El tono de Mani se hizo apenas interrogativo.
– ¿Se reconstruirán todos los lugares de culto? ¿Se colocarán de nuevo las divinidades en sus pedestales?
– Así se hará.
El rey de reyes hizo una nueva mueca de dolor y pareció vacilar, como si sólo pudiera sostenerse apoyándose en su visitante. A cada palabra, su voz sonaba más cansada.
– Se me venera de sol a sol como a un ser divino. Dime entonces, Mani, ¿es conforme a los decretos del Cielo que los seres divinos sufran de las fiebres cuartanas?
Mani dio un suspiro de impotencia.
– Esos médicos que se ocupan de mí -prosiguió Sapor-, se reúnen en torno a mi lecho hasta siete u ocho al mismo tiempo y esparcen humo de alcanfor y de incienso farfullando algunas fórmulas sagradas; luego, me sangran y me sangran hasta que me pongo lívido y comienzo a temblar. ¿Es así como se tratan las fiebres cuartanas?
Mani se indignó.
– ¡Pero qué medicina es ésa! ¿En qué manual de brujería se enseñan semejantes prácticas?
– ¿Cómo quieres que lo sepa yo? Kirdir me repite que esa medicina es la única conforme a la Ley y la única que puede curarme; pero cada vez me siento más débil. ¡Ay, Mani, médico de Babel! ¡Tú que posees los secretos de las plantas! Si quisieras quedarte a mi lado, si pudieras prodigarme tus cuidados, me libraría al instante de todos esos envenenadores.
– ¿Puede el señor dudar un momento de mi respuesta?
Apenas hubo pronunciado Mani estas palabras, Sapor se incorporó, recuperando súbitamente su estatura imperial. Y también el acento.
– Sabía que podía contar con tu adhesión. Mañana, al alba, partiré hacia el norte al encuentro de los romanos, y tú serás el único médico de mi séquito.
Sólo en ese instante comprendió Mani adonde había querido arrastrarle el monarca. Pero era demasiado tarde para desdecirse y tuvo que poner buena cara.
– ¿No ha estado siempre mi humilde medicina al servicio de la dinastía?
Sapor se había levantado ya y se dirigía hacia la puerta que llevaba a los aposentos de sus mujeres.
– ¡Qué sumisas son tus palabras, Mani, y qué rebeldes son tus pensamientos!
* * *
Si bien durante la audiencia imperial Mani se había esforzado por olvidar su propia dolencia para mostrarse sólo preocupado por la de Sapor, a la salida su debilidad se agudizó hasta tal punto que hubo que sostenerle y llevarle casi hasta la litera, a él, que unos minutos antes sostenía al monarca. Y cuando llegó a casa de Maleo, hubo que llevarle también hasta su habitación, donde durmió con un sueño febril y agitado, sin haber dicho una sola palabra de su entrevista.
Cuando al día siguiente el tirio fue a buscar noticias, la puerta de la habitación estaba entreabierta. La empujó lentamente con una mano, llamando tímidamente con la otra, mientras contemplaba una escena que no se borraría jamás de su memoria.
Denagh estaba arrodillada y sentada sobre los talones, dándole la espalda a Mani, quien, con una mano que denotaba la costumbre, rehacía su trenza deshecha. Maleo se quedó sin voz. De ordinario -se dijo-, son las jóvenes las que hacen las trenzas de los guerreros. ¿Quién es este descendiente de guerrero parto que se aplica así en hacerle la trenza a una mujer? ¡Hacía más de treinta años que se conocían y Mani aún conseguía asombrarle! Cuando Denagh se percató de su presencia, enrojeció, y él dio un paso hacia atrás, pero Mani le llamó, obligándole casi a sentarse y a hacer sus preguntas, a las que él respondió mientras proseguía, como por desafío, su curiosa ocupación.
– Sapor ha terminado por conseguir de mí, astutamente, lo que yo siempre le había negado: seguir a su ejército en sus campañas. Y ya ves, me siento más avergonzado de eso que de estar haciendo esta trenza.
Maleo no pudo evitar contar esa escena a los fieles, quienes, desde aquel momento, sintieron hacia Denagh y su cabellera un respeto que, en algunos, rayaba en la veneración. Y fue a fuerza de contemplar la trenza día tras día cómo descubrieron que tema su propio lenguaje: cuando la compañera de Mani estaba tranquila y serena, se colocaba la trenza, como por instinto, hacia adelante, en el lado derecho; cuando sentía alegría, pero una alegría teñida de espera, de impaciencia, se la echaba sobre el hombro izquierdo; finalmente, cuando estaba inquieta, angustiada, cuando se sentía desgraciada, su trenza permanecía hacia atrás.
Durante el periodo que se avecinaba, la trenza de Denagh no permanecería durante mucho tiempo en el mismo lugar.
Frente a frente en la región de Edesa, los dos grandes imperios se acechaban; los romanos dominaban la ciudad fortificada y los sasánidas la asediaban a distancia sin decidirse a llevar a cabo el asalto, ya que a su retaguardia, tanto por el norte como por el sur y el oeste, estaban los legionarios de Valeriano; unos legionarios que se desplazaban permanentemente, ocultando así sus intenciones y su número.
El otoño tocaba a su fin, y al estar tan lejos del mar y tan cerca de las montañas, las noches eran gélidas. Los víveres escaseaban, las tierras de los alrededores eran áridas, o se habían incendiado, o estaban ya cosechadas. Sapor sentía que la impaciencia de los caballeros iba en aumento y, de cuando en cuando, suscitaba una escaramuza sabiamente circunscrita. Se regresaba al campamento con un cadáver heroico e imberbe, en torno al cual todo el mundo se reunía para una fiesta mortuoria. Lo cotidiano de la guerra estaba servido y el minotauro alimentado. Si fuera necesario, se le alimentaría de nuevo mañana y cada vez que la sangre de los guerreros estuviera pronta a desbordarse. Pero nadie podía obligar al rey de reyes a entablar el combate antes del minuto elegido con detenimiento. Por el momento, mantenía sus tropas en las colinas en posición defensiva; iba apretando la tenaza en torno a Edesa… y esperaba.
¿Qué esperaba, exactamente? Nadie lo sabía con certeza, ni siquiera sus allegados. Verdad es que había subido hacia el norte con las únicas tropas disponibles, a las que se había unido Ormuz a la cabeza de su caballería armenia. Sin duda, el soberano esperaba refuerzos, pero nada probaba que Valeriano no los recibiera por su lado, procedentes de Emesa, de Gaza, de Palmira o de Ponto. Sapor sabía todo esto e intentaba elaborar una estrategia, pesando y sopesando las diferentes opciones que se le ofrecían. Los escasos momentos en que una chispa de excitación animaba sus ojos era cuando su chambelán hacía entrar en su tienda a un oficial de exploradores o a algún espía disfrazado de cabrero de Osroena. El soberano podía pasar largas horas a solas con ellos, interrumpiendo rara vez sus relatos e interrogándolos febrilmente y, a veces, incluso, los honraba invitándolos a su mesa.
Mani jamás había visto a Sapor en campaña. Él, que le había seguido para velar, en principio, por su salud, le encontraba de pronto vigorizado, rejuvenecido; sus fiebres se habían evaporado. El rey de reyes daba a todos la impresión de dominar el menor elemento de la situación y de saber cada día con certeza lo que sucedería al día siguiente. Impresión excesiva, sin duda, pero así era como le veían todos los combatientes en ese instante y por eso le reconocían como jefe y contaban con él para la vida y para la muerte. Mani le observaba, pues, no sin admiración, y aunque se encontraba con el soberano en diversas ocasiones, principalmente en la ceremonia del despertar, éste rara vez le consultaba.
Un día, sin embargo, a la hora habitual de la siesta, un guardia fue a convocarle con urgencia a la tienda imperial, donde se encontraban ya reunidos en torno a Sapor y a sus dos hijos, Bahram y Ormuz, el comandante de la caballería, el encargado del arsenal, los principales dignatarios de la cancillería y Kirdir, el jefe de los magos, y en medio de este Consejo, un romano, oficial de alto rango, centurión, o quizá incluso tribuno de cohorte, vestido con su uniforme.
Todas las miradas estaban clavadas en este último y las lenguas permanecían atadas a la espera de que fueran reveladas su identidad y la razón de su presencia. La primera idea que vino a la mente de todos fue que Valeriano había enviado un emisario con una conminación o alguna proposición de tregua. Pero el hombre no tenía el porte ampuloso de los embajadores y estaba junto a los dignatarios sasánidas como si fuera uno de ellos.
Por otra parte, el rey de reyes comenzó a hablar sin tomarse la molestia de presentar al intruso, y dada la naturaleza de los temas que trataba, la asistencia se quedó petrificada. Y es que Sapor anunciaba con la mayor tranquilidad del mundo que tenía la intención de atacar a los romanos por sorpresa aquella misma noche, al rayar el alba, y que había convocado a los hombres del más alto rango y del mejor criterio para escuchar su opinión. Se expresaba con tanta serenidad que nadie osó preguntar, ni siquiera con un gesto, quién diablos podía ser ese oficial romano al cual el soberano incluía así entre sus allegados y los grandes del Imperio, y con el que compartía un secreto tan grave.
Una vez revelada su decisión, el monarca precisó el lugar del ataque, un terreno elevado en el camino de Harrán, que los militares llamaban «la meseta de la torre vigía» porque los romanos habían construido allí un andamio desde lo alto del cual observaban los movimientos de las tropas sasánidas. Sapor precisó además que la caballería, provista de corazas de hierro, sería la única que atacaría, ya que los arqueros sólo tenían por misión cortar el camino a cualquier refuerzo enemigo.
Después de proporcionar esta información, el monarca se volvió hacia Kirdir:
– ¿Qué dicen los astros?
La respuesta fue inmediata:
– Esta noche, mañana y toda la semana próxima serán días fastos para la empresa.
– ¿Y los augurios?
– Todas las mañanas ofrezco sacrificios por si el señor me hace esta pregunta tan esperada, y los augurios nunca han sido tan claros como hoy; parece que todos los caminos se allanan ante los ejércitos de Ahura Mazda y de la divina dinastía.
– ¿Y a ti, Mani, qué te han dicho esas voces celestes que te hablan?
– No las he interrogado.
En el rostro de Kirdir se manifestó una alegría de chiquillo al ver a su rival cogido en flagrante delito de indiferencia por los asuntos del Imperio. Pero Sapor acudió en ayuda de su protegido.
– Si el médico de Babel necesita retirarse unos momentos para solicitar una respuesta, le esperaremos.
No era una sugerencia y Mani tuvo que hacer inmediatamente lo que se le ordenaba.