– ¡Sus ojos, Utakim, tú no has visto sus ojos! Por lo general, me basta con que se crucen con los míos un instante para olvidar dolores e inquietudes. Si sus ojos me hubieran hablado, habría ignorado las palabras de su boca y los gestos de sus manos. Pero esta noche, sus ojos no me han dicho nada.
Utakim la reprende con desenvoltura:
– ¿No sabes que un hombre nunca es cariñoso en presencia de un extraño? El huésped se irá pronto a dormir y nuestro señor vendrá a reunirse contigo. ¡Vamos, déjame deshacerte las trenzas!
Mariam se abandona a las manos que no han cesado de acunarla. La noche está cayendo y su hombre vendrá. Jamás en el pasado abandonó su lecho. La muchacha se ha recostado apoyando la cabeza en un cojín y los pies descalzos en otro más alto. Utakim se sienta justo al borde de un cofre situado a su cabecera y toma entre sus manos los dedos de su señora, que acaricia lentamente y se lleva a los labios de cuando en cuando. Su mirada llena de amor envuelve el rostro rosáceo enmarcado por una cabellera con reflejos malva. Desearía decirle: «Te conozco bien, Mariam. Tienes las manos lisas de las hijas de los reyes y el corazón frágil de aquellas a las que un padre ha amado demasiado. Cuando eras niña, te rodearon de juguetes; ya núbil, te cubrieron de joyas y te entregaron al hombre que habías elegido. Luego, viniste a vivir a esta tierra de abundancia y tu marido te cogió de la mano. Como el primer día, camináis juntos por los huertos que os pertenecen donde, cada estación, hay mil frutos que recoger. Y tu vientre lleva ya al hijo. Pobre niña, vives tan feliz desde hace tanto tiempo que te basta con sospechar en los ojos de tu hombre la menor ausencia, el alejamiento más pasajero, para perder pie y que a tu alrededor el mundo se ensombrezca».
Utakim dibuja de nuevo con los dos pulgares las cejas sudorosas de la que, para ella, será siempre una niña, y Mariam, que comenzaba a adormecerse, abre los ojos e implora a la sirvienta, que se va a buscar noticias.
– Están hablando, no paran de hablar. O más bien, es el visitante quien diserta y nuestro señor evita interrumpirle.
Si Mariam no hubiera tenido la mente tan ofuscada, habría descubierto en la voz de Utakim el temblor de la mentira. Era verdad que la sirvienta había oído un rumor de conversación, pero los dos hombres no estaban ya en la terraza y Pattig había ordenado que le extendieran una estera en la habitación de los invitados para pasar allí la noche.
A su vez, Utakim está tan preocupada que no puede conciliar el sueño, pero finge que duerme, una vieja treta de nodriza que daba muy buenos resultados cuando Mariam era niña y que sigue siendo eficaz. Verdad es que, por muy esposa y futura madre que sea, su señora apenas tiene más de catorce años. Muy pronto, su respiración se hace más lenta, más reguiar, aunque, de cuando en cuando, un hipido hace recordar que la niña se ha dormido desconsolada.
El aceite de la lámpara colgada de la pared acaba de consumirse, cuando Mariam se incorpora de un salto.
– ¡Mi hijo! ¡Me han quitado a mi hijo!
Grita y se agarra con rabia a las sábanas. Utakim la sujeta firmemente por los hombros.
– ¡Has tenido una pesadilla, Mariam! Nadie te ha quitado a tu hijo, está ahí en tu vientre, bien protegido y no sabemos si será un hijo o una hija.
Mariam no se tranquiliza.
– Se me ha aparecido un ángel. Volaba y zumbaba como una enorme libélula y luego se posó delante de mí. Cuando quise huir, me dijo que no tuviera miedo y, por otra parte, parecía tan dulce que le dejé que se me acercara. De pronto, como un relámpago, extendió unas manos que parecían garras y me arrebató el hijo de mis entrañas para volar con él hacia el cielo, tan alto que pronto dejé de divisarlos.
Utakim no encuentra ya palabras que la consuelen. Sabe que un sueño jamás es inofensivo y se promete ir a interrogar sobre su presagio a los ancianos de la región.
Por un tragaluz enrejado entra la primera claridad del día. Mariam solloza. Su hombre no ha venido. La sirvienta se levanta y con paso decidido entra en la habitación de los invitados. Sittai, ya despierto, reza de rodillas; Pattig duerme. La mujer le zarandea, simulando que está enloquecida:
– ¡Mi señora se siente mal! ¡Te necesita!
Aún con cara de sueño, Pattig corre junto a la esposa que, al verle, se abandona al llanto.
– He tenido un sueño horrible, te llamé y no viniste.
– No he oído nada.
– Pattig, ¿por qué te siento tan lejano? ¿Por qué me huyes?
Si bien con la espontaneidad del despertar Pattig se ha precipitado a la cabecera del lecho de su mujer, al recobrar la conciencia recupera toda su frialdad de la víspera. Se ve claramente que está a disgusto en la habitación de Mariam y, de pronto, evita sentarse en el lecho, su propio lecho nupcial, incapaz de apartar la mirada de la puerta, como si temiera ver aparecer a su censor. Y a los reproches de su esposa, se vuelve más duro.
– Cuando se recibe a un huésped -dice-,¡se debe permanecer a su lado, ¿no lo sabes?
– ¿Quién es ese hombre? Me da miedo.
– Te daría menos miedo si fueras capaz de acoger sus palabras de sabiduría.
– ¿De qué palabras se trata? ¡Ese hombre no me ha hablado ni una sola vez!
– Una mujer no puede comprender lo que dice.
– ¿Qué dice tan importante?
– Me habla de su dios, el dios único; ha prometido conducirme hacia él, pero debo merecerlo, expiar mis años de idolatría. No volveré a comer la comida de los impíos, no volveré a beber vino, ni jamás me tenderé junto a una mujer. Ni tú ni ninguna otra.
– ¡Yo no soy un alimento ni una bebida! Yo soy la madre de tu hijo. ¿No decías también que yo era tu compañera, tu amiga? ¿Debo yo igualmente abandonar a todos los humanos para vivir como un ermitaño?
– Yo viviré en una comunidad de creyentes donde sólo hay hombres. No se admite a ninguna mujer.
– ¿Ni siquiera a tu esposa?
– Ni siquiera a ti, Mariam. Es un dios exigente.
– ¿Quién es, pues, ese dios celoso de una mujer?
– ¡Ese dios es mi dios, y si quieres blasfemar me iré de aquí al instante y no me volverás a ver!
– Perdóname, Pattig.
Sus ardientes lágrimas de niña se deslizan en silencio, su alma está vacía de toda espera; tímidamente, pone la cabeza sobre el brazo del hombre, con dulzura, sin apoyar, haciéndose tan ligera como un mechón de sus cabellos. ¿Revivirá alguna vez con el esposo esos momentos de paz en los que el calor es frescor, la transpiración es perfume y el despertar es olvido? Con una mano aún torpe, pero ya enternecida, Pattig le acaricia los cabellos; en el silencio y la penumbra, vuelve a encontrar los gestos de cariño que son naturales en él; de sus ojos se escapan también algunas lágrimas.
Entretanto, a través de la puerta que ha quedado abierta, llega la voz de Sittai, quien, una vez terminado su rezo, reclama a su anfitrión.
– ¡Pattig! -le llama-, tenemos que partir, hay todavía un largo camino.
¿No debería el esposo maldecir al importuno? No, es a Mariam a quien rechaza con brusquedad y corre ya sin volver la cabeza.