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– Mi hijo -el doctor Saito señaló al joven Mitsuo, con el que apenas había intercambiado palabra- está haciendo sus estudios en la Facultad de Uemachi, donde, como usted sabe, está dando clases el señor Kuroda.

– ¿Ah, sí? -Me volví hacia el joven-. ¿Entonces conoce usted al señor Kuroda?

– Bueno, no mucho -dijo el joven-. Lamentablemente, el arte no es mi fuerte, y con los profesores de ese departamento no tengo mucho contacto.

– Sin embargo, el señor Kuroda tiene muy buena fama, ¿no, Mitsuo? -intervino el doctor Saito.

– Sí, es cierto.

– ¿Sabías que el señor Ono fue muy buen amigo del señor Kuroda?

– Sí, eso he oído.

En ese momento, Taro Saito volvió a cambiar de tema.

– ¿Sabe, señorita Noriko? Tengo una teoría de por qué carezco de oído para la música. Cuando era pequeño, mis padres nunca afinaban el piano. Y un día tras otro, en una época tan decisiva para mi educación, tenía que oír a mi madre practicar con el piano desafinado. De ahí procede mi problema, ¿no cree usted?

– Sí -dijo Noriko volviendo a bajar la mirada.

– Por eso siempre he dicho que la culpa es de mi madre. ¡Y pensar que todos estos años ha estado reprochándome el mal oído que tengo! ¿No cree usted que he sido tratado injustamente?

Noriko sonrió pero no dijo nada.

El señor Kyo, que hasta ese momento había permanecido en silencio, empezó a contar una de sus graciosas anécdotas. A mitad de su relato, según la opinión de Noriko, lo interrumpí dirigiéndome al joven Mitsuo Saito:

– Estoy seguro de que el señor Kuroda le habrá hablado de mí.

Mitsuo me miró perplejo.

– ¿De usted? -dijo titubeante-. Estoy seguro de que lo mencionará a menudo, pero como en realidad no lo trato mucho…

Se quedó callado y miró a sus padres en busca de ayuda.

– No hay duda -dijo el doctor Saito con énfasis-. El señor Kuroda tendrá muy buen recuerdo de usted.

– No creo que el señor Kuroda tenga buena opinión de mí -dije mirando de nuevo a Mitsuo.

El joven se volvió otra vez bruscamente hacia su padre, pero fue la señora Saito la que habló:

– Al contrario. Estoy segura de que debe tener una gran opinión de usted.

– Señora Saito -dije en un tono quizá demasiado alto-, hay quienes piensan que mi carrera ha tenido una influencia nefasta. Una influencia que hoy en día más vale borrar y olvidar. Soy consciente de que es una opinión bastante generalizada, compartida también por el señor Kuroda.

– ¿En serio?

Si no me equivoco, el doctor Saito me miraba como un profesor mira a un alumno esperando a que diga la lección.

– En serio. Pero, en lo que a mí respecta, estoy dispuesto a aceptar la validez de tal juicio.

– Es usted injusto consigo mismo… -empezó a decir Taro Saito, pero proseguí:

– Hay quienes dicen que personas como yo son las responsables de los horrores que hubo de padecer esta nación. Yo, personalmente, reconozco que cometí muchos errores. Admito que hice muchas cosas que, a la larga, resultaron perjudiciales para nuestro país, y que tuve un papel importante en lo que finalmente supuso un infierno inenarrable para nuestro pueblo. Lo reconozco y, como pueden ver, lo reconozco sin ningún tipo de reservas.

El doctor Saito se echó hacia adelante, con aire perplejo:

– Discúlpeme, señor Ono -dijo-. ¿Está usted diciendo que no se siente satisfecho de su obra? ¿De sus cuadros?

– Ni de mis cuadros ni de mis enseñanzas. Ya ve, doctor Saito. No me cuesta reconocerlo. Sólo puedo decir que por aquel entonces actué de buena fe. Realmente creía estar ayudando a mis compatriotas. Pero ahora, como ve, reconozco sin ninguna reserva que estaba equivocado.

– Es usted demasiado cruel consigo mismo, señor Ono -dijo Taro Saito en un tono muy jovial y, volviéndose a Noriko, añadió-: Dígame, señorita Noriko, ¿su padre es siempre tan estricto?

Noriko había estado mirándome asombrada. Quizá por este motivo, Taro la cogió desprevenida y, por primera vez, dejó escapar por sus labios su acostumbrado sentido del humor.

– Mi padre no es nada severo. Soy yo la que debo ser severa con él, de lo contrario nunca se levantaría a desayunar.

– ¿De veras? -dijo Taro Saito, encantado de haberle podido sacar a Noriko una respuesta poco formal-. A mi padre también le gusta levantarse tarde. Dicen que la gente mayor duerme menos que los jóvenes, pero, según nuestra experiencia, más bien parece lo contrario.

Noriko se rió y dijo:

– Pero eso sólo les pasa a los hombres. Estoy segura de que la señora Saito no tiene ningún problema para levantarse temprano.

– Muy bonito -replicó el doctor Saito-, aún no hemos salido de la habitación y ya os estáis riendo de nosotros.

No pretendo afirmar que hasta ese momento todo hubiese estado pendiente de un hilo, pero sí tengo la impresión de que a partir de entonces el miai dejó de ser una reunión envarada, y posiblemente desastrosa, para convertirse en una feliz velada. Después de la cena, seguimos bebiendo sake y hablando durante un buen rato. Cuando llegó la hora de llamar a los taxis, el sentimiento general era que todos habíamos congeniado y, es más, a pesar de que Taro Saito y Noriko habían mantenido adecuadamente las distancias, era evidente que se habían gustado.

Esto no quiere decir que algunos momentos de la noche no fueran dolorosos para mí, ni que hubiese hecho las declaraciones que hice sobre mi pasado si las circunstancias no me hubiesen obligado a hacerlas. Dicho esto, debo decir que me cuesta comprender cómo un hombre que se respeta a sí mismo puede evitar durante mucho tiempo la responsabilidad de las acciones cometidas. Aunque no sea fácil, reconciliarse con los errores que hayamos podido cometer a lo largo de nuestra vida siempre produce satisfacción y orgullo. Mucho más si se trata de errores que cometimos de buena fe. Lo que de verdad es vergonzoso es no poder o no querer reconocerlos.

Piensen en Shintaro, por ejemplo, que, por lo que parece, ha conseguido el puesto de profesor que tanto codiciaba. A mi juicio, Shintaro sería un hombre mucho más feliz si tuviese el valor y la honradez de enfrentarse con su pasado. No hay que excluir la posibilidad de que la frialdad con que lo traté aquella tarde, justo después de Año Nuevo, le indujera a cambiar de táctica ante el comité y el asunto de los carteles sobre la crisis de China. Sin embargo, me inclino a pensar que Shintaro continuó actuando hipócritamente para conseguir su objetivo. En realidad, en la personalidad de Shintaro siempre ha habido una faceta de astucia y doble intención de la que sólo últimamente he sido consciente.

– ¿Sabe, Obasan? -le dije hace poco a la señora Kawakami-, sospecho que Shintaro nunca ha sido la persona ingenua por la que se hacía pasar, más bien creo que es su forma de explotar a la gente para conseguir lo que busca. Shintaro es de esas personas que, cuando no quieren algo, fingen estar tan perdidos que uno acaba por disculparlos.

– Vamos, Sensei.

La señora Kawakami me lanzó una mirada de desaprobación, resistiéndose a pensar mal de alguien que había sido durante mucho tiempo su mejor cliente.

– Por ejemplo, Obasan -proseguí-, fíjese con qué habilidad se libró de ir al frente. Mientras otros lo perdían todo, Shintaro siguió trabajando en su estudio como si nada.

– Pero Sensei, Shintaro es cojo.

– Cojo o no, el caso es que llamaron a todo el mundo. Naturalmente, acabó alistándose pero cuando la guerra ya casi había terminado. ¿Sabe, Obasan?, Shintaro me dijo en una ocasión que por culpa de la guerra había desperdiciado dos semanas de trabajo. Eso es lo que le supuso a éi la guerra. Créame, Obasan, debajo de ese disfraz de niño se esconden muchas cosas.

– Bueno, de todas formas -dijo cansada-, ya no creo que vuelva por aquí.

– Sí, Obasan, pero creo que no pierde usted nada.

La señora Kawakami, con un cigarrillo entre los dedos, se apoyó en el borde de la barra, con la mirada perdida en la sala. Como de costumbre, estábamos solos. Con los últimos rayos de sol que entraban por la mosquitera, el local había adquirido un aspecto más descuidado y vetusto del que tenía cuando, ya oscuro, la señora Kawakami encendía las lámparas. Fuera, los obreros seguían trabajando. Ya hacía una hora que de algún sitio llegaban los ecos del martilleo, y cada vez que arrancaba un camión o retumbaba una perforadora, temblaba todo el local. Y aquella noche de verano, mientras también yo dejaba vagar mi mirada por el salón, comprendí que en medio de los grandes bloques de hormigón que se estaban levantando a nuestro alrededor, el bar parecía tan pequeño, pobre y fuera de lugar, que le dije a la señora Kawakami.

– ¿Sabe, Obasan? Debería ir pensando seriamente en la oferta que le han hecho y trasladarse a otra parte. Ahora es el mejor momento.

– Pero es que llevo aquí tanto tiempo…

– Podría abrir un local nuevo, en un barrio como Kitabashi, o incluso como Honcho. Ya sabe usted que cada vez que pasara por ahí, me tendría usted dentro.

La señora Kawakami se quedó callada, como si entre el ruido que hacían los obreros distinguiera algún sonido. Acto seguido, se le iluminó la cara con una sonrisa y dijo:

– ¡Antes era un barrio magnífico! ¿Se acuerda?

Le devolví la sonrisa pero no respondí. El barrio había sido magnífico, sí. Todos habíamos disfrutado mucho y la alegría y el buen humor que impregnaban nuestras discusiones siempre habían sido sinceros. Pero quizá aquella alegría no fuera tan positiva y, como otras muchas cosas ahora, tal vez sea mejor que todo aquel mundillo haya desaparecido para no volver. Aquella noche estuve a punto de decirle estas mismas palabras a la señora Kawakami; sin embargo, decidí que habría sido una falta de tacto. Naturalmente, su antiguo barrio significaba mucho para ella. La verdad es que le había dedicado todas sus fuerzas y toda su vida; por lo tanto, es fácil comprender que se negase a aceptar que aquello formaba ya, y para siempre, parte del pasado.

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