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– Si dices lo mismo que el Mesías o Buda, ¿por qué intentas crear una religión nueva?

– La esperanza de aquel que se ha alzado en Occidente apenas ha florecido en Oriente; la voz de aquel que se ha alzado en Oriente no ha llegado a Occidente. ¿Es necesario que cada verdad lleve la ropa y el acento de aquellos que la recibieron?

– Maestro, admito que ciertas creencias merecen ser respetadas; pero los idólatras, los adoradores del sol…

– ¿Crees que un rey se sentiría celoso si besaras el faldón de su vestido? El sol no es más que una lentejuela en el vestido del Altísimo, pero mediante esa resplandeciente lentejuela, los hombres pueden contemplar mejor Su Luz. Los seres humanos creen que adoran a la divinidad cuando no han conocido nunca más que sus representaciones; representaciones en madera, en oro, en alabastro, en pintura, en palabras o en ideas.

– ¿Y aquellos que no reconocen a ningún Dios?

– El que se niega a ver a Dios en las imágenes que le presentan está, a veces, más cerca que los demás de la verdadera imagen de Dios.

Un día, le preguntaron:

– ¿Qué nombre lleva aquel del que eres el Mensajero?

– Yo le llamo «el Rey de los Jardines de Luz».

– ¿No es el Padre, el Todopoderoso, el Infinitamente bueno, el Creador de todas las cosas?

– ¿Cómo podría ser a la vez bueno y todopoderoso? ¿Es acaso él quien ha creado la lepra y la guerra? ¿Es él quien deja morir a los niños y que maltraten a los inocentes? ¿Es él quien ha creado las Tinieblas y a su Señor? ¿Ha prometido que este último existe? Si pudiera aniquilarle de un gesto, ¿por qué no lo haría? Si no quiere aniquilar las Tinieblas, es que no es Infinitamente bueno; si quiere aniquilarlas, pero no lo consigue, es que no es Infinitamente poderoso.

Después de un corto silencio, añadió:

– Es al hombre a quien ha confiado la creación. Es a él a quien le corresponde el primero hacer que las Tinieblas retrocedan.

El hijo de Babel llevaba ya diez días junto a la morera blanca, cuando el ejército sasánida tomó posesión de Deb. Se desplegó por las puertas, por la torres de las murallas, por los muelles y por las calles comerciales, sin asesinatos ni saqueos. Después, Ormuz fue a instalarse con sus allegados en la residencia del antiguo gobernador.

Mani permaneció algunos días más en el jardín vecino, rodeado de una multitud ferviente que se confortaba con su presencia, pero que pronto oiría de su boca palabras de adiós.

En efecto, una noche, Ormuz le mandó llamar con urgencia. Mani velaba aún, apoyado en su árbol; el ayudante de campo le ayudó a levantarse con una mano y con la otra sostenía una antorcha.

Junto al príncipe, se encontraba un escriba de alto rango.

– Es Nam Veh, mi hombre de confianza. Acaba de llegar de Ctesifonte.

– Una gran desgracia se ha abatido sobre el mundo. El señor de todos nosotros, el gran Artajerjes, rey de reyes, dios entre los hombres, hombre entre los dioses, ha ido a reunirse con los gloriosos soberanos… -comenzó el escriba.

– Mi abuelo ha muerto -le interrumpió Ormuz.

En sus ojos, se había apagado un terror. En los de Mani, se perfiló el camino de regreso.

El encuentro con aquel príncipe sasánida no dejó de tener un mañana. Entre Mani y la dinastía más poderosa de su tiempo acababa de nacer una relación que se revelaría tormentosa, intensa y a veces cruel; y constantemente ambigua, como deben ser las relaciones entre los portadores de ideas y los portadores de cetros.

La existencia del hijo de Babel se vería conmocionada por ella. Pero también la del Imperio.

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