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– Han oído de mi boca las verdades que estaban en ellos. Jamás se escucha otra voz que la propia.

Mani había murmurado esta frase con el tono de una confesión y Bahram se inclinó más aún. Tenían casi la misma edad, pero el hijo de Babel seguía siendo muy delgado. Al verlos conversar así, ¿quién habría sospechado que el que buscaba consuelo era el carcelero y que su víctima pudiera replicar con tan poco resentimiento? Aunque lo hiciera sin complacencia y sin ninguna palabra que intentara suscitar la compasión ni la gracia. Se habría dicho que, aquella tarde, el suplicio de Mani no era un tema digno de ser abordado por aquellos dos hombres.

El octavo día, el Mensajero recibió la visita de Zerav, el tañedor de laúd, que había sido durante cuarenta años el músico favorito de Sapor, y antes, de Artajerjes. Era un hombre orgulloso, alto, esbelto, y aunque sus dedos de octogenario estaban ya nudosos, al contacto con las cuerdas recobraban su juventud.

Siempre había apreciado la sabiduría del hijo de Babel y había tenido con él, en otro tiempo, largas y sosegadas discusiones. Su condena le ofendía. A modo de protesta, se había presentado con su laúd. Su entrada fue notable. Caminó directo hacia Mani, le besó la mano prisionera y luego se sentó cerca de él en el suelo, con las piernas cruzadas, y se puso a tocar un aire lastimero. El silencio se apoderó de la multitud.

Desconcertados por su porte principesco, los jóvenes soldados no habían osado interponerse. Inmediatamente vino en su ayuda un dignatario de la corte, quien también se sintió confuso frente a ese monumento vivo del Imperio. Es inconveniente -balbuceaba-, para un hombre de la fama de Zerav, venir a tocar a un lugar tan vil.

– ¿Acaso no estoy en el recinto del palacio? -se asombró el anciano músico.

– Sin duda. ¡Pero es el patio de los suplicios!

– Para mí, este lugar es hoy el más respetable del palacio y el más perfumado.

– ¡Aquel que ha tocado para los reyes no puede tocar para un ajusticiado!

Antes de que Zerav respondiera, se oyó la voz jadeante de Mani, pero en modo alguno estaba interviniendo en la discusión. Ni siquiera daba la impresión de haberla oído. Parecía que estaba prosiguiendo con el músico una lejana conversación.

– ¿Sabes, Zerav? Al alba del universo todos los seres estaban inmersos en una melodía suprema, el caos de la creación ha hecho que lo olvidemos; pero un laúd en comunión con el alma del artista puede despertar esas armonías originales…

– ¡Gratas son a mis oídos las palabras del sabio!

Y olvidando amenazas y argucias, comenzó a tocar de nuevo, ardiente e inspirado, hasta la noche.

Dicen que Bahram estaba aquel día de caza y que, en su ausencia, nadie se atrevió a asumir la responsabilidad de maltratar al venerable músico de los reyes.

Cuando al día siguiente regresó el monarca, unos soldados fueron a casa del tañedor de laúd con el fin de interpelarle, y descubrieron que, aquella misma noche, se había apagado en la estrecha serenidad de su lecho, como última protesta.

El decimocuarto día los mirones se habían cansado y los fieles eran cada vez más numerosos. Los guardias les prohibieron sentarse, obligándolos a desfilar en silencio; larga vela diurna, durante la cual Mani se mostró agitado. Se adormilaba y luego se despertaba y se movía, intentando estirar sus miembros anquilosados; pero apenas había encontrado una postura, quería volver a la anterior. En un momento dado, creyeron oírle decir:

– Has escrito y no te han leído. Has dicho una cosa y han comprendido otra. Los hombres han querido otra cosa.

Derramaba lágrimas y los fieles se miraron, preguntándose si estaría hablando de ellos.

El decimoséptimo día creyeron el fin inminente y los guardias dejaron a sus discípulos acercarse. Había que formular una pregunta entre todas, pero el corazón de Mani latía en su labio inferior y los fieles renunciaron a hacerle hablar para que no se ahogara aún más.

Como si hubiera oído sus angustias inexpresadas, abrió los ojos para murmurar con tono de seguridad:

– ¿Después? Lo que en mí era Tinieblas volverá a las tinieblas, lo que en mí era Luz seguirá siendo Luz.

Todos ansiaban saber más, pero la palabra de Mani era tan vacilante que los discípulos se resignaron.

Sin embargo, por la tarde, poco antes de que se cerraran las puertas, recuperó el vigor bruscamente. Irguió la cabeza y su voz sonó fuerte. ¿O sería la voz del «Gemelo»?

– Cuando cierres los ojos por última vez, volverán a abrirse inmediatamente, sin que tú lo hayas querido. Y tu primer instante será de incredulidad, cualquiera que haya podido ser tu fe. En el más firme de los creyentes subsiste la duda y en el más obcecado de los descreídos habita la esperanza no confesada. Frente al Más Allá, los hombres no hacen más que interpretar papeles, su creencia común está inscrita en la fatiga de sus cuerpos.

Esperaron a que recuperara con dificultad el aliento, pero él prosiguió:

– A continuación viene la prueba.

Alguien a su alrededor había murmurado la palabra «juicio» y Mani se sobresaltó como si le hubieran ofendido.

– ¿Qué juicio? ¡Cuando cierras los ojos, la sentencia ha sido ya pronunciada! ¡Por tus propios labios!

Todo su rostro se había animado, así como las palmas de sus manos, sus dedos, su garganta, su busto.

– Pasado el instante de incredulidad, cada uno vuelve a sus pequeños defectos, a sus costumbres, y se opera la selección entre los seres humanos sin necesidad de tribunal. El que ha vivido para la dominación sufrirá porque ya no se le obedece; el que ha vivido en la apariencia, pierde toda apariencia; el que ha vivido para la posesión, ya no posee nada, su mano se cierra en el vacío. Lo que era de él, pertenece desde ese momento a los demás. Vagará para siempre por los lugares donde transcurrió su vida terrenal, como un perro atado a su correa. Un mendigo ignorado allí donde fue amo.

«Los Jardines de Luz pertenecen a aquellos que han vivido con desprendimiento.»

Guardó silencio. Sus ojos se cerraron. Luego, como si prosiguiera su sermón para sí mismo, comenzó de nuevo a mover los labios en un rostro iluminado. De cuando en cuando, un fragmento de frase sin coherencia se escapaba de ellos.

«… el sol no te herirá más los ojos… tú que sabes contemplar la felicidad de los demás… todos los perfumes de la amante… esa mujer no envejecerá… allí encontrarás todos los libros… y los que nadie ha escrito… aprenderás las edades del universo… te irás hacia el Egipto del Más Allá…»

Sus discípulos se inclinaban sobre él para recoger esas frases. Todos codiciaban el instante que él había comenzado a vivir.

El vigésimo día ordenó a sus fieles que partieran. Todos los hombres y todas las mujeres jóvenes, aquellos sobre quienes podía abatirse la persecución.

Se produjo entonces aquel sublime alboroto. Se propaló una consigna sin que nadie supiera jamás qué boca la había susurrado. No fue la del hijo de Babel, ya que él sólo había murmurado: «Alejaos, dispersaos, dejad pasar el torrente de la venganza, más tarde os volveréis a levantar». Pero los adeptos propagaron otra muy diferente: «¡Hay que escribir el nombre de Mani por todas partes!».

Escribir con carbón, con tiza, pero más que eso, grabar. Grabar profundamente, en la madera, en el hierro, en la piedra, las letras corrosivas. En los mojones de las encrucijadas, en las murallas de las ciudades, en todos los edificios del Imperio, las prisiones, los palacios, los cuarteles, en todos los lugares de culto, innumerables manos trazaron, cada una en su lengua, el nombre de Mani. Con fervor, para que nadie lo pudiera borrar.

Así se manifestó la inmensa rabia de la gente de paz. Contra su siglo y contra los milenios venideros; contra las divinidades celosas y las espadas absueltas; contra los cuatro imperios, las cuatro castas, las razas, la sangre; contra los magos avariciosos y los soberanos verdugos.

Contra la muerte. Contra las cadenas. Contra las cadenas de Mani.

* * *

La vigésima sexta mañana acabó el último acto de su pasión. Sus discípulos hablarían pronto de suplicio, de martirio, de crucifixión; Mani habría dicho simplemente «mi destierro».

Sólo le velaban ya unas mujeres de cabellos grises. Sobrecogidas, mudas, abrumadas, inmersas ya en el duelo que se aproximaba. Mani no conseguía ya moverse y respiraba ruidosamente, pero la mirada sobrevivía.

Sus ojos se cruzaron con los de Denagh. Ésta comprendió y fue a murmurar algo al oído de las mujeres, que se incorporaron e intentaron serenarse.

Entre ellas se encontraba una discípula a la que llamaban la hija de Atimar. Con voz dulce, se puso a cantar las palabras aprendidas.

Noble Sol que prodiga el calor
y con el mismo gesto pródigo, la sombra que nos protege.
Sol que hace madurar los racimos y los cuerpos para la fiesta y
luego se retira para que podamos celebrarla.
Sol que cierra los ojos a nuestros excesos, a nuestras locuras de mortales
y que está allí al día siguiente con el mismo talante y la misma generosidad.
No espera de nosotras gratitud ni sumisión.
Noble es nuestro Sol cuando sale
y noble cuando se pone…

La hija de Atimar estaba pronunciando estas palabras cuando Mani cesó de sufrir. Denagh, que era la que estaba más cerca de él, le cerró los ojos. Luego, puso sobre sus labios un último beso de vida. Las otras mujeres la imitaron.

Era el año 584 de los astrónomos de Babel, el cuarto día del mes de Addar para la era cristiana, el dos de marzo del año 274, un lunes.

Desde entonces, la pasión de Mani se confunde con la nuestra.

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