales en pleno habían decidido internarlo en el asilo de ancianos ilustres de los acantilados en la medianoche del primero de marzo próximo durante la cena anual del Santo Ángel Custodio, patrono de los guardaespaldas, o sea dentro de tres días mi general, imagínese, pero a pesar de la inminencia y el tamaño de la conspiración él no hizo ningún gesto que pudiera suscitar la sospecha de que la había descubierto, sino que a la hora prevista recibió como todos los años a los invitados de su guardia personal y los hizo sentar a la mesa del banquete a tomar los aperitivos mientras llegaba el general Rodrigo de Aguilar a hacer el brindis de honor, departió con ellos, se rió con ellos, uno tras otro, en distracciones furtivas, los oficiales miraban sus relojes, se los ponían en el oído, les daban cuerda, eran las doce menos cinco pero el general Rodrigo de Aguilar no llegaba, había un calor de caldera de barco perfumado de flores, olía a gladiolos y tulipanes, olía a rosas vivas en la sala cerrada, alguien abrió una ventana, respiramos, miramos los relojes, sentimos una ráfaga tenue del mar con un olor de guiso tierno de comida de bodas, todos sudaban menos él, todos padecimos el bochorno del instante bajo la lumbre intacta del animal vetusto que parpadeaba con los ojos abiertos en un espacio propio reservado en otra edad del mundo, salud, dijo, la mano inapelable de lirio lánguido volvió a levantar la copa con que había brindado toda la noche sin beber, se oyeron los ruidos viscerales de las máquinas de los relojes en el silencio de un abismo final, eran las doce, pero el general Rodrigo de Aguilar no llegaba, alguien trató de levantarse, por favor, dijo, él lo petrificó con la mirada mortal de que nadie se mueva, nadie respire, nadie viva sin mi permiso hasta que terminaron de sonar las doce, y entonces se abrieron las cortinas y entró el egregio general de división Rodrigo de Aguilar en bandeja de plata puesto cuan largo fue sobre una guarnición de coliflores y laureles, macerado en especias, dorado al horno, aderezado con el uniforme de cinco almendras de oro de las ocasiones solemnes y las presillas del valor sin límites en la manga del medio brazo, catorce libras de medallas en el pecho y una ramita de perejil en la boca, listo para ser servido en banquete de compañeros por los destazadores oficiales ante la petrificación de horror de los invitados que presenciamos sin respirar la exquisita ceremonia del descuartizamiento y el reparto, y cuando hubo en cada plato una ración igual de ministro de la defensa con relleno de piñones y hierbas de olor, él dio la orden de empezar, buen provecho señores.