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Los dos cortejos iban al paso, su lentitud prolongaría la ceremonia. Perfumes, afeites, inciensos, cantinelas. Cantos épicos en el camino del soberano, danzas sagradas al paso del gran mago. Al final de la procesión, algunos excesos esperados: riñas sin importancia, borracheras… Pompa envuelta en carnaval.

Y todo siguió así hasta el encuentro de los dos caballos que iban a la cabeza sobre el estrado. Hasta un súbito silencio. En la mano derecha, Kirdir sostiene el aro de cintas, símbolo de la realeza divina, y en la izquierda, el cetro. Ormuz toma entonces el aro con la mano izquierda y alarga hacia adelante la derecha con el dedo índice curvado en señal de sumisión a Ahura Mazda; luego, coge el cetro, y ahora le toca a Kirdir, que vuelve a ser un simple mortal, ejecutar el gesto de sumisión en dirección a aquel que, desde ese momento, está investido de la divinidad.

El rey de reyes suelta entonces la brida de su montura y el jefe de los magos salta a tierra, la recoge y hace girar a Ormuz sobre sí mismo entre las aclamaciones de los súbditos. Luego, el soberano va a sentarse en el trono. Kirdir le ofrece con gran solemnidad un vaso de oro que el monarca se lleva a los labios. Es el último gesto de la ceremonia pública. Los dos cortejos se retiran, esta vez apresuradamente, y el lugar se queda desierto. El monarca está solo. Solo con su vaso y con un único compañero, un viejo esclavo sordo provisto de un espantamoscas. Frente al soberano, a su alrededor, y pronto dentro de él, los antepasados y las divinidades.

Y es que el vaso contiene la bebida de los dioses, el haoma, preparado la víspera por Kirdir y sus ayudantes según un ritual milenario. Las ramas de la planta haoma han sido purificadas, reducidas a polvo en un mortero bendito y luego mezcladas con leche y con unas hierbas, cuyo secreto sólo poseen y se transmiten los magos de rango superior. Un brebaje sagrado de la India antigua y de Persia que hace que el ser divino que lo beba, entre en el éxtasis místico por el cual se unirá a las divinidades.

Bajo el efecto del haoma, el soberano sufre convulsiones, pero se supone que ningún mortal va a interrumpir esos excesos milagrosos. El soberano se abandona al delirio, pero se supone que ningún mortal oye lo que grita o balbucea; los creyentes dicen que mantiene una conversación sibilina con sus antepasados.

El rey de reyes ha entregado el alma en el ejercicio de su divinidad, bajo la mirada impasible y benévola del viejo servidor sordo.

Aquella noche, cuando el pueblo y los dignatarios se embriagaban aún a la salud del divino Ormuz, los tres jefes de las castas, reunidos en cónclave, designaron un nuevo rey de reyes: Bahram. Aquel a quien los magos preferían.

¿Quién podría equivocarse sobre la identidad de los envenenadores? ¿Pero quién, también, podría castigarlos o aportar la prueba de su culpabilidad? Se decretó que el soberano no había podido soportar la bebida de los dioses, quizá porque no era digno de beberla o quizá el ángel del haoma no había aceptado su coronación. La evidencia del crimen proporcionó, incluso, un argumento a los asesinos: si Kirdir hubiera querido matar, ¿habría actuado con sus propias manos y ante todo el país reunido?

Seis

Si a Ormuz lo asesinaron, fue porque su subida al trono les parecía a los magos y a los guerreros como un preludio al triunfo de Mani. Pero este último nunca había querido creer en semejante milagro. Cuando Denagh se mostraba ebria de esperanza y de felicidad, él se esforzaba en hacerle comprender que la perversidad del mundo no se dejaría aniquilar así y le hablaba de sufrimiento, de paciencia y de pruebas. Los largos años pasados cerca de Sapor le habían enseñado a precaverse contra todas las ilusiones. ¿Para qué había servido la prometedora alianza con el gran sasánida, puesto que el Mensajero no había podido impedir las guerras ni las persecuciones, puesto que el soberano más poderoso de su siglo no se había atrevido a desafiar a las castas ni a mantener su promesa de convertirse?

En aquel agitado año, había en Mani mucha amargura, y también cansancio, pero una constante lucidez. El reinado de Ormuz jamás había sido a sus ojos otra cosa que un claro en un cielo tenebroso, y si bien al enterarse de su desaparición se sintió triste, afligido y lleno de rebeldía, quiso impedir que sus allegados se abandonaran a las lamentaciones.

– La gran prueba va a comenzar -les dijo-. Mi deseo es que ninguno de vosotros me acompañe en esta penosa parte del camino que mi cuerpo debe recorrer aún.

Maleo no quería alejarse, pero Mani le pidió firmemente que se llevara a Cloe y a toda su descendencia a vivir a Tiro. Fueron muchos los que volvieron así a su país de origen.

Cuando Bahram, ya coronado, regresó a Ctesifonte, un paje fue a comunicar al Mensajero el edicto que le concernía. «Mani, hijo de Pattig, de la raza de los partos y de la casta de los guerreros, médico de oficio, ha profesado diversas opiniones contrarias a la Religión Verdadera, por lo que a partir de este día será desterrado de las tierras de Mesopotamia, de Armenia, de Pérsida…»

¿Desterrado? ¿Sólo desterrado? Denagh y todos aquellos que habían elegido permanecer junto a Mani fueron a tocarle el hombro y la rodilla y luego se llevaron a los labios sus dedos crédulos. Ellos, que habían pasado días enteros suplicándole que huyera; ellos, que le veían ya asesinado por el monarca fratricida, le habían recuperado.

Y lo más importante era que el hijo de Babel pronunciaba palabras de desafío que les llenaban de alegría. ¿Abandonar Mesopotamia, Armenia y Pérsida? ¿Y por qué sólo esas regiones? -les decía-. ¡Se alejaría del Imperio entero! ¡Había estado demasiado tiempo a la sombra de los sasánidas, malgastando su vida en sus tierras! No había querido ir a Palmira por no irritar a Sapor. A Roma tampoco, y sin embargo, sentía que le llamaban. Ni a Egipto, ni al país de los axumitas. De ahora en adelante no permitiría que las promesas de los reyes se interpusieran en su camino. ¡Partiría! Primero a la India, cuyo suelo prometedor sólo había rozado, y luego al Tíbet, a Turfán, a Kashgaria, a China.

¿Desterrado? Liberado más bien de las ocultas cadenas que lo ataban a un único Imperio, a una dinastía.

Seguido de los más fieles, se puso de nuevo en camino. No como un condenado que huye, sino con el paso de un conquistador. Sólo se detenía a las horas del sueño, y en cada etapa encontraba, como en el pasado, una casa abierta, orgullosa y agradecida por brindarle refugio.

Había tomado la dirección del Oriente, rebasando Kengavar y Ecbatana y se había internado ya por la ruta de las caravanas hacia Abarshahr cuando a mitad de la jornada, durante un alto cerca de un curso de agua, se retiró a meditar y se encontró frente a frente con su «Gemelo».

«Corres y corres -le dijo el Otro-. ¿Es así como piensas escapar de tu hastío?»

– Tengo prisa por descubrir todas esas naciones a las que aún no he llevado mi mensaje. ¿No fuiste tú quien me dijo…?

«No, Mani, ya es tarde. Tu camino se ha perdido. Tienes que regresar.»

– ¿Hacia las regiones de donde acaban de desterrarme?

«Cruzarás la ciudades donde tu nombre es el más venerado, Kerja, Susa, Gaujai, Jolasar… Por todas partes la gente se congregará a tu paso, miles de hombres y mujeres querrán unirse a tu comitiva, pero tú les dirás solamente: Contempladme, saciaros de mi imagen, ya que no me volveréis a ver bajo esta apariencia.»

* * *

La multitud, la acostumbrada multitud de las despedidas se había congregado al pie de las murallas de Jolasar, a ambos lados de la puerta de Susa. Las ovaciones de la víspera se habían convertido ahora en lágrimas, en dignidad. Pasó el Mensajero, y después su séquito. Una escuadra de caballeros los esperaba desde el alba. El oficial se acercó.

– Tengo orden de conducir a Mani, hijo de Pattig, ante el divino Bahram, rey de reyes.

– ¿Dónde está tu señor?

– En su residencia de verano.

– ¿En Beth-Lapat? Precisamente allí se termina mi viaje. ¡Ve a decir a tu señor que Mani está en camino!

El hijo de Babel había hablado con un tono que no tenía réplica. Dando una palmada en la ijada de su montura, reanudó su marcha sin preocuparse más de su interlocutor. Este último, estupefacto, después de un inútil minuto de vacilación, volvió grupas con sus hombres. Había venido a prender al Mensajero rebelde y se consideraba satisfecho con una promesa de su boca.

Y Mani llegó libre a Beth-Lapat. Libre recorrió las calles bordeadas de fieles, libre llegó hasta la verja del palacio y hasta los aposentos del monarca. Un viejo escriba de la cancillería se había contentado con abrirle paso a través de los vestíbulos custodiados; luego, con voz deferente, le rogó que se sentara mientras iba a advertir al rey de su presencia.

Bahram estaba sentado a la mesa con sus allegados para la comida del crepúsculo. El funcionario se inclinó hasta las losas de mármol.

– Que Su Divinidad me perdone mi intrusión. Mani acaba de llegar.

El primer movimiento del monarca fue apoyarse en el brazo de su asiento para levantarse, pero sus ojos se encontraron con los de Kirdir, su consejero de siempre, y se sentó de nuevo.

– Sé que el señor había expresado el deseo de recibirle. ¿Debo hacerle entrar?

– ¿Hacerle entrar? ¿Obligar a desplazarse hasta aquí a un personaje tan célebre? ¡Qué imperdonable falta de juicio! ¡Seré yo en persona quien vaya a verle!

Para el caso en que su almibarado sarcasmo hubiera podido confundir al escriba, añadió:

– ¡Que ese hombre espere donde está! Lo veré cuando haya terminado de comer. Y no voy a apresurarme.

Cuando se presentó ante Mani, el monarca había tenido tiempo de comer y de beber demasiado. Con los años había engordado y su paso se había hecho más pesado, sin conferirle, no obstante, la dignidad espontánea de Sapor ni la soltura seductora de Ormuz. Con el brazo izquierdo, rodeaba los hombros de su amante adolescente, la que las crónicas llaman «la reina de los sakas», cuarenta años más joven que él y casada, por su mediación, con su propio nieto. Dos pasos más atrás, se perfilaba la túnica amarilla del jefe de los magos.

– ¡No eres bienvenido!

Éstas fueron las primeras palabras de Bahram. Evidentemente, Mani le inspiraba un verdadero espanto que superaba a fuerza de agresividad. El hijo de Babel observó largamente a aquel gordo niño viejo mal amado, tan cruel como digno de compasión, y le respondió sin rabia:

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