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– Si las tropas de la dinastía parten al asalto del Imperio Romano, no hay duda de que conseguirán victorias pero obligarán a las legiones a unirse bajo un mismo mando. Antes que acabar con el enemigo, como algunos exigen, se le habrá administrado un remedio enérgico, doloroso pero eficaz, y saludable para él. ¿Es ése el objetivo que quieren alcanzar aquellos que han tomado la palabra antes que yo? ¿Y por esta locura querrían reemplazar la juiciosa política seguida por el señor del Imperio?

Sapor pareció turbado, incluso se leía la duda en sus ojos. A su alrededor se agitaron en desorden los pañuelos, pero ya no concedería la palabra, pues había llegado el momento de recuperar su ascendiente y de pronunciar el discurso decisivo:

– Para Nosotros, nada ha cambiado aún con respecto al tratado con los romanos. Cuando un cesar sustituye a otro, hay que cumplir los compromisos que su predecesor contrajo. En cuyo caso, Nosotros seguiremos respetando lealmente los nuestros. Pero si se interrumpiera el pago del tributo, responderemos con todo el vigor que tenemos derecho a utilizar con los traidores. Con el fin de prevenir cualquier eventualidad, tenemos la intención de hacer un llamamiento a todos nuestros vasallos, las tribus sometidas y los soldados mercenarios. Al primer acto de traición, nuestros ejércitos invencibles se desplegarán por el litoral de Occidente, Anatolia y Capadocia, y continuarán devastando mucho más allá las provincias de los romanos hasta que vengan a renovar ante Nosotros su humilde sumisión.

Después de que se les despidiera, los cortesanos se dispersaron por los pasillos del palacio, haciendo comentarios sobre la falacia intrínseca del enemigo, la proverbial cobardía de sus tropas y de sus jefes, y también sobre la imposibilidad demostrada de vencer al rey de reyes. Sólo Mani, sombrío, permanecía apartado y pronto fue olvidado por todos. En cuanto la sala del consejo se quedó vacía, fue a ver al chambelán para pedirle una audiencia privada ante Sapor, quien le recibió sin demora.

– Habría añadido algo, pero ya había tomado la palabra aquel que se expresa el último.

El monarca le hizo una seña para que prosiguiera.

– El señor del Imperio ha precisado que actuaría con rigor contra los romanos sólo en el caso en que dejaran de pagar el tributo. ¿He comprendido bien?

– Ya sabes que los adversarios de Filipo le reprocharon que firmara un acuerdo indigno y degradante. Quizá incluso le hayan matado a causa de ello.

– Quizá. Pero si por alguna razón que ignoro el nuevo cesar decide seguir pagando, ¿se le declarará la guerra a pesar de todo?

– He sido muy claro sobre ese tema. ¡Si cumplen su palabra, yo cumpliré la mía!

– Pero entonces ¿por qué obligar al tesoro, a los vasallos, a los caballeros, así como a todos los súbditos, al gasto excesivo que una movilización implica, antes incluso de conocer la postura de los romanos? Cuando se haya reunido el ejército, cuando las tribus sometidas y las tropas mercenarias estén reclutadas, querrán combatir, conseguir el botín, y ya no se podrá enviarlas a su casa con las manos varías. Esto ya ha sucedido en el pasado; se hace un llamamiento a filas a causa de una amenaza de guerra y luego, aunque la amenaza se aleje, se termina por hacer la guerra porque se ha reunido al ejército.

– No se planteará ese problema. Todos saben cuál es la actitud de los romanos. Y además ya he anunciado mi decisión y no voy a retractarme al respecto.

– El señor del Imperio no necesita retractarse de nada. Ha dicho que reuniría a sus tropas y lo va a hacer, pero nadie puede obligarle a convocar al mismo tiempo a los sátrapas, a todas las tribus, a todos los vasallos. Los preparativos pueden hacerse lentamente. Y si los romanos eligen el camino del desafío, la movilización podría acelerarse.

– No era ésa mi intención, pero consiento en aceptar tus argumentos y en seguir tus consejos. Quiera el Cielo que no tenga que arrepentirme. ¿Sabes, Mani, que de todas las personas presentes en el Consejo, ninguna otra habría podido hacerme cambiar de opinión? Si te escucho así, si me someto a tu opinión, es porque tienes un lugar en esta dinastía y en mi propio destino que ni siquiera tú sospechas.

A lo largo de las semanas siguientes, Sapor evitó mencionar los preparativos militares; sin embargo, en los pasillos del palacio, pocos fueron los que adivinaron un cambio de política; la actitud del rey de reyes se explicaba por su deseo de parecer sereno y despreciativo frente al riesgo de una guerra que todos, en Ctesifonte, juzgaban ganada por adelantado. Se decía ya que el soberano mandaría él mismo el gran ejército, secundado por uno de sus hijos, pero ¿por cuál? ¿Por el mayor, Bahram, que de nuevo gozaba del favor de su padre y al que apoyaba la mayoría de los magos y de los guerreros? ¿O bien por Ormuz, considerado como el más valiente y el más serio, pero del que se decía que su trato con Mani y su inclinación por sus ideas le había debilitado un poco?

Las especulaciones terminaron cuando, inopinadamente, llegó un embajador romano, portador de una misiva del nuevo emperador, Decio, «a su hermano, el divino rey de reyes», asegurándole que el pacto hecho con Filipo sería respetado, incluso en sus cláusulas secretas; por otra parte, el oro estaba ya en camino, transportado esta vez, no por el púdico intermedio de las caravanas beduinos, sino abiertamente ¡por un destacamento de pretorianos!

En Ctesifonte deberían haberse felicitado. Hasta entonces, el acto de vasallaje aceptado por Filipo era el hecho de un hombre solo, un usurpador que había llegado a la cima del Imperio por los caprichos de la fortuna y que estaba dispuesto a vender a bajo precio el tesoro y las provincias con tal de conservar el poder. ¡Ahora era Roma entera la que reconocía la preeminencia del rey de reyes!

Sin embargo, en la corte sasánida, el humor era de duelo. Los que deseaban el enfrentamiento se sentían defraudados, algunos pensaban incluso en tender una emboscada al emisario romano, con la esperanza de provocar lo irreparable. Con todo, el bando que deseaba la guerra, por muy poderoso que fuera, temía atraerse la cólera de Sapor con semejantes acciones. Éste se sentía dividido. Si bien la acción militar seguía seduciéndole, valoraba el significado del nuevo acto de vasallaje romano, que le halagaba y sobre todo le tranquilizaba en cuanto a la persistente debilidad del enemigo.

Numerosos eran los que, como Kirdir, explicaban la indecisión del soberano por la creciente influencia del «maldito nazareno de Babel». En efecto, nadie ignoraba las conversaciones cotidianas, mano a mano, entre los dos hombres. Sapor, que no podía olvidar que Mani había sido el único en prever el comportamiento de los romanos, confiaba en su juicio; cada vez que las ideas de guerra le daban vueltas en la cabeza, se desahogaba con él. Y el hijo de Babel sabía encontrar argumentos que le convencían.

– No hay duda de que los romanos están aterrados con la idea de ver a vuestro ejército invadir sus provincias y amenazar sus metrópolis. Ese terror que sienten es para vos fuente de grandes ventajas. Haced que dure esta situación, obtened de vuestro enemigo todo lo que su debilidad le obliga a acordaros, dejadle confirmar, año tras año, a los ojos de todas las naciones, la preeminencia de vuestra dinastía y de vuestra persona. ¿Por qué habría de abandonar el primero de los hombres la posición providencial que es hoy la suya, para someterse al azar de una empresa guerrera?

El monarca aceptó darse por satisfecho con esos argumentos mientras el enemigo continuara pagando el tributo. Pero en Roma no se arreglaba nada. Dos años después de la muerte de Filipo, su sucesor fue asesinado a su vez. No menos de cuatro pretendientes se disputaban ahora el poder. De cuando en cuando, uno de ellos enviaba un emisario ante el rey de reyes para granjearse su benevolencia y solicitar sus favores, lo que no dejaba de divertir a Sapor. ¿Soberano de Roma y, por añadidura, arbitro de las disputas entre sus generales? El sasánida no había soñado jamás con un privilegio tan descabellado.

Pero a finales del invierno siguiente el oro no llegó. No era que Roma tuviera una voluntad deliberada de incumplir el pacto hecho con Ctesifonte, sino que ninguno de los cuatro cesares estaba en condiciones de efectuar semejante pago. En la lucha contra sus rivales, cada uno de los pretendientes tenía una gran necesidad de todo el oro del que pudiera disponer.

En la corte sasánida, la guerra estuvo de nuevo en el orden del día. Magos y guerreros estaban enardecidos y Sapor no intentó ya resistirse. Y cuando en medio de aquel revuelo se aisló una vez más con Mani, no fue para oírle hablar de nuevo sobre los beneficios de la tregua.

– Te he escuchado siempre, médico de Babel, hasta el punto de seguir tus consejos en detrimento de mis propias inclinaciones. Ahora te toca a ti, mi protegido, mi compañero, adoptar mis opiniones; quiero que en esta batalla estés a mi lado, plenamente, con toda tu alma y toda tu inteligencia, tú, al que he convertido en pilar de mi reinado y de la dinastía.

»Esta guerra me ha sido impuesta. Durante mucho tiempo me he mostrado paciente y magnánimo, no he querido romper la tregua aunque hubiera podido hacerlo, ya que los magos me aseguraban, en nombre del Avesta, que sería legítimo y meritorio. Te he escuchado, pues, y he renunciado a movilizar mis ejércitos a fin de dar a los romanos una oportunidad de respetar sus compromisos. Ahora, han dejado de pagar el tributo, ellos mismos han violado el pacto que los protegía. Cualesquiera que sean las razones de esta felonía, no puedo tolerarla sin perder la estima y la sumisión de mis propios súbditos. La severidad del castigo debe estar a la medida de mi paciencia y de mi generosidad.

»Si consigo acabar con el Imperio de los cesares, esta guerra será la última. Una era de paz se instalará entre los hombres. Sé que te repugna derramar sangre, aunque sea la de mis enemigos, pero por estar a mi lado en esta batalla no traicionarás ninguno de tus principios, ya que por la pérdida de algunas vidas, otras, mucho más numerosas, serán preservadas.

»A lo largo de estos años mucha gente me ha prevenido contra ti, Mani. Envidiosos, celosos, pero también algunos hombres a los que creo adictos y sinceros. "Ese parto -me repetían- permanecerá a vuestro lado mientras contemporicéis, pero en cuanto llegue el tiempo de las conquistas, os abandonará. ¿Cómo podéis tener entre vuestros íntimos a un ser que se alegra de vuestros titubeos y que mañana se apenará por vuestras victorias?" ¿Han dicho la verdad? Lo ignoro. Sin embargo, es tu apoyo el que espero, es contigo con quien quiero llevar a cabo esta conquista.

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