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Había sido un milagro, aunque de limitados alcances. Después de que la Cruz de Rodas embistiese la línea turca, y al momento se viera trabada en ella, la Caridad Negra aprovechó el espacio dejado por la maniobra para atravesar la formación turca, no sin encajar gentil cañoneo de artillería que le desarboló el trinquete, ni sin romper parte de su palamenta pasando entre la capitana de Malta y la más próxima nave enemiga. Eso tuvo para nosotros, pegados a su popa, la ventaja de que los cañones enemigos habían disparado cuando nos llegó el turno, por lo que cruzamos sufriendo sólo saetazos y escopetería. Lo hicimos con los remos de la banda diestra tocando los de la Cruz de Rodas, que, enclavijada sin remedio con las galeras turcas mientras otras se acercaban a toda boga, sufría tres abordajes simultáneos, dos por una banda y otro por la proa. Estábamos demasiado ocupados para apreciar su sacrificio -en la carroza anegada de turcos vimos pelear cuerpo a cuerpo al capitán Muntaner y a sus caballeros, vendiéndose caros-, porque teníamos los cinco sentidos en esquivar una galera turca que nos entraba por la zurda. Todo era un pandemónium de disparos, saetas que pasaban y se clavaban en los paveses, en los árboles o en la carne, voces y maldiciones; y cuando nuestro timonero, con el capitán Urdemalas gritándole órdenes en la oreja misma -parecía diablo en los autos del Corpus-, metía la caña a una banda para no dar en la Caridad Negra, que guiñaba arrastrando por el agua la entena de su árbol tronchado, la galera enemiga nos alcanzó con su espolón casi hasta los bancos de popa. Saltaron hechos pedazos tres o cuatro remos, entre algarabía de gritos turcos, lamentos de galeotes y los Santiagos de quienes acudíamos a repeler el abordaje. El contacto duró un instante, mas bastó para que una manga de jenízaros vociferantes viniera con mucho coraje y osadía. Nuestras medias picas, arcabuces, mosquetes y pedreros dieron cuenta de ellos, desde las gatas arrojaron los grumetes alcancías de fuego y frascos de alquitrán, y la rociada barrió su tamboreta, obligándolos a replegarse mientras seguíamos camino sin otro daño.

– ¡Venga, hijos! -aullaba el capitán Urdemalas-… ¡Casi lo hemos hecho! ¡Venga!

Nuestro capitán de mar y guerra pecaba de optimista; pero, dadas las circunstancias, era deber de su oficio: animar la boga de la chusma que, azotada hasta la carne viva, se dejaba el ánima en los remos.

– ¡Alguacil!… ¡Otro sorbo de arraquín a la gente!… ¡Bogad! ¡Bogad, juro a mí!

Ni el fuerte licor turco podía hacer milagros. Los galeotes, enloquecidos por el esfuerzo, torturados por el corbacho que restallaba sobre sus espaldas cubiertas de sudor, de cardenales y de sangre, estaban al límite del esfuerzo. La galera volaba, como dije; pero también lo hacían las cinco turcas que llevábamos pegadas al fanal, cuyos cañones enviaban de vez en cuando una bala que impactaba con crujido de tablas rotas y gritos de dolor, o pasaba, rasgando el aire cual si fuera lienzo, para perderse en el mar, levantando una columna de espuma por nuestra proa.

– ¡ La Caridad se queda atrás!

Nos agolpamos en la banda diestra para ver qué ocurría, y un clamor desolado corrió la nave. Maltrecha por el cruce de la línea turca, con muchos remos rotos y demasiada chusma muerta, herida o exhausta, la capitana perdía ritmo de boga mientras la adelantábamos poco a poco. En breve espacio había pasado de hallarse a tiro de pistola en nuestra proa a estar casi por el través. Veíamos en su carroza a don Agustín Pimentel, a Machín de Gorostiola y a los otros oficiales mirando desesperados atrás, hacia las galeras turcas que acortaban trecho en cada remada. La palamenta de la Caridad Negra entraba y salía del agua fuera de compás, trabándose a veces un remo con otro, y varios de éstos se veían quietos, arrastrando por el agua. También observamos que algunos cadáveres de galeotes, sueltos los grilletes, eran arrojados al mar.

– Esos están listos -dijo un soldado.

– Mejor ellos que nosotros -apuntó otro.

– Para todos habrá.

Nuestra conserva quedó por el través y luego por la aleta. Algunos dimos voces de ánimo, pero era inútil. Agolpados en la borda, sobre los paveses, la vimos desamparada sin remedio, descompuesta su boga, con los turcos casi encima y la gente impotente, mirando cómo nos alejábamos. Desde sus arrumbadas, al gritarnos palabras que ya no podíamos oír, algunos vizcaínos alzaban las manos para despedirse de nosotros antes de acudir a popa, humeantes arcabuces y mosquetes. Al menos, con Machín de Gorostiola y su gente, los turcos pagarían cara la presa.

– ¡Cabos al fanal! -gritaron voces, repitiendo una orden.

En la galera se hizo un silencio mortal. Reunión de pastores, decía el viejo refrán, oveja muerta. Vimos al sargento Quemado, al cómitre y al alférez Labajos dirigirse sombríos hacia la espalda de la galera, mientras la gente abría plaza. También el capitán Alatriste vino por el corredor. Pasó por mi lado sin verme, o eso me pareció. Tenía los ojos fríos e inexpresivos, ausentes, cual si contemplasen algo más allá del mar y de todo. Yo conocía aquella mirada. Entonces comprendí que los vizcaínos de la otra galera sólo nos estaban precediendo en el desastre.

– La chusma no puede más -dijo el capitán Urdemalas.

Diego Alatriste miró hacia la cámara de boga. Exhaustos, indiferentes ya a los latigazos del sotacómitre y el alguacil, los galeotes eran incapaces de mantener el ritmo de remada necesario. Como la Caridad Negra, la Mulata también aflojaba mientras los turcos le cogían el mar.

– En media ampolleta los tendremos encima.

– Podría bogar la tropa -propuso el cómitre-, O parte de ella.

Muy amostazado, el alférez Labajos repuso que ni hartos de alboroque. Ya lo había comentado antes con algunos hombres, dijo, y nadie estaba dispuesto a ponerse al remo, ni siquiera tal como iban las cosas. Remédielo Dios, decían. Puestos a terminar allí, como parecía, nadie deseaba irse en estampa de galeote.

– Además, con esas cinco galeras pegadas al culo, sería reventarnos para nada… Mi gente son soldados, y el vigor lo emplean en su oficio. Que es pelear, y no andar al remo.

– Pues muchos bogaremos encadenados, si nos atrapan -dijo el cómitre con mala fe.

– Lo que bogue quien se deje es cosa de cada uno.

Diego Alatriste observó a los hombres agrupados en los corredores y las arrumbadas. Labajos decía la verdad. Incluso angustiada como estaba, aguardando la ejecución de una sentencia sin apelación, la gente mantenía su aspecto feroz, peligroso y formidable. Aquélla era la mejor infantería del mundo, y Alatriste sabía muy bien por qué. Tales soldados -señores soldados, como exigían se les llamase, llevaban casi un siglo y medio siéndolo, y lo serían hasta que la palabra reputación se extinguiera de su limitado vocabulario militar. Podían sufrir miserias, exponerse al fuego y al hierro, verse mutilados o muertos, sin paga y sin gloria; pero nunca dejarían de pelear mientras hubiera un camarada a la vista ante quien mantener la faz y las maneras. Por supuesto que no remarían para salvarse. Uno a uno sí, naturalmente. Por sus vidas y su libertad, si nadie llegara a saberlo nunca. El propio Alatriste era capaz, llegado el caso, de ocupar un banco y poner las manos en el madero, el primero de todos. Pero ni él ni el más bellaco a bordo haría tal cosa, si con ello -así era su nación, a fin de cuentas- perdía a la vista del mundo lo único que ni reyes, ni validos, ni frailes, ni enemigos, ni siquiera la enfermedad y la muerte, podían arrebatarle nunca: la imagen que de sí había forjado, la quimera de quien se proclamaba hidalgo antes que reconocerse siervo de nadie. Para un soldado español, su oficio era su honra. Todo muy opuesto al sentido práctico, como bien decía el parlamento del corsario berberisco que Diego Alatriste recordaba de los corrales de comedias, y que en ese instante estuvo a punto de venirle a los labios:

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