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En los rasgos del soberano podía sospecharse un esbozo de aprobación que Kirdir se apresuró a disipar.

– ¡El mejor aliado de la dinastía! -se burló-. ¡Estoy en presencia de nuestro divino señor y me veré obligado a explicar en qué un adorador de Ahura Mazda es mejor aliado de la dinastía que un nazareno! Puesto que los corazones no comprenden ya las palabras veladas, ¿me darían la libertad de hablar sin rodeos? He tenido en las manos algunos de los textos que los nazarenos propagan por las ciudades del Imperio; me han contado, igualmente, lo que dicen en sus reuniones. ¿Mi divino señor desea saber en qué términos hablan de nuestra religión, de nuestras leyes, de nuestras tradiciones y de la dinastía? Esa gente pretende que toda la descendencia de los sasánidas está maldita.

A Sapor no le complacía que semejantes palabras fueran pronunciadas, aunque estuvieran atribuidas a los nazarenos, y su mano se crispó sobre la empuñadura del cetro. Kirdir no se mostró en modo alguno asustado y prosiguió con voz más fuerte, más rabiosa también, pero con una rabia controlada.

– ¿No se ha dicho en el Avesta que el esplendor divino acompaña al jvedodah, el matrimonio entre hermano y hermana, que borra los pecados mortales y expulsa a los demonios? ¿No está escrito que ningún acto de piedad es tan agradable al Cielo? ¿No hemos aprendido que, a imagen del gran Darío, todos nuestros soberanos, así como los magos y los guerreros deben unirse al pariente más cercano, su hermana, su hija o su madre cuando ésta se queda viuda? ¿No ha convertido nuestro divino señor a su hermana, la divina reina Azur Anahít, en su esposa preferida entre todas? Pues bien, para los nazarenos, todos nosotros estamos condenados al Infierno, y también nuestro divino señor y su divina reina y hermana, ya que lo que para nosotros es suprema piedad es para ellos suprema abominación.

Al pronunciar unas frases tan inconvenientes, Kirdir arriesgaba la cabeza. Pero su audacia había surtido efecto. Todos adivinaban la razón y la víctima de la cólera que descomponía ahora el rostro del monarca.

– ¡Miserable médico de Babel! ¿Es ése el sentimiento que profesas por los seres divinos de nuestra dinastía? ¡Sufrirás la suerte que nuestra ley reserva a los profanadores!

Los guardias acudieron para sujetar al culpable. Cuando sintió sus bruscas manos abatirse sobre sus brazos y sus hombros, Mani tuvo la impresión de que, a su alrededor, todas las imágenes se nublaban. Impotente, mudo de terror, se sentía a punto de desmayarse. Un solo pensamiento le mantuvo en pie: ¡el «Gemelo», su compañero celeste, no podía abandonarle en ese día! Cerró los ojos intentando entrever su semblante tranquilizador.

Súbitamente, se produjo un tumulto, salpicado de risas apenas ahogadas. La extrema tensión que pesaba sobre la corte se alivió como por milagro. Un padham se agitaba y pareció que sólo con verlo había bastado para que los rasgos de Sapor se relajaran.

– ¡Que el eternamente joven Juvanoé se acerque!

La súbita alegría del soberano se reflejó al instante en todos los rostros, exceptuando el del interesado, el cual no apreciaba las burlas que suscitaba cada una de sus intervenciones. Preceptor del monarca desde la infancia, era el decano de los magos de la corte, donde nadie habría pensado poner en duda su erudición y su persistente lucidez. Sólo le perjudicaba ese nombre de Juvanoé, «hombre joven», muy extendido entre los nobles y los magos, pero que resultaba molesto sobre los hombros de un nonagenario. Así, el bufón del rey había convertido al anciano mago en su blanco favorito, imitando de maravilla su voz áspera, su porte taciturno, el movimiento pendular de su barba algodonosa y el desorden de sus dedos huesudos. Cualquier ciudadano que, a lo largo de los últimos veinte años, hubiera tenido la ocasión de compartir una sola de las veladas de Sapor, no podría por menos de asociar al venerable preceptor con la imagen del bufón, cuyo nombre, por otra parte, nadie recordaba, de tal manera se había acostumbrado todo el mundo a darle el de su víctima.

El augusto pupilo sonrió, como cualquier mortal, pero apenas comenzó a hablar Juvanoé, frunció el entrecejo para advertir a todos que el intermedio divertido había terminado.

– Durante toda mi larga vida, he tenido el privilegio de recordar a mi divino señor las cualidades que harían de él un gran rey a imagen de sus predecesores más gloriosos: la buena religión, el buen sentido, la fuerza del perdón, el amor de los súbditos, la alegría, la generosidad, la justicia…

– No lo he olvidado -se impacientó Su Divinidad, que no ignoraba nada de la interminable lista.

– Este hombre de Babel ha sido acusado de cosas graves que merecerían un castigo; pero si mi señor se niega a pasar por un tirano a los ojos de la posteridad, tiene el deber de escuchar su defensa. ¡Así es nuestra ley!

Sapor envolvió a su preceptor en una mirada afectuosa y filial. Luego, divertido, se encogió de hombros y gritó a un secretario:

– ¡Escribe que en el día de hoy he decidido conceder una túnica de honor al venerable mago Juvanoé, que ha evitado que cometiera una injusticia indigna de nuestra dinastía!

Y mientras el anciano mago, resplandeciente, se retiraba agitadamente andando hacia atrás para volver a su sitio, el soberano se volvió hacia Mani, declarándose ahora dispuesto a escucharle, aunque el verdugo estuviera aún al alcance de la voz.

Las palabras del hijo de Babel se escaparon como el suspiro de un superviviente.

– Al intentar contradecirme, el respetado mago Kirdir no ha hecho más que apoyar mis palabras con el más desgarrador de los ejemplos. Cada uno de nosotros se siente trastornado, amenazado, ofendido; todos nos damos cuenta ahora hasta qué punto los odios religiosos pueden afectar nuestra existencia y la del Imperio. Yo mismo debería sentirme tan turbado como todos vosotros, ya que soy de descendencia parta y entre mis antepasados siempre hubo matrimonios entre hermano y hermana, por fidelidad a las costumbres y por deseo de efectuar un acto agradable al Cielo.

»Sí, los nazarenos están indignados con esos matrimonios a los que llaman incestuosos. Sin embargo, está escrito en su Biblia que Dios creó al primer hombre y a la primera mujer y que por ellos solos la Tierra comenzó a poblarse. ¡Fue, pues, necesario que los hijos de aquella única pareja se unieran entre ellos! La humanidad entera ha nacido de matrimonios incestuosos. Los partidarios del Avesta podrían, pues, a su vez, burlarse de los partidarios de la Biblia; pero ¿a qué vienen las disputas, las imprecaciones, las burlas? Cada pueblo tiene costumbres que se han inscrito en sus leyes y que se atribuyen a la voluntad divina. ¿Será ésta diferente para cada pueblo? La verdad es que no sabemos nada de la voluntad divina, no sabemos nada de la divinidad, ni su nombre, ni su apariencia, ni sus cualidades. Los hombres dan a Dios innumerables nombres y todos son verdaderos y también falsos. Si Él tuviera un nombre, no podría escribirse con nuestras palabras ni pronunciarse con nuestras bocas. Se dice que es rico y poderoso. Riqueza y poder son sólo cualidades a escala de los hombres, pero no significan nada a escala de Dios. También se le atribuyen deseos, temores, irritaciones y humores; algunos dicen que está celoso de una estatua, ofendido por un gesto, preocupado por nuestra forma de hablar, de estornudar, de vestirnos o de desnudarnos. Yo, Mani, he venido a traer un mensaje nuevo a todos los pueblos. Me he dirigido en primer lugar a los nazarenos, entre los que pasé mi infancia y mi juventud. Les he dicho: escuchad la palabra de Jesús, es un sabio y un limpio de corazón, pero escuchad también la enseñanza de Zoroastro, aprended a encontrar la Luz que brilló en él antes que en todos los demás, cuando el mundo entero estaba sumergido en la ignorancia y en la superstición. Si algún día mi esperanza prevaleciera, sería el fin de los odios.

»Vuelvo, pues, mi mirada hacia el mago Kirdir y le digo con el respeto que le es debido: tú has sabido describir el mal que amenaza al Imperio y yo he prescrito el remedio; tú has hablado como un paciente y yo he hablado como un médico.

– Este hombre es hábil acallando nuestra desconfianza -dijo el mago-, pero sigue sin confesar a qué religión invoca.

– Invoco a todas las religiones y a ninguna. Se ha enseñado a los hombres que deben pertenecer a una creencia como se pertenece a una raza o a una tribu. Y yo les digo: os han mentido. Aprended a encontrar en cada creencia, en cada idea, la substancia luminosa y a separar los desperdicios. Aquel que siga mi camino podrá invocar a Ahura Mazda, a Mitra, a Cristo y a Buda. A los templos que elevaré, cada cual vendrá con sus plegarias.

»Yo respeto todas las creencias y, a los ojos de todos, ése es mi crimen. Los cristianos no escuchan cuando les hablo de las bondades del Nazareno y me reprochan que no hable mal de los judíos ni de Zoroastro. Los magos no me oyen cuando elogio a su profeta; quieren oírme maldecir a Cristo y a Buda. Y es que cuando reúnen al rebaño de los fieles, no lo hacen en torno al amor sino al odio; sólo se sienten solidarios frente a los otros y no se reconocen como hermanos más que en las prohibiciones y los anatemas. Y yo, Mani, pronto seré considerado el enemigo de todos, en lugar del amigo de todos. Mi crimen es querer conciliarios y lo pagaré, porque se unirán para condenarme. Sin embargo, cuando los hombres se hayan hastiado de los ritos, de los mitos y de las maldiciones, recordarán que un día, en los tiempos en que reinaba el gran Sapor, un humilde mortal hizo resonar un grito en todo el mundo.

El soberano estaba intrigado.

– La religión que quieres propagar, ¿tendrá templos y magos?

– Tendrá lugares de culto y Elegidos. Éstos se consagrarán a la oración y a la enseñanza, al arte y a la escritura, y al ejercicio de la justicia, como lo hacen los magos de hoy, a condición, sin embargo, de que renuncien a desear fortuna, gloria o poder.

Esta reserva suscitó en el monarca una satisfacción evidente. Kirdir agitó de nuevo su padham , pero Sapor se había vuelto ya hacia su jorrambash, el encargado de la cortina, que estaba permanentemente a su lado, y, con un leve movimiento de los dedos, le dio una orden. En los segundos que siguieron se vio acudir a dos escribas, que se sentaron a los pies del soberano. Era la señal de que la deliberación había terminado y el monarca se disponía a legislar, con un procedimiento que se llevaba a cabo desde los tiempos de los partos: el rey de reyes dictaba en lenguaje simple su deseos, que uno de los secretarios repetía en voz alta, no palabra por palabra, sino adaptándolo, como por traducción simultánea, a la jerga ampulosa de las ordenanzas oficiales, que el otro escriba se ocupaba de inscribir, con hermosa caligrafía, en el registro reservado con ese fin.

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