El sargento mayor Biscarrués, aragonés, militar de mucho oficio y hombre de confianza del gobernador de Orán, era un clásico de los presidios norteafricanos: duro como una piedra, con la piel curtida como cuero agrietado por el sol, el polvo y la crudeza de toda una vida guerreando primero en Flandes y luego en África con el mar a la espalda, el rey lejos, Dios ocupado en otras cosas y los moros en el filo de la espada. Mandaba una tropa de soldados sin otra esperanza que el botín: carne de horca y galera, gente peligrosa, desertora en potencia, tan propensa a amotinarse como a acuchillarse entre sí; y lo hacía con el rigor necesario a tal oficio. Un hideputa cruel pero asequible, y no más venal que la mayoría. Así lo había definido Sebastián Copons antes de ir a visitarlo, la tarde del primer día. Lo encontraron en su cuartelillo de la alcazaba, ante un plano del territorio desplegado sobre la mesa y sujeto en las esquinas por una jarra de vino, una palmatoria con una vela, una daga y un pistolete. Lo acompañaban dos hombres: un moro alto con alquicel blanco sobre los hombros, y un individuo moreno y flaco, de nariz grande y barba afeitada, vestido a la española.
– Con su permiso, señor sargento mayor… Mi amigo Diego Alatriste, soldado viejo de Flandes, ahora en las galeras de Nápoles… Diego, éste es don Lorenzo Biscarrués… Ellos otros son Mustafá Chauni, jefe de nuestros moros mogataces, y el lengua de Orán, de nombre Arón Cansino.
– ¿Flandes? -el sargento mayor lo observaba con curiosidad-… ¿Amiens?… ¿Ostende?
– Las dos.
– Ha llovido mucho. Allí, claro. Sobre los putos herejes… Aquí no cae una gota hace meses.
Charlaron un poco, mencionando nombres de camaradas comunes vivos y muertos; y luego Copons expuso el asunto y obtuvo la aprobación del sargento mayor mientras Alatriste estudiaba a Biscarrués y a los otros. El mogataz era un Ulad Galeb cuya tribu servía a España desde hacía tres generaciones, y su estampa era típica de la zona: barba cana, tostado de piel, babuchas, gumía al cinto, y la cabeza rasurada excepto el pequeño mechón que algunos moros se dejaban para que, si un enemigo les cortaba la cabeza, no les metiera los dedos en la boca o los ojos al llevársela como trofeo. Mandaba la harka de ciento cincuenta guerreros de su tribu o familia -que una cosa suponía allí la otra-, habitantes con sus mujeres y niños del poblado de Ifre y los aduares cercanos; y que, mientras se les asegurasen pagas o botín, sabían hacerse matar bajo la cruz de San Andrés con un valor y una fidelidad que ya quisiera en muchos súbditos el rey católico. En cuanto al otro hombre, a Alatriste no le sorprendió que un judío oficiara de intérprete en la ciudad; pues, pese a la antigua expulsión, en los enclaves españoles del norte de África solía tolerarse su presencia por razones tocantes al comercio, el dinero y el dominio de la lengua arábiga. Como supo más tarde, entre la veintena de familias que habitaban la judería, los Cansino eran intérpretes de confianza desde mediados del siglo viejo, habiendo mostrado, pese a observar la ley mosaica -Orán, caso único, contaba con una sinagoga-, absoluta competencia y lealtad al rey; de modo que los gobernadores de la plaza los distinguían y beneficiaban, pasando el oficio de padres a hijos. Eso tocaba al dominio hablado y escrito de la algarabía mora, la parla hebrea y la turquesca, y también al espionaje, pues todas las comunidades israelitas de Berbería se relacionaban entre sí. En la tolerancia con los judíos oraneses influía también su actividad comercial, muy viva a pesar de las duras alcabalas que por su religión sufrían; dándose que, en tiempos de escasez, eran ellos quienes fiaban al gobernador el dinero o el grano que no llegaban. A eso se añadía su papel en el tráfico de esclavos: por un lado mediaban en los rescates de cautivos, y por otro eran propietarios de la mayor parte de los turcos y moros vendidos en Orán. A fin de cuentas, estuviesen la Virgen Santísima, Mahoma o Moisés de por medio, para todos, judíos, moros o españoles, una moneda de plata sonaba idéntica a otra, y el negocio era el negocio. Poderoso caballero, habría dicho don Francisco de Quevedo. Y menguado quien otro cirio encienda. Etcétera.
El perro volvió a ladrar a lo lejos, y Alatriste tocó la pistola bien cebada que llevaba en el cinto. En cierta manera, concluyó, no le disgustaría que el animal siguiera ladrando hasta que los moros del aduar, o al menos algunos entre ellos, estuviesen despiertos y con un alfanje en la mano cuando el sargento mayor Biscarrués diese el Santiago. Degollar a hombres dormidos para robarles ganado, mujeres e hijos, era más rápido y cómodo que degollarlos despiertos; pero luego hacía falta mayor cantidad de vino para lavarse la sangre de la memoria.
– Atentos.
La orden vino de boca en boca, con un cuchicheo de intensidad creciente. La repetí al llegar a mí, pasando la voz, y la oí alejarse entre las sombras agazapadas hasta perderse como un eco que se extinguiera en el infinito. Deslicé la lengua por mis labios agrietados y luego apreté los dientes para que no castañetearan de frío, mientras me ataba las alpargatas. Después quité los trapos con los que había envuelto mi espada y la moharra de mi media pica a fin de que no hicieran ruidos inoportunos, y miré alrededor. En la claridad del alba, que ya recortaba algunas siluetas sobre el horizonte, no podía ver al capitán Alatriste, pero lo sabía tumbado como todos, cerca. Quien estaba allí mismo era Sebastián Copons: bulto oscuro, inmóvil, oliendo a sudor, a cuero engrasado y a acero bruñido con aceite de armas. Había más bultos semejantes agrupados o desperdigados alrededor, entre las matas de lentisco, las chumberas y los cardos que en Berbería llaman arracafes.
– Santiago en dos credos -corrió de nuevo la voz.
Algunos se pusieron a musitarlos, por devoción o por calcular el tiempo. Los oía en torno, en la semioscuridad, con diversos acentos y entonaciones: vizcaínos, valencianos, asturianos, andaluces, castellanos; españoles sólo solidarios para rezar o matar. Credo in unum Deum, patrem omnipotentem, factorem caeli et terrae… No era la primera vez, por supuesto. Pero me parecía singular, como siempre, aquel piadoso murmullo como preludio a la sarracina; todas esas voces de hombres susurrando palabras santas, pidiendo a Dios salir vivos del lance, conseguir oro y esclavos, tener un buen regreso a Orán y a España, ricos de botín y sin enemigos cerca, pues todos sabían de sobra -Copons y el capitán habían insistido mucho en eso- que lo más peligroso del mundo era pelear con moros en su tierra y retirándose uno: verse acosado al regreso entre aquellas ramblas y peñas secas, sin agua o pagando un azumbre de sangre por cada gota, bajo el sol implacable, o quedar herido o rezagado en manos de alarbes que disponían de todo el tiempo del mundo para hacerte morir. Quizá por eso, entre las sombras agazapadas se extendía el murmullo: Deum de Deo, lumen de lumine, Deum verum de Deo vero…. A poco yo mismo me vi susurrándolo de modo maquinal, sin parar mientes en ello, como quien acompaña la letra de una canzoneta vieja, pegadiza. Al cabo fui consciente de mis palabras y recé con más devoción, sincero: Et exspecto resurrectionem mortuorum et vitam venturi saeculi, amen. En aquel tiempo, yo tenía edad para creer en aquellas cosas y en algunas más.
– ¡Santiago!… ¡Cierra!… ¡Cierra!… ¡España y Santiago!
Ahora fue esa voz la que corrió en un aullido, punteada por secos toques de corneta, mientras los hombres se levantaban y corrían entre los arbustos, alzando el guión y la bandera del rey. Me puse en pie y fui adelante con todos, oyendo la escopetada que sonaba al otro lado del aduar, donde la oscuridad -una faja negra bajo un cielo que enrojecía entre tonos grisazulados- se punteaba con fogonazos de arcabuz.
– ¡España!… ¡Cierra!… ¡Cierra!
Era difícil correr por el lecho de arena de la rambla seca, y las piernas parecían pesarme como el plomo cuando llegué al otro lado, donde había un cerco de ramas y espinos que encerraba el ganado. Tropecé con un cuerpo inmóvil caído en el suelo, corrí unos pasos más y me arañé con las ramas espinosas. Cuerpo de Dios. Ahora también sonaban escopetazos por nuestro lado, mientras las siluetas de mis camaradas, que ya no eran negras sino grises hasta el punto de reconocernos unos a otros, se desparramaban como un torrente entre las tiendas del aduar, donde aparecían fuegos súbitos o figuras aterradas que luchaban o huían. Al griterío de españoles y mogataces, reforzado por el estruendo de nuestros jinetes que cargaban desde el otro lado, empezó a sumarse el de docenas de mujeres y niños arrebatados al sueño que salían despavoridos, abrazándose o corriendo entre hombres medio dormidos que intentaban protegerlos, peleaban desesperados y morían. Vi cómo Sebastián Copons y otros se metían entre ellos a cuchilladas y fui a la par, con mi media pica por delante; perdiéndola al primer encuentro, pues se la envasé en el cuerpo a un alarbe semidesnudo y barbado que salía de una tienda con un alfanje en la mano. Cayó sobre mis piernas sin decir esta boca es mía, y no pude recobrar la pica, pues mientras me zafaba surgió de la misma tienda, en camisa, otro moro mozo, aún más joven que yo, que empezó a tirarme tajos con una gumía, tan feroces que si uno me alcanza habrían quedado Cristo o el diablo bien servidos, y los de Oñate sin un paisano. Fuime atrás dando traspiés mientras sacaba la espada -era ancha, corta, de galera y muy buena, de las del perrillo- y, volviendo ya con más aplomo, le llevé sin arrimarme mucho media nariz del primer golpe y los dedos de una mano del segundo. El tercero se lo di cuando ya estaba en el suelo, y fue el de conclusión, rebanándole por revés el gaznate. Luego asomé cauto la cabeza dentro de la tienda, y vi un confuso grupo de mujeres y críos apelotonado en un rincón, dando chillidos en su algarabía. Dejé caer la cortina, di media vuelta y seguí a lo mío.