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– Sí… Sí, en julio, creo -parecía cansado.

Aunque era sábado por la tarde, Maggie lo imaginaba en su despacho, tras los montones de papeles de su escritorio. Podía oír cómo movía las hojas. Conociendo al director Kyle Cunningham, ya tenía la ficha completa de Jeffreys desplegada ante sus ojos. Mucho antes de que Maggie empezara a trabajar a sus órdenes en la Unidad Científica de Comportamiento Criminal, le habían puesto el apelativo cariñoso de Halcón porque no se le escapaba nada. Sin embargo, últimamente, parecía que su agudeza le costara preciadas horas de sueño.

– Entonces, puede que sea un imitador -se detuvo y abrió varios cajones en busca de un papel y un bolígrafo, pero sólo encontró paños de cocina bien doblados, utensilios estériles alineados en irritante orden. Hasta los más dispares, como el sacacorchos y el abrelatas, yacían en sus rincones respectivos, sin tocarse ni solaparse. Sacó un reluciente cucharón y lo colocó al revés, cerciorándose de que quedara atravesado. Satisfecha, cerró el cajón y siguió dando vueltas.

– Podría ser un imitador -dijo Cunningham en tono distraído, y Maggie lo imaginó leyendo el expediente mientras hablaba, con una pequeña arruga de preocupación entre las cejas y las gafas caídas sobre la nariz-. Podría ser un asesinato aislado. La cuestión es que han solicitado la ayuda de un experto en perfiles. En concreto, Bob Weston me ha pedido que fueras tú.

– ¿De modo que hasta en Nebraska soy una celebridad? -Maggie pasó por alto la irritación que había percibido en su superior. Un mes antes, no habría existido. Un mes antes, lo habría enorgullecido que hubieran requerido la colaboración de uno de sus protegidos-. ¿Cuándo salgo para allá?

– No tan deprisa, O'Dell -Maggie sujetó con fuerza el auricular y aguardó a oír el sermón-. Estoy seguro de que el montón de informes brillantes que Weston tenía sobre ti no incluía el último caso.

Maggie se detuvo y se recostó contra la encimera. Se llevó la mano al estómago, esperando, acorazándose contra la náusea.

– Espero sinceramente que no vayas a echarme en cara el caso Stucky cada vez que vaya a investigar un homicidio -el temblor de su voz parecía causado por el enojo.

Eso estaba bien… la furia era mejor que la debilidad.

– Sabes que no es eso lo que hago, Maggie.

Cielos, la había llamado por su nombre de pila. Iba a ser un sermón memorable. Permaneció inmóvil y hundió las uñas en un paño cercano.

– Me preocupas, eso es todo -prosiguió-. No te has tomado un descanso después de lo de Stucky. Ni siquiera has ido a ver al psicólogo de la casa.

– Kyle, estoy bien -mintió, irritada por el repentino temblor de su mano-. No es como si fuera la primera vez. He visto sangre y tripas de sobra en los últimos ocho años. Ya casi nada me sorprende.

– Eso es precisamente lo que me preocupa. Maggie, estuviste en el centro de esa carnicería. Es un milagro que Stucky no te matara. Por muy dura que seas, no es lo mismo encontrárselo todo hecho que ver cómo te salpican la sangre y las tripas.

No necesitaba que Kyle se lo recordara, a Maggie no le costaba ningún trabajo evocar la imagen de Albert Stucky descuartizando a aquellas mujeres: aquel drama cruento y mortal interpretado sólo para Maggie. Todavía escuchaba su voz en mitad de la noche:

– Quiero que mires. Si cierras los ojos, mataré a otra, y luego a otra, y a otra.

Maggie era licenciada en psicología, no necesitaba que un psicólogo le dijera por qué no podía dormir por las noches, por qué las imágenes seguían atormentándola. Ni siquiera había podido hablarle a Greg de lo ocurrido aquella noche; ¿cómo iba a contárselo a un perfecto extraño?

Claro que Greg no estaba esperándola cuando Maggie regresó tambaleándose a su habitación de hotel. Se encontraba a muchos kilómetros de distancia cuando ella se arrancó los pedazos del cerebro de Lydia Barnett del pelo, se lavó la sangre y la piel de Melissa Stonekey del resto del cuerpo y se vendó su propia herida, un tajo desagradable en el abdomen. Y no era la clase de historias que se contaban por teléfono.

– ¿Qué tal te ha ido hoy, cariño? ¿A mí? Bueno, nada del otro mundo. Acabo de ver cómo destripaban y mataban a golpes a dos mujeres.

No, la verdadera razón por la que no se lo había contado a Greg era porque su marido habría enloquecido. La habría apremiado para que dejara su trabajo o, peor aún, para que trabajara únicamente en el laboratorio, examinando la sangre y las tripas con ayuda de un microscopio, lejos del peligro. Ya había puesto el grito en el cielo en una ocasión, cuando le contó los detalles de un caso, y no había vuelto a hablarle de su trabajo. A él no parecía importarle la falta de comunicación; ni siquiera reparaba en su ausencia en la cama por las noches, cuando daba vueltas por la casa para desterrar las imágenes, para aplacar los gritos que todavía reverberaban en su cabeza. La falta de intimidad con su marido le permitía guardar para sí las cicatrices, físicas y mentales.

– ¿Maggie?

– Necesito seguir trabajando, Kyle. Por favor, no me quites eso -mantuvo la voz firme, dando gracias porque el temblor quedara confinado a sus manos y al estómago. ¿Detectaría Kyle su vulnerabilidad, de todas formas? Identificaba a criminales leyendo entre líneas, ¿cómo esperaba poder engañarlo?

Se hizo el silencio, y Maggie cubrió el micrófono para que no oyera su respiración agitada.

– Te enviaré los detalles por fax -dijo por fin-. Tu avión sale mañana a las seis de la mañana. Llámame cuando recibas el fax, si tienes alguna duda.

Maggie escuchó el clic y esperó a oír el tono de marcado. Con el teléfono todavía pegado al oído, suspiró; después, inspiró hondo. Oyó un portazo en el vestíbulo y se sobresaltó.

– ¿Maggie?

– ¡Estoy en la cocina! -colgó el teléfono y bebió agua con avidez, confiando en poder tranquilizar su estómago. Necesitaba aquel caso. Necesitaba demostrarle a Cunningham que, aunque Albert Stucky se había ensañado y había jugado con su psique, no le había quitado su agudeza profesional.

– Hola, nena -Greg rodeó la encimera. Hizo ademán de abrazarla, pero se contuvo al ver que estaba empapada en sudor. Forzó una sonrisa para disimular su desagrado. ¿Desde cuándo usaba sus dotes interpretativas de abogado con ella?-. Tenemos mesa reservada para las seis y media. ¿Crees que te dará tiempo a prepararte?

Maggie lanzó una mirada al reloj de pared; no eran más que las cuatro. ¿Tan terrible le parecía su aspecto?

– Claro -dijo, y bebió más agua, dejando deliberadamente que resbalara por la barbilla. Lo sorprendió haciendo una mueca, apretando su mandíbula perfectamente cincelada con desaprobación. Greg hacía pesas en el gimnasio del bufete, y allí sudaba, gruñía y se manchaba en el entorno apropiado. Después, se duchaba y se cambiaba de ropa, y cuando volvía a salir a la calle ya no tenía ni un mechón dorado fuera de lugar. Esperaba lo mismo de ella, hasta le había dicho cuánto detestaba que corriera por el vecindario. Al principio, Maggie pensó que se preocupaba por su seguridad.

– Soy cinturón negro, Greg. Puedo defenderme sola -lo tranquilizó con afecto.

– No me refiero a eso. Maldita sea, Maggie, cuando corres, tienes un aspecto lamentable. ¿No quieres causar buena impresión a los vecinos?

Sonó el teléfono, y Greg alargó el brazo.

– Déjalo sonar -barbotó Maggie con la boca llena de agua-. Es un fax de Cunningham -sin necesidad de mirar a Greg, percibió su irritación. Se dirigió corriendo al estudio, comprobó el número y conectó el fax.

– ¿Por qué te envía un fax un sábado por la tarde?

Maggie se sobresaltó; no se había dado cuenta de que Greg la había seguido al estudio. Estaba en el umbral, en jarras, con el aspecto más severo posible que le permitían los pantalones de pinza y el jersey de cuello redondo.

– Me está mandando los detalles de un caso que me han pedido que investigue -eludió mirarlo a la cara, temiendo los pucheros y la mirada entornada. Normalmente, era él quien interrumpía sus sábados, pero sería un poco infantil recordárselo. Arrancó la hoja de fax y empezó a transferir los detalles del papel a su memoria.

– Se suponía que esta noche íbamos a cenar tranquilos… tú y yo.

– Y así será -dijo con calma, sin mirarlo-. Sólo que tendremos que acostarnos pronto. Mi avión sale mañana a las seis.

Silencio. Uno, dos, tres…

– Maldita sea, Maggie, es nuestro aniversario. Se suponía que iba a ser nuestro fin de semana juntos.

– No, eso fue el fin de semana pasado, sólo que se te olvidó y participaste en el torneo de golf.

– Ah, ya entiendo -resopló-. Te estás vengando.

– No, no me estoy vengando -mantenía la calma aunque estaba cansada de aquellos pequeños berrinches. Él podía trastocar sus planes en cualquier momento con una leve disculpa y su encantador y prepotente: «Ya te compensaré, nena».

– ¿Cómo se llama si no lo que haces?

– Trabajar.

– Ah, claro. Trabajar. Muy oportuno. Llámalo como quieras, pero te estás vengando.

– Un niño ha aparecido muerto, y quiero ayudar a encontrar al psicópata que lo ha matado -la ira burbujeaba a flor de piel, pero mantuvo la voz serena-. Lo siento, ya te compensaré -se le escapó el sarcasmo, pero Greg no pareció darse cuenta. Maggie empezó a salir por la puerta con el fax en la mano. Greg la agarró de la muñeca y la hizo volverse hacia él.

– Diles que envíen a otro, Maggie. Necesitamos este fin de semana a solas -le suplicó con voz suave.

Maggie contempló aquellos ojos grises y se preguntó cuándo habían perdido su color. Buscó en ellos un destello del hombre inteligente y compasivo con el que se había casado hacía nueve años, cuando los dos eran universitarios dispuestos a dejar su huella en el mundo. Ella seguiría la pista a criminales y él ayudaría a las víctimas indefensas. Después, Greg aceptó el empleo en Brackman, Harvey y Lowe, un bufete de Washington, y sus víctimas inocentes se transformaron en multinacionales por valor de un billón de dólares. Aun así, en aquel momento de silencio, creyó reconocer un destello de sinceridad. Estaba a punto de ceder cuando él le apretó la muñeca y contrajo la mandíbula.

– Diles que envíen a otro, o lo nuestro ha terminado.

Maggie se desasió. Greg quiso atrapársela de nuevo y ella le hundió el puño en el pecho. Greg abrió los ojos con sorpresa.

– No vuelvas a agarrarme así. Y si este viaje significa que hemos acabado, quizá hayamos acabado hace tiempo:

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