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Era de noche, sobre todo, cuando pensaba en los Grace, mientras yacía en mi estrecha cama metálica del chalet, bajo la ventana abierta, escuchando el monótonamente repetido e irregular romper de las olas en la playa, el solitario grito de las aves marinas insomnes, y, a veces, el lejano traqueteo de una carraca para espantar pájaros, y los leves y jazzísticos gemidos de la orquesta de baile del Hotel Golf tocando el último y lento vals, y mi padre y mi madre en la habitación de delante riñendo, como solían hacer cuando pensaban que yo dormía, tirándose los trastos a la cabeza en una voz baja agotadora, cada noche, cada noche, hasta que al final mi padre nos dejó y no volvió nunca más. Pero eso era en invierno, y en otro lugar, y hace muchísimos años. Para ni intentar oír lo que decían me distraía inventando obras teatrales en las que rescataba a la señora Grace de alguna enorme catástrofe general, un naufragio o una devastadora tormenta, y la secuestraba para tenerla a salvo en una gruta, convenientemente seca y cálida, donde a la luz de la luna -el trasatlántico ya se había hundido, la tormenta había amainado-, la ayudaba tiernamente a quitarse su bañador empapado y a envolverse con una toalla su fosforescente desnudez, y nos echábamos y ella inclinaba su cabeza sobre mi brazo y me tocaba la cara en un gesto de gratitud y suspiraba, y así nos íbamos a dormir juntos, ella y yo, envueltos en la enorme y suave noche del verano.

En aquella época estaba tremendamente fascinado con los dioses. No hablo de Dios, el que se escribe con mayúscula, sino de los dioses en general. O de la idea de los dioses, es decir, de la posibilidad de los dioses. Era un lector entusiasta y tenía un conocimiento bastante bueno de los mitos griegos, aunque me costaba seguir a los personajes, de tanto que se transformaban y de tan diversas como eran sus aventuras. Tenía de ellos una imagen necesariamente estilizada -figuras de plastilina grandes y desnudas, todas ellas nudosos músculos y pechos como embudos invertidos-, derivada de las obras de los grandes maestros del Renacimiento italiano, sobre todo Miguel Ángel, de cuyas pinturas debí de haber visto reproducciones en algún libro o en alguna revista, yo, que siempre estaba atento a la aparición de carne desnuda. Fueron naturalmente las proezas eróticas de esos seres celestiales lo que más me fascinó. El pensar en toda esa carne desnuda tensa y en tenso temblor, sin más barrera que los marmóreos pliegues de una túnica o una voluta de gasa fortuitamente colocada -fortuita, quizá, pero tan completa y frustrantemente protectora del recato como la toalla de playa de Rose, o, de hecho, el bañador de Connie Grace-, saturaba mi inexperta pero ya calenturienta imaginación con fantasías de amor y de las transgresiones del amor, todo ello en la invariable forma de persecución, captura y violenta subyugación. De los detalles de estas escaramuzas en el dorado polvo de Grecia yo no comprendía gran cosa. Imaginaba el empuje y el estremecimiento de muslos bronceados que hacen retroceder unos pálidos lomos al tiempo que éstos se le entregan, y oía unos gemidos en los que se mezclaba el éxtasis y una dulce aflicción. La mecánica del acto, sin embargo, me superaba. Una vez, mientras paseaba por los caminos llenos de cardos de la Madriguera, como se llamaba a esa franja de monte bajo entre la orilla y los campos, casi me di de bruces con una pareja echada en un hoyo poco profundo en la arena que hacía el amor bajo un chubasquero. Con el ajetreo el chubasquero había ido subiendo, con lo que les cubría la cabeza pero no el trasero -o a lo mejor lo habían dispuesto así, prefiriendo ocultar sus caras, mucho más identificables, después de iodo, que sus nalgas-, y al verlos allí, los flancos del hombre rítmicamente atareados con la erguida fúrcula de las piernas abiertas y levantadas de la mujer, algo se hinchó y se espesó en mi garganta, la sangre acudió como una señal de alarma y de fascinada repugnancia. As í que es esto, fue lo que pensé, as í que esto es lo que hacen.

El amor entre adultos. Era raro imaginárselos, intentar imaginárselos, forcejeando en sus lechos olímpicos en la oscuridad de la noche, donde sólo las estrellas podían verlos, agarrándose y entrelazándose, jadeando motes cariñosos, gritando de placer como si sufrieran. ¿Cómo justificaban esos actos nocturnos ante sus yoes diurnos? Eso era algo que me dejaba muy perplejo. ¿Por qué no estaban avergonzados? Los domingos por la mañana, pongamos, cuando llegan a la iglesia con el cosquilleo de sus retozos del sábado por la noche. El sacerdote los saluda en el porche, ellos sonríen inocentes, murmuran palabras inocuas. La mujer moja las puntas de los dedos en la pila bautismal, y mezcla los restos de los pegajosos jugos del amor en el agua bendita. Bajo sus ropas de domingo sus muslos se rozan en el deleite recordado. Se arrodillan, sin hacer caso de la triste mirada de reproche que la estatua del Salvador les lanza desde la cruz. Después de su almuerzo de mediodía quizá envían a los niños a jugar y se retiran al santuario de su dormitorio encortinado para repetirlo todo otra vez, sin advertir el ojo inyectado en sangre de mi imaginación fijo sobre ellos sin parpadear. Sí, yo era un chico de ésos. O, mejor dicho, hay una parte de mí que sigue siendo la clase de chico que era entonces. Un poco bruto, en otras palabras, con una mente sucia. Como si hubiera de otra clase. Nunca crecemos. O, al menos, yo no.

Durante el día romanceaba por la calle de la Estación con la esperanza de ver a la señora Grace. Pasaba junto a la verja metálica de color verde, despacio hasta ir a paso de sonámbulo, y deseaba que saliera por la puerta principal, al igual que había salido su marido ese día cuando le vi por primera vez, pero ella se mantenía tozudamente dentro.

Desesperado, escudriñaba las cuerdas de tender del jardín, pero todo lo que veía era la ropa lavada de los niños, sus pantalones cortos, sus calcetines, y un par de prendas interiores de Chloe escasas y sin interés, y, naturalmente, los calzoncillos flácidos y grises de su padre, y una vez, incluso, su sombrero que parecía un cubo de arena, tendido con un aire chulesco. La única cosa de la señora Grace que llegué a ver fue su bañador negro, colgado de los tirantes, lacio y escandalosamente vacío, seco ahora y no tanto una piel de foca como de pantera. También miré por las ventanas hacia el interior de la casa, sobre todo hacia los dormitorios de arriba, y un día fui recompensado -¡con qué fuerza me latió el corazón!- por el atisbo, detrás de un cristal en sombras, de lo que me pareció un muslo desnudo que pudo ser suyo. Entonces la carne adorada se movió y se convirtió en la espalda peluda de su marido, sentado en el trono, por lo que pude ver, y alargando el brazo hacia el papel de váter.

Hubo un día en que se abrió la puerta, pero fue Rose quien salió, y me lanzó una mirada que me hizo humillar la vista y apresurar el paso. Sí, Rose me caló desde el principio. Y la cosa no ha cambiado, desde luego.

Decidí entrar en la casa, caminar por donde caminaba la señora Grace, sentarme donde ella se sentaba, tocar lo que tocaba. A ese fin, me propuse trabar amistad con Chloe y su hermano. Era fácil, como suelen ser estas cosas en la infancia, incluso para un niño tan circunspecto como yo. A esa edad no se hablaba por hablar, no había rituales para acercarse a alguien con cortesía, sino que simplemente te colocabas cerca del otro y esperabas a ver qué pasaba. Un día los vi deambulando por la gravilla que había delante del Café Playa, los espié antes de que ellos me espiaran, crucé la calle en diagonal hasta donde se encontraban y me detuve. Myles se estaba comiendo un helado con profunda concentración, lamiéndolo por igual en todos sus lados igual que un gato lame una cría, mientras Chloe, que imagino había acabado el suyo, lo esperaba en una actitud de letárgico aburrimiento, apoyada en la entrada del café con un pie ensandaliado apretado sobre el empeine del otro y la cara sin expresión levantada al sol. No dije nada, ni ellos tampoco. Los tres permanecimos simplemente ahí al sol de la mañana, entre el olor a algas y a vainilla y lo que en el Café Playa te servían como café, y al final Chloe se dignó bajar la cabeza y dirigir su mirada hacia mis rodillas y preguntarme mi nombre. Cuando se lo dije lo repitió, como si fuera una moneda sospechosa cuya autenticidad pusiera a prueba entre los dientes.

– ¿Morden? -dijo Chloe-. ¿Qué clase de nombre es ése?

Subimos lentamente por la calle de la Estación, Chloe y yo delante y Myles detrás, brincando, diría casi, en nuestros talones. Chloe dijo que vivían en la ciudad. No me habría costado adivinarlo. Chloe me preguntó dónde me alojaba. Respondí con un gesto vago.

– Ahí abajo -dije-. Pasada la iglesia.

– ¿En una casa o en un hotel?

Qué rápida era. Se me ocurrió mentir -«El Hotel Golf, de hecho.»-, pero vi dónde podía llevarme una mentira.

– En un chalet -farfullé.

Ella asintió, pensativa.

– Siempre he querido alquilar un chalet -dijo.

Eso no me sirvió de consuelo. Al contrario, me provocó una imagen momentánea pero perfectamente nítida del pequeño y torcido retrete exterior que se veía entre los lupinos desde la ventana de mi dormitorio, e incluso me pareció captar el tufillo seco a madera de los cuadrados de papel de periódico empalados en el clavo oxidado que quedaba justo dentro de la puerta.

Llegamos a los Cedros y nos detuvimos en la verja. El coche estaba aparcado en la gravilla. Acababan de dejarlo, pues el motor, al enfriarse, aún chasqueaba la lengua en una quisquillosa queja. Desde el interior de la casa, débilmente, me llegó la empalagosa melodía de una orquestina de hotel que sonaba en la radio, y me imaginé a la señora Grace y a su marido bailando allí juntos, deslizándose en torno a los muebles, ella con la cabeza echada hacia atrás y la garganta al aire y él meneándose con afectación sobre sus peludas patas traseras de fauno y sonriendo con avidez a la cara de su mujer -él era unos cinco centímetros más bajo que ella-, enseñando sus dientes pequeños y afilados y sus ojos azul pálido encendidos de jovial lujuria. Chloe dibujaba en la gravilla con la punta del zapato. Tenía unos pelos bonitos y finos en las pantorrillas, pero las espinillas eran lisas y relucientes como una piedra. De repente Myles dio un saltito, o brincó, como de alegría, aunque fue algo demasiado mecánico para eso, como una figura a cuerda que súbitamente cobra vida, y por jugar me dio un golpecito en la nuca con la palma abierta, se volvió, y con una risa reprimida saltó ágilmente sobre los barrotes de la verja y cayó sobre la gravilla que había al otro lado, y giró hasta quedar de cara a nosotros, acuclillado, las rodillas y los codos flexionados, como un acróbata que invita a que le den su ración de aplausos. Chloe hizo una mueca, dejó caer una comisura de la boca.

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