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– ¡Este hombre es un narrador! Le haré venir para las veladas de los oficiales. ¿Conoces las epopeyas antiguas de Ciro y de Darío, las hazañas de los aqueménidas y las de nuestra dinastía?

– También conozco otras historias que nadie ha oído jamás.

– Tus otras historias no me interesan. A mis hombres sólo les gusta escuchar las epopeyas que conocen, o si no, relatos de caza. Si conoces alguno, si sabes hacérnoslo revivir, no te marcharás de aquí con la bolsa vacía.

– Yo no vendo mis palabras, las regalo.

– Así que no eres ni comerciante ni narrador.

El príncipe estaba irritado por haber comprendido tan mal a su visitante y los cortesanos bajaban los ojos cuando un hombre se acercó. Una barba rubia cuidadosamente peinada adornaba su rostro sin arrugas y llevaba un abrigo de brillante seda amarilla que llegaba hasta el suelo, adornado en el cuello con bordados negros. Inclinándose con toda confianza sobre Ormuz, cuchicheó a su oído unas palabras antes de volver a su sitio.

– Mi fiel consejero, el respetado mago Kirdir, cree que tú eres uno de esos nazarenos que se multiplican en las regiones de Mesopotamia y que has venido a Deb para difundir tu herejía.

– No he venido al encuentro del príncipe para hablar de religión. Se trata de la ciudad…

Ormuz le interrumpió,

– Primero quiero saber si Kirdir ha acertado.

– El honorable mago sólo se ha equivocado a medias. Venero a Jesús, pero también a Buda y a nuestro señor Zoroastro.

Kirdir se sobresaltó como si acabara de ser abofeteado y dio un paso hacia Mani.

– ¡Con qué arrogancia este nazareno se permite mezclar el nombre de nuestro santo profeta con el de los impostores!

– Que nuestro respetado mago vuelva a su sitio -prosiguió Ormuz-. Seguramente el visitante no ha querido insultar a nadie. Por otra parte, esta discusión ha terminado; los debates sobre religión me dan sueño y me entristecen. He tenido un día magnífico, estoy en la mejor disposición y supongo que nadie querría que mi humor se alterara.

Como todos los cortesanos se apresuraron a aprobarle, se lanzó a un exaltado y meticuloso relato sobre la caza del día.

– … Les dije a los guardias que se alejaran, que me dejaran ese león, que no quería que hubiera en su cuerpo otras huellas que las de mi lanza. Y lo perseguí solo. El animal no corría mucho y de pronto se detuvo e hizo un movimiento hacia mí. Mi yegua se asustó y entonces salté a tierra para que pudiera huir.

»Nos quedamos solos, frente a frente, la fiera y yo. Avanzábamos el uno hacia la otra, con calma. Ninguno de los dos quería escapar de una muerte tan noble. Menos de sesenta pasos nos separaban. Entonces, mis compañeros, haciendo caso omiso de mis órdenes, vinieron a rodearme con sus lanzas. La fiera se detuvo, se volvió y se alejó sin correr, conservando su dignidad. Ahora todos querían alcanzarla, pero yo grité tan fuerte que se quedaron todos clavados en el sitio: "Os prohibo que persigáis a ese león, venía hacia mí como un valiente y sólo se alejó porque vosotros malograsteis nuestro duelo. ¡Dejadle vivir!".

Mani no preveía semejante desenlace de la caza principesca. Su reacción fue espontánea.

– ¡Ésta es una historia que contaré a la gente de Deb! Así sabrán que pueden esperar magnanimidad y demencia del conquistador y que éste tomará la ciudad sin matanza ni destrucción.

Aún absorto en sus recuerdos, Ormuz no reaccionó. Fue el mago Kirdir quien respondió a Mani.

– El león quiso luchar, por eso mereció la gracia del príncipe. La gente de Deb no quiere combatir, no son más que corderos, y como los corderos, su destino es que los esquilen y los degüellen.

– ¡Son mercaderes a quienes la ley del Imperio prohíbe llevar armas! -gritó Maleo, quien, con Pattig, se mantenía a la entrada de la tienda y comenzaba a inquietarse del cariz que estaba tomando el debate.

– ¿No tenía la ciudad una guarnición? -interrogó el mago.

– ¡Los soldados partieron con el gobernador! -dijo de nuevo Maleo.

– Los ciudadanos deberían haberlos retenido. ¿No tienen suficiente oro para pagarlos? ¿Por qué el príncipe habría de mostrarse noble con esos mercaderes grasientos y llorosos?

– ¿Quién salió glorificado por la clemencia del príncipe hacia el león, este último o el primero? -preguntó Mani.

Emergiendo al fin de su ensueño, Ormuz se dignó conceder con un movimiento de cabeza que era a él a quien le correspondía la gloria. Pero Kirdir tomó de nuevo la palabra:

– El príncipe es un guerrero, como todos los miembros de la divina dinastía. Para él, cada combate es una oportunidad de demostrar su valor. La gente de Deb le ha decepcionado. Sólo merecen su desprecio.

En la sala, una verdadera ovación saludó esta declaración. Mani no comprendía en absoluto ese ensañamiento.

– Resulta que hay una ciudad que acepta la autoridad del príncipe, que le abre sus puertas, que se dispone a recibirle con sumisión y a ofrecerle presentes, ¡y se pretende castigarla!

Pero de la boca de Ormuz se escapó cándidamente la verdad.

– Desde que nuestros soldados se pusieron en marcha, sólo piensan en las riquezas de Deb, en sus mercados, en sus almacenes, en sus mujeres. Cada vez que debían cruzar una montaña o un desierto de sal, les hablábamos de Deb.

– ¡Pero si la ciudad abre sus puertas, la ley del Imperio exige que no sea saqueada!

Precisamente. En el mismo momento en que hablaba, Mani comenzó a comprender. A los mercaderes de Deb no se les reprochaba su pusilanimidad, sino su sabiduría. ¡Al negarse a combatir, privaban a los saqueadores del botín! El hijo de Babel percibió más claramente la importancia de la gestión que efectuaba en nombre de la ciudad y habló en alta voz:

– Las puertas de Deb están abiertas y así permanecerán. La guarnición se ha marchado y ninguna otra la reemplazará. No hay ni un arma en la ciudad, ¡la gente ha roto hasta los cuchillos de cocina! Los soldados pueden entrar y podrían matar, saquear, violar e incendiar, pero, según las leyes del Imperio y las leyes del Cielo, sería una felonía. Y no puedo imaginar ni por un instante que un valiente hijo de la gran dinastía lo permitiera.

Ormuz pareció turbado y Mani prosiguió:

– La gente de Deb sólo desea que se respeten sus exenciones y sus tradiciones y que se preserven su vida y sus bienes. No piden más que vivir en paz bajo la autoridad de un príncipe recto y sagaz. Eso es lo que les conviene, pero también es lo que conviene al príncipe. Esa ciudad es la joya del país que él tiene la obligación de conquistar y de gobernar. ¿Por qué iba a querer arruinarla?

Sintiendo que su señor dudaba, Kirdir replicó:

– No es competencia de los comerciantes de la India interrogarse sobre la rectitud de nuestros príncipes y aún menos sobre los intereses del Imperio. El ejército ha luchado, se le ha prometido una recompensa y es justo que se le conceda.

De la fila de los oficiales surgieron gritos de apoyo.

– Por más que Deb abra sus puertas y oculte sus armas, sigue siendo una ciudad impía. Nuestras tropas victoriosas partieron a la guerra para someter a las regiones infieles, para castigarlas, para imponerles la Religión Verdadera. Eso es justo y agradable al Cielo. Deb será entregada a los soldados durante tres días, todos los lugares de culto impíos serán derribados y luego se organizará una ceremonia de acción de gracias en el puerto, como lo ha ordenado el divino Artajerjes, rey de reyes, el señor de todos nosotros.

Ormuz sabía que su abuelo, el rey de reyes, deseaba que se celebrase esa ceremonia, y conocía, igualmente, los deseos de sus oficiales. Pero él mismo no era insensible a los argumentos de Mani, cuyo apoyo solicitó discretamente:

– Las palabras del mago Kirdir me parecen sensatas, ¿tienes algo que responder, hombre de Babel?

– Tendría que ser muy descarado para atreverme a responder, ya que sólo soy un visitante de paso, mientras que el mago es, evidentemente, un personaje notable, puesto que se permite indicar al príncipe a dónde debe conducir a sus ejércitos y de qué manera debe comportarse en las ciudades conquistadas.

Kirdir dio un brinco con la mano en el corazón:

– ¡Si es un crimen ofrecer consejo a mi rey, que se me castigue! Jamás he hablado ni actuado por otra razón que no fuera el bien de la divina dinastía, para que este Imperio y su religión se extiendan bajo todos los cielos y aplasten a todos los enemigos bajo sus pies como si fueran serpientes, escorpiones, criaturas maléficas. Mi señor, nieto del divino Artajerjes, no se dejará prevenir contra mí, no puede haber olvidado las sabias prescripciones del Avesta. ¿No está dicho en el Libro que los lobos de dos patas deben ser exterminados mucho antes que los lobos de cuatro patas?

– ¿De qué lobos se trata? -interrogó demasiado ingenuamente Ormuz.

– El lobo de cuatro patas salta sobre un cordero para devorarlo; el lobo de dos patas se sirve de la palabra para acallar la desconfianza del pastor y arrastrar a todo el rebaño por el camino de la perdición.

– Los lobos de dos patas -rectificó Mani- son los hombres que consideran a los demás como presas, los que intentan constantemente someter, reducir, castigar, humillar. Hoy se ha elevado una voz para decir que los habitantes de Deb no eran más que corderos y que merecían ser degollados. ¿No es ése el lenguaje de un lobo de dos patas? Si el santo y sabio pastor Zoroastro se expresó como lo hizo en el Avesta, ¿acaso no fue pensando en aquellos que recurren a semejantes matanzas?

– En el fondo, cada cual interpreta el Avesta a su manera.

Con esta observación, Ormuz intentaba atenuar un poco el efecto del ataque proferido directamente contra Kirdir. Pero éste estalló enfurecido:

– ¿De qué interpretación se habla? ¿Así que cada cual tiene derecho a interpretar a su antojo los textos sagrados? ¿Así que la interpretación de un pérfido nazareno sería comparable con la mía? ¿No soy yo el que estudió durante dieciséis años nuestra Religión Verdadera? ¿No soy yo aquí el depositario de la fe de Zoroastro?

– Puede suceder que un hombre se crea depositario de un mensaje cuando no es más que su ataúd.

Kirdir no quería creer que semejantes palabras pudieran serle dirigidas. Se las hizo repetir al oído por un familiar, antes de avanzar hacia el pilar central. Al tumulto provocado por la frase de Mani acababa de suceder un silencio sepulcral. El hijo de Babel leía el ultraje y la indignación en todos los ojos, salvo quizá en los de Ormuz, en los que no faltaba una chispa maliciosa que el mago debió de advertir, ya que comenzó con un tono de reproche:

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