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Hacía ya diecisiete años, reflexionó. En el año diez del siglo había conocido Italia por vez primera, tras el abismo de horror de la cuestión morisca en las montañas y playas de España. Soldado de galeras corsarias -leventes, los llamaban los turcos-, con los ricos botines de las islas griegas y la costa otomana al alcance de todo hombre con arrestos para ir a buscarlos, los seis años del primer servicio en el tercio de Nápoles se contaban entre los mejores de su existencia: bolsa repleta entre viaje y viaje, hosterías y tabernas de Mergelina y del Chorrillo, comedias españolas en el corral de los Florentinos, buen vino, mejor comida, clima sano, vida de guarnición en los pueblos de los alrededores bajo emparrados y árboles frondosos, en compañía de gentiles camaradas y hermosas mujeres. Allí había conocido a un futuro grande de España que prestaba servicio en las galeras napolitanas como aventurero -los jóvenes nobles adquirían así reputación-: el conde de Guadalmedina, hijo del otro, el viejo, que fue general suyo en Flandes cuando lo de Ostende.

Guadalmedina, nada menos. Mientras caminaba por la orilla del mar, Alatriste se preguntó si, allá en su palacio de Madrid, Álvaro de la Marca sabría que él estaba de nuevo en Nápoles. Eso, suponiendo que al señor conde, amigo y confidente del rey Felipe Cuarto, se le diera un ardite la suerte del hombre que en el año catorce, en las Querquenes, lo cargó a la espalda, herido, llevándolo de vuelta a las naves con el agua por la cintura y los alarbes acosándolos como perros. Pero se daban demasiadas cosas entre aquel momento y éste, incluidas cuchilladas nocturnas ante cierta casa de Madrid y algunos golpes junto al río Manzanares.

«Mierda de Cristo.»

La blasfemia brotó en sus adentros, vuelto el rostro a un lado tras chasquear la lengua con desazón. El recuerdo de Guadalmedina, a quien no había vuelto a ver desde la escaramuza de El Escorial, le enturbiaba el seso y el orgullo. Para aclararlos, mudó el pensamiento a cosas más agradables. Estaba en Nápoles, qué diablos. En plenas delicias de Italia, con salud y con ruido de armas reales en la bolsa. Allí tenía finos camaradas, Sebastián Copons aparte -se holgaba de haber recobrado al aragonés-, de los de buen mascar y mejor sorber, con los que un hombre que se vistiera por los pies podía, sin reparo, partir la capa. Uno de los tales era también Alonso de Contreras: el más antiguo de todos, pues con él, apenas cumplidos trece años, se había alistado como paje tambor en los tercios que iban a Flandes. Alatriste y Contreras habían vuelto a encontrarse en Italia diez años después, luego en Madrid y ahora, de nuevo, en Nápoles. El bravo Contreras seguía como siempre: valeroso, locuaz y algo fanfarrón; punto este engañoso y de mucho peligro para quien no lo conociera a fondo. Conservaba el empleo de capitán, tenía buena reputación desde que Lope de Vega escribiera una comedia famosa sobre él -El rey sin reino-, y había estado yendo con las galeras de Malta a incursiones por la costa de Morea y el Egeo, nunca del todo rico, pero tirando con buena pólvora. El duque de Alburquerque, virrey de Sicilia, acababa de darle el mando de la guarnición de Pantelaria, isla a medio camino de Túnez, con una fragatilla para hacer corso si se aburría. Lo que, dicho en palabras de Contreras, no era hacerlo más rey que Lope, pero sí darle un mando pagado, ameno y de confianza.

Siguió camino Alatriste por la playa. Antes de llegar a las alturas y murallas de Pizzofalcone subió por la cuesta de la izquierda. Al cabo, y tras cruzar un portillo que permanecía franco toda la noche cerca de la puerta de Chiaia, se adentró, con las cautelas de rigor, en las calles de la ciudad. Entre dos esquinas, la entrada de una bayuca lo iluminó al pasar. Dentro se oía el rasgueo de una guitarra, voces españolas e italianas y risas de hombres y mujeres. Sintió la tentación de vérselas con medio azumbre, pero continuó camino. Era tarde, estaba cansado y mediaba un trecho hasta el cuartel llamado de los españoles, extenso barrio donde tenía posada. Además, ya había bebido suficiente para apagar la sed -no era lo único apagado, pese a Dios-, y él sólo escurría el jarro hasta el fondo cuando los demonios danzaban en su corazón y su memoria, lo que esa noche no era el caso. Sus recuerdos recientes estaban más cerca del paraíso que del infierno. La idea lo hizo sonreír de nuevo, y al pasarse dos dedos por el mostacho sintió en ellos el aroma de la mujer cuya casa dejaba atrás. Era bueno, pensó, seguir vivo y hallarse otra vez en Nápoles.

– Non e vero -dijo el italiano.

Jaime Correas y yo cambiamos una mirada. Por suerte ninguno de nosotros llevaba armas -en el garito obligaban a desherrarse a la entrada-, porque habríamos acuchillado allí mismo al insolente. Aunque entre italianos ésas no eran palabras ofensivas, ningún español se las dejaba decir sin meter mano en el acto. Y aquel tahúr sabía muy bien de dónde éramos.

– Sois vos -dije- quien mentís por la gola.

Y me puse en pie, desatinado por verme en entredicho, agarrando una jarra y resuelto a rompérsela al otro en la cara al menor gesto. Correas hizo lo mismo y nos quedamos así uno junto al otro, encarando yo al tahúr y mi camarada a los ocho o diez individuos de pésima catadura que llenaban la pequeña casa de tablaje. No era la primera vez que nos veíamos en tales pasos, pues, como apunté en otra parte, Correas no era de los que incitan a la piedad ni al sosiego, pues se jugaba el sol en la pared antes de que amaneciera. Hecho a las malas mañas de mochilero en Flandes, mi antiguo camarada se había vuelto apicarado, burlanga y putañero, amigo de rondar garitos y manflas; uno de esos mozos perdidos, inclinados a moverse por el filo de las cosas, que al cabo de su vida, de no enmendarse, solían acabar en el filo de un cuchillo, apaleando sardinas por cuenta del rey o con tres vueltas de cordel en el pescuezo. En cuanto a mí, qué quieren vuestras mercedes que diga: contaba la misma edad, era su amigo y no tenía media astilla de madera de santo. Y de ese modo íbamos hechos dos Bernardos, espadas en gavia y sombreros arriscados a lo valiente, por aquella Italia donde los españoles éramos dueños, o casi, desde que los viejos reyes de Aragón habían conquistado Sicilia, Córcega y Nápoles, y primero los ejércitos del Gran Capitán y luego los tercios del emperador Carlos echaron a los franceses a patadas en el culo. Todo eso a despecho de los papas, de Venecia, de Saboya y del diablo.

– Mentís y rementís -apostilló Correas, para acabar de arreglarlo.

Se había hecho un silencio de los que nada bueno presagian, y eché cuentas a ojo militar: mala pascua nos daba Dios. El brujulero era de los de mucha boca de lobo, florentín, y los otros, napolitanos, sicilianos o de donde su madre los trajo; pero ninguno, que yo alcanzara, de nuestra nación. Además, estábamos en un sótano de techo ahumado de la plaza del Olmo, frente a la fuente, lejos del cuartel español. Lo único bueno es que todos, en apariencia, estaban tan desarmados como nosotros, salvo que saliese a relucir algún desmallador o filosillo oculto en la ropa. Maldije en mis adentros a mi amigo, que una vez más y con su poco seso, empeñándose en jugar unas quínolas en boliche tan infame como aquél, nos había metido en el brete. Que no era el primero en que nos veíamos, desde luego. Pero arriesgaba ser el último.

Por su parte, el tahúr no perdía la calma. Era doctor de la valenciana y estaba hecho a tales chubascos de su digno oficio. El aspecto era poco tranquilizador: disimulaba la calvicie con ruin pelo postizo, era" escurrido de carnes, llevaba gruesos anillos de oro en los dedos, y el bigotillo engomado de vencejo le llegaba a los ojos. Habría valido para figurón de entremés de no mediar su mirada peligrosa. Y así, con aire taimado y sonrisa más falsa que romero gascón, se dio el ojo con los otros malsines y luego señaló las cartas desparramadas sobre la mesa sucia de vino y esperma de velas.

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