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De niño yo era bastante religioso. No devoto, sólo compulsivo. El Dios que veneraba era Yahvé, destructor de mundos, no el dulce Jesús dócil y afable. Para mí el Altísimo era una amenaza, y reaccionaba con miedo y con su compañero inseparable, la culpa. En aquellos días juveniles yo era un gran virtuoso de la culpa, y sigo siéndolo ahora, si a eso vamos. En la época de mi Primera Comunión, o, para ser más precisos, de la Primera Confesión que la precedió, un sacerdote venía diariamente al colegio de monjas para introducir a nuestra clase de futuros penitentes en las complejidades de la Doctrina Cristiana. Era un fanático pálido y enjuto con unas permanentes motas blancas en la comisura de los labios. Recuerdo con especial claridad una cautivadora disquisición que nos hizo una hermosa mañana de mayo acerca del pecado de mirar. Sí, mirar. Se nos habían enseñado diversas categorías de pecado, el de comisión y el de omisión, el mortal y el venial, los siete capitales, y aquéllos tan terribles de los que se decía que sólo un obispo podía absolverte, pero ahí teníamos una nueva categoría: el pecado pasivo. ¿Acaso nos imaginábamos, preguntó burlón el padre Motadesaliva, recorriendo impetuoso el trayecto de la puerta a la ventana, de la ventana a la puerta, entre frufrú de sotana y con una estrella de luz refulgiendo en su frente estrecha y rala como un reflejo del propio efluvio divino, acaso nos imaginábamos que para pecar hay que cometer necesariamente una acción? Mirar con lujuria, envidia u odio es lujuriar, envidiar, odiar; el deseo no satisfecho por el acto deja la misma mancha sobre el alma. ¿Acaso el Señor mismo, gritó, entusiasmándose con su tema, acaso el Señor mismo no insistió en que un hombre que mira a una mujer con el corazón adúltero es como si hubiera cometido el propio acto? En ese momento ya se había olvidado de nosotros, que estábamos sentados como un grupito de ratones mirándole en sobrecogida incomprensión. Aunque todo eso me resultaba tan nuevo como a todos los demás de la clase ¿qué era adulterio, un pecado que sólo los adultos podían cometer?, lo comprendí perfectamente, a mi manera, y lo recibí con los brazos abiertos, pues a los siete años ya era ducho en espiar actos que se suponía no debía presenciar, y conocía bien el secreto placer del ejercicio de la vista y la vergüenza aún más secreta que venía luego. De modo que cuando me hube hartado de mirar, y bien que miré y bien que me harté, la plateada extensión del muslo de la señora Grace hasta la entrepierna de sus bragas y esa arruga que cruza la rolliza parte superior de su pierna debajo del culo, fue natural que inmediatamente mirara a mi alrededor por miedo a que durante ese tiempo alguien a su vez me hubiera mirado a mí, el mirón. Myles, que había venido desde los helechos, estaba ocupado comiéndose con los ojos a Rose, y Chloe estaba sumida en un distraído ensueño bajo el pino, pero el señor Grace, ¿no me había estado observando todo el rato desde debajo del ala de ese sombrero que llevaba? Estaba sentado como si se hubiera desplomado allí mismo, la barbilla sobre el pecho y su barriga peluda asomando de la camisa abierta, un tobillo desnudo cruzado sobre una rodilla desnuda, de modo que todo el rato pude ver la parte interior de su pierna, también, hasta el gran bulto en forma de bola de sus pantalones cortos caquis apretado hasta reventar entre sus gruesos muslos. Durante toda esa larga tarde, a medida que el pino extendía su sombra púrpura cada vez más oscura sobre la hierba, hacia él, prácticamente no había abandonado la silla plegable como no fuera para rellenar el vaso de vino de su esposa o coger algo para comer: es como si le viera, aplastando la mitad de un sandwich de jamón entre la aglomeración de sus dedos y el pulgar delante, y metiéndose la pasta resultante de una vez en el rojo agujero de su barba.

Para nosotros, entonces, a esa edad, todos los adultos eran impredecibles, incluso estaban un poco chalados, pero Carlo Grace exigía un estudio especialmente atento. Era propenso a la finta repentina, al salto inesperado. Sentado en una butaca y aparentemente absorto en su periódico, lanzaba una mano rápida como una serpiente que ataca cuando Chloe pasaba, y la agarraba de la oreja o de un mechón de pelo y se lo retorcía vigorosa y dolorosamente, sin decir una palabra ni hacer una pausa en su lectura, como si brazo y mano hubieran actuado con voluntad propia. Se interrumpía deliberadamente mientras estaba diciendo algo y se quedaba quieto como una estatua, una mano suspendida, fijando la mirada perdida en la nada que había más allá de tu hombro, que temblaba nervioso, como si atendiera una terrible señal de alarma o un distante tumulto que sólo él podía oír, y entonces, repentinamente, hacía como si te echara la mano al cuello y reía en un siseo entre los dientes. Entablaba conversación con el cartero, que era medio idiota, para consultarle muy en serio qué tiempo pensaba que haría o el resultado de un inminente partido de fútbol, asintiendo y frunciendo el ceño y manoseándose la barba, como si lo que estaba oyendo fueran purísimas perlas de sabiduría, y luego, cuando el pobre iluso se había marchado, silbando de orgullo, se volvía hacia nosotros y sonreía, las cejas enarcadas y los labios fruncidos, meneando la cabeza en una silenciosa alegría. Aunque toda mi atención parecía estar centrada en los demás, creo que ahora derivaba de Carlo Grace la idea de que me hallaba en presencia de los dioses. A pesar de su actitud distante y su divertida indiferencia, él era el que parecía estar al mando de todos nosotros, una deidad que se carcajeaba, el Poseidón de nuestro verano, a cuya señal nuestro mundo se disponía de manera obediente en sus actos y porciones.

Pero ese día de licencia e ilícita invitación no había terminado. Mientras la señora Grace, extendida sobre la herbosa ribera, seguía roncando suavemente, un sopor fue descendiendo sobre todos los que estábamos en esa pequeña hondonada, la red invisible de la lasitud que cae sobre un grupo cuando uno de sus miembros se separa y se hunde en el sueño. Myles estaba echado sobre la tripa en la hierba, a mi lado, pero encarado a la otra dirección, aún observando a Rose, que seguía sentada detrás de mí, en una esquina del mantel, ajena, como siempre, al escrutinio de los ojillos de Myles. Chloe seguía de pie a la sombra del pino, con algo en la mano, la cara levantada, mirando concentradamente hacia arriba, un pájaro, quizá, o tan sólo la celosía de ramas contra el cielo, y esas nubes de vapor blanco que habían comenzado a avanzar, lentísimas, desde el mar. Qué meditativa estaba y qué vívidamente definida, con esa piña -¿lo era?- en las manos, su mirada extasiada fija entre las ramas acribilladas de sol. De pronto era ella el centro de la escena, el punto de fuga sobre el que todo convergía, de repente era para ella que se habían dibujado con tan meticulosa falta de artificio esas figuras y esas sombras: esa tela blanca sobre la hierba bruñida, el árbol inclinado verde-azul, los volantes de los helechos, incluso esas nubéculas, que intentaban aparentar no moverse, en el cielo marino y sin límites. Le eché un vistazo a la señora Grace, dormida, la miré casi con desdén. De súbito ya no era más que un gran torso arcaico y sin vida, le efigie caída de alguna diosa ya no adorada por la tribu y echada al estercolero, un blanco al que los mozos del pueblo disparaban con sus tirachinas, sus arcos y flechas.

Súbitamente, como si la hubiera despertado el frío tacto de mi desprecio, la señora Grace se incorporó y miró a su alrededor con los ojos borrosos, parpadeando. Observó su copa de vino y pareció sorprendida al encontrarla vacía. La gota de vino que había caído sobre su vestido blanco había dejado una mancha color rosa, y ella la frotó con la punta del dedo, chasqueando la lengua. A continuación volvió a mirar a su alrededor, se aclaró la garganta y anunció que deberíamos jugar a perseguirnos. Todo el mundo se la quedó mirando, incluso el señor Grace.

– No pienso perseguir a nadie -dijo Chloe desde debajo de la sombra del árbol, y soltó una risotada, un bufido de incredulidad.

Cuando su madre le dijo que debía hacerlo, y le llamó aguafiestas, Chloe se acercó y se quedó de pie junto a la silla de su padre, apoyó un codo sobre el hombro de él y observó a su madre apretando los ojos, y el señor Grace, el dios viejo-verde-sonriente, le puso un brazo en torno a las caderas y la ciñó con su peludo abrazo. La señora Grace se volvió hacia mí.

– Tú jugarás, ¿verdad? -dijo-. Y Rose.

Veo el juego como una especie de cuadros vivos, entrevistas instantáneas de movimiento que son todo velocidad y color: Rose de cintura para arriba corriendo a través de los helechos con su camisa roja, la cabeza levantada y su pelo negro ondeando a su espalda; Myles, con una raya de jugo de helecho en la frente, como una pintura de guerra, intentando soltarse de mí, que lo rodeo con los brazos y le clavo los dedos en la carne y siento la bola del omóplato chirriar en su cavidad; otra imagen fugaz de Rose corriendo, esta vez sobre la dura arena que hay más allá de ese calvero, donde es perseguida por una señora Grace que ríe enloquecida, dos ménades descalzas enmarcadas durante un instante por el tronco y las ramas del pino, y más allá de ellas el brillo plateado de la bahía y el cielo y un azul mate intenso y uniforme hasta llegar al horizonte. Ahí está la señora Grace en el calvero entre los helechos, agachada sobre una rodilla como un esprínter a la espera de que den la salida, y cuando la sorprendo, en lugar de huir, como debería hacer según las reglas del juego, me hace seña de que me acerque de manera perentoria, y me hace agacharme a su lado y me rodea con un brazo y me aprieta contra ella para que pueda sentir el bulto de sus pechos, que ceden suavemente, y oír latir su corazón y su olor a leche y vinagre. «¡Shhh!», me dice, y me pone un dedo en los labios. Está temblando, la recorren unas oleadas de risas reprimidas. No he estado tan cerca de una mujer adulta desde que era pequeño y mi madre me tenía en brazos, pero en lugar de deseo ahora siento tan sólo una especie de hosco temor. Rose nos descubre a los dos allí agachados, y pone ceño. La señora Grace agarra la mano de la niña como si fuera a tirar para levantarse, pero lo que hace es tirar de ella para que se agache sobre nosotros, y hay una melé de brazos y piernas y el pelo de Rose que vuela y los tres, reclinados sobre los codos y jadeando, nos despatarramos juntando los dedos de los pies hasta formar una estrella en medio de los helechos aplastados. Me pongo en pie, temiendo de pronto que la señora Grace, mi repentinamente antigua amada, quiera mostrarme de nuevo su regazo, licenciosamente, y ella se acerca una mano a la frente para hacer visera y me lanza una sonrisa impenetrable, dura, hostil. Rose también se pone en pie de un salto, se despolvorea la blusa y farfulla unas palabras coléricas que no capto y se adentra en los helechos a grandes zancadas. La señora Grace se encoge de hombros.

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