– Asan carne, señores -resumió el capitán Urdemalas.
Acababa de subir del esquife por la escala diestra de popa, tras celebrarse consejo en la carroza de la Caridad Negra. Las tres galeras estaban muy juntas, proa a la mar, inmóviles los remos en el agua color de plomo. El cielo estaba cubierto y seguía sin soplar la más leve brisa.
– No hay otra: esta noche cenamos con Cristo, o en Constantinopla.
Diego Alatriste se volvió en dirección a las galeras turcas, estudiándolas por enésima vez desde que el alba empezó a definir sus formas en el horizonte oscuro, que en la distancia amenazaba tormenta. Eran siete ordinarias, de fanal, y una grande de tres fanales, tal vez su capitana. Debían de sumar a bordo millar y pico de hombres de guerra, aparte la chusma. Veinticuatro piezas de artillería en las ocho proas, sin contar esmeriles y sacres de las bandas. Era imposible saber si habían dado con ellos porque los buscaban, o porque el azar quiso que navegaran esas aguas en el momento oportuno. Lo cierto es que estaban a menos de una milla, desplegadas en orden de batalla; cubriendo con mucha pericia cualquier fuga de las tres galeras cristianas hacia mar abierto, tras haber aguardado pacientes toda la noche, cautas, seguras de que las presas estaban atrapadas en el saco del golfo. Quien estuviera al mando, conocía el oficio.
– La de Malta irá primero -informó Urdemalas-. Lo ha exigido Muntaner, pues dice que los estatutos de la Religión le obligan a eso.
– Mejor ellos que nosotros -dijo el cómitre, aliviado.
– No hay diferencia. Todos vamos a disfrutar lo nuestro.
Los oficiales y cabos de la Mulata se miraban unos a otros. Nadie tuvo necesidad de expresar pensamientos, pues podían leerse en cada rostro. El capitán de mar y guerra sólo confirmaba lo que Diego Alatriste y los demás sabían de sobra: dos galeras enemigas por cada cristiana, y dos de barato, sin que cupiese la posibilidad de varar en tierra y salvarse allí, pues ésta era de turcos. No quedaba sino poner al tablero la vida y la libertad: muertos o cautivos a falta de un milagro. Y era esto último lo que se quería forzar.
– Habrá que ir a remo todo el tiempo -seguía diciendo Urdemalas-, excepto si aquellas nubes negras que hay a poniente traen viento, en cuyo caso nuestras posibilidades serían mayores… Pero no hay que contar con eso.
– ¿Cuál es la idea? -quiso saber el alférez Labajos.
– Demasiado simple, pero no hay más: la de la Religión irá delante, la Caridad Negra detrás, y nosotros de chicote.
– Es mala cosa ir los últimos -opinó Labajos.
– Va a dar lo mismo. No creo que logremos pasar ninguno, porque en cuanto vean que nos movemos, esos perros se cerrarán. De todas formas, Muntaner intentará abrir brecha, dejando un hueco para que probemos suerte… Haremos una finta hacia el centro enemigo, y luego intentaremos cortar o salir por su cuerno izquierdo, que parece más espaciado y más débil.
– ¿Socorro mutuo? -quiso saber el sargento Quemado.
El capitán de la Mulata negó con la cabeza, y al hacerlo se llevó una mano a la cara, maldiciendo entre dientes de las nueve horas de Dios y de alguna otra, porque las muelas seguían atormentándolo, y más después de las horas que llevaba en vela. Diego Alatriste comprendía su estado de ánimo. Para Urdemalas, como para todos, había sido una noche demasiado larga, pero buena en comparación con la que podía venir: en el fondo del mar o batiendo charco en una nave turca. De ahí a un rato, las muelas del capitán de galera iban a ser lo de menos.
– Ningún socorro a nadie -decía éste-. Cada cual para sí, y puto el último.
– El último somos nosotros -recordó, oportuno, el sargento Quemado.
Urdemalas lo fulminó con la mirada.
– Era una frase, pardiez. Sin socorrernos unos a otros, y apretando boga, cabe la posibilidad de que alguno escape.
– Eso sentencia a los de la Religión -opinó fríamente el alférez Labajos-. Si se traban los primeros, los turcos les irán encima.
Urdemalas hizo una mueca desabrida. Entre profesionales, decía el gesto, aquél no era asunto suyo.
– Para eso se dicen caballeros y hacen sus votos, y cuando mueren van al Cielo… Los que no lo tenemos tan mascado, hemos de ir con más tiento.
– Eso es el Evangelio, señor capitán -aprobó Quemado-. Una vez vi en un lienzo flamenco el infierno bien pintado, y juro al naipe que no tengo prisa en zarpar ferro.
Era el tono acostumbrado, observó Alatriste. El que se esperaba de ellos. Todo discurría con arreglo a las ordenanzas, hasta aquel aire despegado, ligero, en las mismas barbas del diablo. Las aprensiones quedaban íntimas, exclusivas de cada cual. Ocho siglos de guerras contra moros y ciento cincuenta años de hacer temblar al mundo habían depurado el lenguaje y las maneras: un soldado español, mal que le pesara, no se hacía matar de cualquier modo, sino con arreglo a lo que de su reputación esperaban amigos y enemigos. Los hombres reunidos en la carroza de la Mulata sabían eso, y también los demás. Iba en el sueldo, aunque no se cobrara. Con tales pensamientos, Alatriste echó un vistazo a la tropa. Cualquiera de ellos habría querido verse en la cama con calenturas antes que sano allí: agrupados en ballesteras, corredores y crujía, soldados y marineros miraban a sus oficiales en silencio mortal, conscientes de que espadas y bastos resolvían la partida. Entre la chusma, sin embargo, iban a medias la aprensión de los medrosos y el regocijo de quienes ya se veían libres; que para el cautivo encadenado al remo por la religión enemiga, cada vela avistada era siempre una esperanza.
– ¿Cómo disponemos a la gente? -preguntó Labajos.
El capitán de galera hizo ademán de aserrarse una mano con el canto de la otra.
– Para corte de línea y rechazar posibles abordajes… Y si pasamos, quiero los dos falconetes a popa. La caza puede ser larga.
– ¿Damos de comer, por si acaso?
– Sí, pero sin encender el fogón. Ajos crudos y vino, que es brasero del estómago.
– La chusma necesitará refresco -sugirió el cómitre.
Urdemalas se recostó en el coronamiento, bajo el fanal. Tenía ojeras, aspecto fatigado, y se le veía sucio y grasiento. El dolor de muelas y la incertidumbre le demudaban el tostado de la piel. No se preguntó Alatriste si también él tenía ese aspecto. Aun con las muelas sanas, sabía de sobra que así era.
– Aseguren las calcetas de todos los forzados, con manillas a turcos y moros. Luego denles un poco del arraquín que cogimos de la mahona: un chipichape por banco. Ese será hoy el mejor rebenque. Pero sin concesiones. Al primer remolón se le corta la cabeza, aunque sea yo quien tenga que pagarlo al rey… ¿Lo he dicho claro, señor cómitre?
– Clarísimo. Se lo diré al alguacil.
– Si al forzado le dan de beber -apuntó el sargento Quemado, con una mueca burlona- o está jodido o lo van a joder.
Contra la costumbre, nadie hizo coro a la gracia. Urdemalas miraba al sargento con aire de pocas fiestas.
– Para la gente de cabo y guerra -dijo, seco-, además de los ajos y el vino, otro sorbo de arraquín. Después, que tengan a mano vino ordinario, muy aguado -en ese punto se volvió hacia el artillero tudesco-. En lo que corresponde a vuesamerced, maestre lombardero, tirará con ferralla y hoja de Milán, de cerca y a mi orden… Por lo demás, el señor alférez Labajos estará a proa, el señor sargento Quemado a la banda diestra, y el señor Alatriste a la banda zurda.
– Convendría proteger lo más posible a la chusma -dijo Alatriste.
Urdemalas lo miró fijo, hosco, un instante más de lo necesario.
– Es cierto -asintió al fin-. Pongan de pavesadura cuanto haya a bordo, velas incluidas. Si nos matan mucha gente de remo, estamos perdidos… Piloto, meta la aguja y todos los instrumentos bien trincados y a cubierto en el escandelar… Conmigo quiero a los dos mejores timoneros, el piloto y ocho buenos tiradores con mosquetes… ¿Alguna pregunta?