Todo el mundo respiró y las lenguas se desataron; ya podían permitirse hacer preguntas que, la víspera, habrían parecido indecentes o de mal augurio. El armador tirio explicaba el motivo por el que llevaba al cuello el collar de oro.
– Cuando estoy en el mar y la muerte amenaza, me pregunto siempre con terror qué será de mi cuerpo si, por desgracia, me ahogo. Sin duda, será arrastrado hacia la playa donde alguien lo descubrirá y no sabrá qué hacer con él; si encuentra todas estas monedas de oro, se juzgará generosamente recompensado y, por gratitud, ofrecerá a mi cadáver la sepultura más conveniente.
Habló también el joven marinero aparentemente decidido a matarse. Decía que si tenía que sobrevenirle la muerte, prefería que su alma se separara al aire libre y partiera hacia los cielos, antes que se la tragaran las olas y permaneciera prisionera de los genios maléficos que reinan en las profundidades.
Desde aquel momento, Mani tuvo derecho a todas las atenciones. Más venerado aún que en todas las ciudades que había atravesado, constantemente rodeado, seguido y escuchado, estaba invitado a compartir todas las comidas y todas las veladas del capitán, y sus dos compañeros gozaban del mismo privilegio. Las provisiones acumuladas por Maleo permanecerían casi intactas hasta el final del viaje.
El capitán sólo revelaba a veces su itinerario a Mani, a sus compañeros y al armador. Por eso, cuando Maleo se dio cuenta de que el navío, en lugar de ir recto hacia el sol naciente se desviaba hacia el mediodía, el capitán consintió en informarle:
– Los que no conocen el mar, sólo ven una inmensa extensión de agua. Pero aquí, como en tierra firme, hay senderos, caminos tortuosos, callejones sin salida, y también amplias avenidas que trazan las corrientes y los vientos. Como ésta, que en esta estación, va desde la punta de Arabia hasta la India. Debemos ir hacia el sur para poder tomarla y nos internaremos por ella. Sólo entonces iremos rumbo a Oriente, a toda marcha, como por la ruta mejor balizada. Llegaremos a Deb sin haber atracado ni una sola vez, sin ni siquiera haber visto tierra, sólo a veces algunas islas sobre las que existen leyendas espantosas y en las que ningún marino se atreve a fondear.
¿El capitán había dicho Deb? La ciudad se elevaba en el delta del Indo y sobre un brazo que, poco a poco, los aluviones arrastrados desde las montañas más altas habían cubierto de arena. Cada año había menos barcos capaces de llegar hasta allí y, una mañana, el puerto se despertó rodeado de tierras, naufragado. Entonces los hombres lo abandonaron por otros lugares de los alrededores, Tatta, Sindi, Lahri y, más tarde, Karachi.
¿Qué ha quedado de Deb? ¿Qué ha quedado de sus palacios, de sus templos sobre las colinas, de su aduana de color ladrillo, aquella construcción puntiaguda que los marinos avistaban desde lejos como un faro? Hasta el siglo xvii, los viajeros señalaban aún su existencia. Luego, todo desapareció. Ni el menor rastro de un nombre, ni la sombra de una ruina. Nadie sabe ya nada. En el momento en que se escriben estas líneas, los arqueólogos realizan excavaciones en las bocas del Indo a la búsqueda de un vestigio de vestigio.
Los contemporáneos de Mani no podían ignorar a Deb. Sobre todo los más aventureros. Ese nombre resonaba en sus oídos como una ahogada llamada y hada nacer en ellos el deseo de partir. En aquel entonces se conocía el mundo por sus murmullos, se le recorría a tientas, ya que los planisferios eran muy confusos y se inspiraban en relatos fantásticos que convertían las islas en continentes y los brazos de mar en océanos de donde surgían monstruos que los geógrafos dibujaban; sobre la montaña que domina Deb, un escriba meticuloso había trazado como si indicara el nacimiento de un río: «En este lugar se supone que nacieron los escorpiones».
En cada etapa del viaje, la gente esperaba cruzarse con la peste, las fieras, el hambre, la guerra y los saqueadores, pero también con los cíclopes, los dragones y toda clase de sortilegios, aunque no por ello renunciaban a él. La muerte era una ortiga familiar. La aventura se vivía así: uno decía adiós y se iba. Sin fecha ni seguridad de regreso. Y si tenía de su parte la audacia, la suerte y los vientos, conseguía llegar a Deb.
Mani escribió que, en su tiempo, el mundo se dividía en cuatro grandes imperios: el de los romanos, el de los persas sasánidas, el de los chinos y el de los axumitas del mar Rojo, herederos del reino de Saba. En ninguna otra parte como en Deb se frecuentaban tan estrechamente los súbditos de esos imperios; para los juncos de Cantón era la última escala antes de Arabia, y la puerta de la India para el que venía de Occidente, ya que a esta última palabra se le daba el sentido con el que el propio Mani la utilizaba, abarcando Italia, Grecia y Cartago, pero también Egipto, Fenicia y el conjunto del país de Aram, esas tierras que, por un deslizamiento de la Historia, llamamos ahora el Cercano Oriente.
Entre los numerosos relatos de viajes que el hijo de Babel había leído en la biblioteca de los Túnicas Blancas, había uno en particular que había excitado su imaginación: el de Tomás, del que se decía que era el gemelo de Jesús y que había ido a propagar por la India la palabra del Nazareno. Probablemente, Mani había querido seguir su ejemplo al decidir efectuar esa travesía.
Ahora bien, según la tradición, fue en Deb donde Tomás fondeó.
En el siglo de Mani, todas las iglesias de la India llevaban el nombre de Tomás. Todas proclamaban haber sido fundadas por el apóstol en persona y conservaban leyendas y reliquias suyas. Con frecuencia, esos santuarios eran muy modestos y algunos estaban situados en las grutas del Gandhara; bastaba con una cruz y tres antorchas para animar esa devoción aún reciente.
No sucedía lo mismo en Deb. Como es de rigor en una ciudad de comerciantes, la prosperidad iluminaba lugares y objetos de culto, ya que el oro honrado afluía por gratitud y el oro sospechoso por arrepentimiento. La iglesia se había adornado y agrandado, y los ciudadanos se cruzaban allí con la gente de paso, como podía ser un marinero convertido de Alejandría o un catecúmeno de Ostia, encantados de poder, al fin, vivir su fe a plena luz.
La ciudad, conviene decirlo, había vivido mucho tiempo bajo la benevolente férula de los Kushanas, herederos del gran Kaniska, uno de los reyes más justos cuyo recuerdo haya guardado Oriente, el sublime Kaniska, quien, en la cima de su poder, se sentía honrado acogiendo bajo su techo a cualquier monje mendicante. Los príncipes Kushanas habían tenido siempre el cuidado de no desmentir la fama de su antepasado, revelándose en todas las circunstancias magnánimos y justos y apadrinando todas las creencias. Sus monedas llevaban en el reverso los símbolos de veintiocho cultos diferentes.
Así, bordeando la plaza de los mercaderes extranjeros se encontraban la iglesia de Santo Tomás, los templos de Poseidón, de Anahíta y de Visnú, los santuarios de Allat y de Yam, una sinagoga que, según decían, había sido construida en tiempos de Alejandro y, en el camino de Taxila, el stupa de los budistas con su monasterio.
Estos cultos se observaban aún, el uno junto al otro a la llegada de Mani, y su primer gesto al poner pie en tierra firme fue dirigirse a la iglesia, bien visible desde los muelles. Era domingo y la gente se apresuraba hacia el atrio. Tomás había enseñado a los indios lo que Jesús enseñó a los apóstoles: observar el sabath cada semana con un fervor ejemplar y, al día siguiente, reunirse de nuevo para sus propios ritos, sobre todo para la enseñanza, la lectura de los textos sagrados, del comentario de los ancianos y de las epístolas que llegaban de las comunidades extendidas por todo el mundo; y a veces, cuando un fiel eminente pasaba por la ciudad, ofrecerle la palabra.
Por la manera de abrirse paso entre el gentío y por su altiva cojera, Mani supo manifestarse desde el primer momento como un hombre al que había que escuchar. El sacerdote le cedió el pulpito de buen grado, aunque de pie en el ábside, permanecía vigilante. Había tantas voces herejes, reconocidas o solapadas, que era necesario saber intervenir en el momento oportuno, imponer silencio y, a veces incluso, expulsar al corruptor de las almas solicitando la ayuda de algunos valientes descargadores del puerto que se encontraran entre los asistentes y que se sacrificarían por tan piadosa tarea.
Mani se expresaba en arameo y no eran muchos los que podían comprender todo lo que decía: el oficiante, dos o tres letrados… Y sin embargo, todo el mundo le escuchaba. ¿No era la lengua de Jesús y de Tomás la que resonaba? La emoción era intensa. El contenido importaba poco. Todo residía en la entonación, en algunos nombres benditos que flotaban en el aire, en el rostro demacrado de aquel hombre con la pierna lisiada que venía de tierras santas.
Él no intentaba violentar a su auditorio. Al considerarse verdadero sucesor de Jesús, repetía fielmente sus palabras tal como las había relatado Tomás. Su método no era único. Los cristianos del Imperio Romano actuaban así en las sinagogas de la diáspora. Se presentaban, anunciaban que llegaban directamente de Jerusalén, evocaban los acontecimientos recientes que concernían a la comunidad, informaban de la miseria y de la espera de la gente de Judea, hablaban de la Biblia citando de memoria los textos que predecían un Mesías y luego sugerían que, quizá, dado el infortunio en el que se encontraban en aquel momento los judíos, las profecías se estuvieran cumpliendo. Los más astutos conseguían hablar durante largo rato y cuando, finalmente, eran desenmascarados, habían logrado ya seducir a una parte del auditorio o, por lo menos, suscitar el deseo de saber algo más. Algunas personas los seguían al exterior y a veces incluso los invitaban a continuar su enseñanza en su propia casa. Por lo tanto, un apóstol se distinguía por su habilidad de esos exaltados que, desde su entrada en la sinagoga, gritaban su nueva creencia, por lo que, inmediatamente, se encontraban de nuevo fuera, solos y aveces apaleados, antes incluso de que los asistentes hubieran comprendido por qué se les expulsaba.
Según este criterio, Mani tenía el temple de los grandes apóstoles, Pablo, Marcos o Tomás, y actuaba en las iglesias como sus predecesores en las sinagogas. Y con la misma convicción. Del mismo modo que los primeros cristianos de Palestina se consideraban mejores judíos que los judíos, quizá los únicos judíos verdaderos, Mani estaba persuadido de que había venido a realizar el mensaje de Cristo, a consumarlo con una fe universal, capaz de reunir todas las creencias sinceras de los hombres.