– Eso no es de mi competencia -replicó el sirviente, muy atareado en su pillaje.
Entonces Lejeune, de un brusco puntapié, volcó la consola, y el sirviente quedó suspendido de la araña, pataleando y chillando, lo cual divirtió sobremanera a los presentes. Aplaudieron a Lejeune, y un general de brigada, al reparar de improviso en su uniforme del estado mayor, le ofreció vino alemán en una taza. En aquel momento se abrió una puerta de doble batiente.
Masséna, con atuendo y babuchas de sultán, entró en el salón, gritando:
– ¡Podríais vociferar menos, hatajo de sabandijas!
El mariscal, tuerto, de cara ancha pero con la nariz aguileña, el cabello negro y tupido, corto y peinado a lo Tito, tenía una hermosa y recia voz, pero no obtuvo más que un guirigay en lugar de silencio y, al ver a Lejeune, el único hombre digno en medio de aquel barullo, le ordenó:
– Venid, coronel.
Entonces volvió la espalda levemente curvada para regresar a su habitación, seguido al punto por el mensajero del emperador. En el recodo de un pasillo, Masséna se paró en seco ante un macizo reloj de péndulo, dorado y bermejo, que representaba unos ángeles rollizos golpeando una especie de gong.
– ¿Qué os parece?
– ¿La situación, señor duque?
– ¡La situación no, pedazo de alcornoque! Me refiero a este péndulo.
– A primera vista, es un hermoso objeto -dijo Lejeune.
– ¡Julien!
Un criado con librea granate apareció como salido de ninguna parte.
– Nos llevamos esto, Julien -dijo Masséna.
Señaló el reloj de péndulo, que el otro tomó con cuidado en sus brazos, resoplando porque era pesado. Una vez en la habitación que formaba ángulo, Masséna se sentó en el borde de un lecho con dosel de terciopelo y preguntó por fin:
– Y bien, joven, ¿cuáles son las órdenes?
– Construir un puente flotante sobre el Danubio, a seis kilómetros al sudeste de Viena.
Masséna permanecía impasible cualquiera que fuese la tarea encomendada. A sus cincuenta y un años, ya lo había sufrido todo y no le quedaba nada por hacer. Se sabía de él que era un ladrón, decían que era rencoroso, pero una vez más el emperador tenía necesidad de su pericia bélica. De ordinario, el mariscal despreciaba a quienes denominaba «los papanatas de Berthier» o «los arrendajos», porque él, hijo de un mercader aceitero de Niza, contrabandista durante cierto tiempo, no había nacido mariscal ni duque, como aquellos Juan Lanas procedentes de la banca o del mundo aristocrático, marqueses, fatuos que llevaban pomadas y objetos de tocador en las cartucheras, los Flahaut, Pourtalés, Colbert, Noailles, Montesquiou, Girardin, Périgord… Sin embargo, no incluía entre ellos a Lejeune: era el único burgués de aquella pandilla, aunque al igual que los otros hubiera aprendido a saludar en casa de Gardel, el maestro de los ballets de la ópera. Y además tenía un talento con los pinceles que Su Majestad apreciaba.
– ¿Habéis descubierto el lugar apropiado? -inquirió Masséna.
– Sí, señor duque.
– ¿Cómo es? ¿Qué longitud tiene?
– Unos ochocientos metros.
– Es decir, ochenta barcas para sostener el piso del puente…
– He previsto un río, señor duque, donde podríamos ponerlas a resguardo.
– Y tablones, digamos nueve mil… Para eso hay bosques a talar en este dichoso país.
– Más unas cuatro mil viguetas y, por lo menos, nueve mil metros de cordaje resistente.
– Sí, y anclas.
– O cajas de pescador, señor duque, que llenaremos de proyectiles.
– Procuremos economizar los proyectiles, coronel.
– Lo intentaré.
– ¡Bien, de prisa, requisadme todo lo que flote!
Lejeune se disponía a salir cuando Masséna le retuvo con un grito.
– Lejeune, vos que fisgoneáis por todas partes, decidme…
– ¿Sí, señor duque?
– Dicen que los genoveses han colocado cien millones en los bancos de Viena. ¿Es cierto?
– Lo ignoro.
– Comprobadlo. Insisto en ello.
Un bulto gruñó bajo las ropas de cama, y Lejeune percibió unos mechones claros. Con la sonrisa cómplice de un chalán, Masséna separó el cubrecama bordado y alzó a una mujer joven apenas despierta, sujetándola por la cabellera.
– Coronel, prevenidme lo antes posible acerca del dinero de los genoveses y os la doy. Es la viuda de un tirador corso despanzurrado la semana pasada, ¡es dócil y tiene las redondeces de una duquesa!
A Lejeune no le gustaba esa conducta propia de cabaret, lo cual era patente en la expresión de su cara. Masséna pensó que, a pesar de todo, aquellos jóvenes gazmoños no eran auténticos soldados. Dejó caer a la mujer sobre las almohadas de seda y dijo en un tono más seco:
– ¡Marchaos! ¡Id a casa de Daru!
El conde Daru dirigía la intendencia imperial. Había establecido sus servicios en un ala del castillo de Schónbrunn, cerca del emperador, a una media legua de Viena. Allí regía por medio de sus gritos a todo un pueblo de civiles, pues ya no era un ejército lo que seguía a Napoleón sino una horda, una ciudad en marcha, una dotación de cinco batallones para conducir dos mil quinientos carros de suministros y material, y compañías de panaderos, constructores de hornos, albañiles bávaros, todos o casi todos los oficios, bajo las órdenes de noventa y seis comisarios y adjuntos; aquéllos se ocupaban del alojamiento, el forraje, los caballos, los coches, los hospitales, el revituallamiento, en fin, de todo. Daru debía de saber dónde encontrar embarcaciones.
Lejeune cruzó un largo puente adornado con esfinges, sobre el río Viena, y luego una alta verja fianqueada por dos obeliscos rosados con sendas águilas de plomo en la parte superior. Entró en el patio cuadrado de Schónbrunn, aquel castillo donde los Habsburgo residían en verano sin demasiado protocolo, a la sombra de un parque en el que correteaban unas ardillas nada esquivas. En el vaivén de las comitivas y los batallones de la Guardia, divisó un cabo con charreteras de lana verde.
– ¿Daru? -le gritó.
– Por allí, mi coronel, bajo la columnata de la izquierda pasado el gran estanque.
Era un palacio vienés, es decir, pomposo, íntimo, barroco y austero al mismo tiempo, una imitación de Versalles, de color ocre y más reducido, así como más irregular. Lejeune encontró a Daru, quien gesticulaba en medio de un grupo. Insultaba a uno de sus comisarios, un hombre tocado con bicornio. Veía la llegada de Lejeune como una molestia: ¿qué más iban a pedirle? Vestía un frac abrochado sobre un abdomen considerable, con los faldones remangados, y se puso en jarras.
– Señor conde
– empezó a decir Lejeune al desmontar. -¡Al grano! ¿Qué imposibilidad me pide Su Majestad?
Separaba cada sílaba, como se acostumbra en el Mediodía francés, añadiendo música a la voz.
– Ochenta barcos, señor conde.
– ¡Vaya! ¿Nada más que eso? ¿Y tengo que inventarme esas barcazas? ¿El ejército va a pasearse por el Danubio?
– Son para sostener un puente.
– ¡Ah, me lo figuraba! (A sus acompañantes.) ¡No os quedéis ahí como pasmarotes! ¿Es que no tenéis trabajo? (Entonces, mientras los demás se dispersaban, añadió con semblante serio:) No quedan barcos en Viena, coronel. ¡Ni uno! ¡Los austríacos no son tan pánfilos! Han hundido la mayor parte de las embarcaciones, o las han hecho descender río abajo hasta Presbourg, a fin de ponerlas fuera de nuestro alcance. No están locos, ¿eh? ¡No nos quieren en la orilla izquierda de su Danubio!
Daru tomó a Lejeune del brazo y le llevó a un despacho lleno de cajas y muebles amontonados, dejó sobre una mesa su sombrero de fieltro con escarapela, expulsó con un rugido a dos adjuntos que por desgracia para ellos se habían adormilado y, cambiando de tono, como un actor, pasó del furor al fingido abatimiento:
– ¡Qué desbarajuste, coronel, qué desbarajuste! ¡Nada funciona! ¡No tengo más que problemas! ¡Creedme, este maldito bloqueo nos perjudica!
En efecto, tres años atrás el emperador había decidido aislar a Inglaterra, prohibiendo sus productos en el continente, pero eso no impedía el contrabando. Por otra parte, los capotes del ejérci to eran de paño tejido en Leeds, y los zapatos procedían de Northampton. Inglaterra seguía dominando el comercio mundial, y era la Europa imperial la que se condenaba a la autarquía: de pronto faltaba el azúcar y el añil para teñir de azul los uniformes, de lo que Daru se quejaba:
– Nuestros soldados visten de cualquier manera, con lo que cogen en los pueblos o después de los combates. ¿A qué se parecen, queréis decírmelo? ¡A una compañía de actores trágicos, ambulantes y andrajosos! Tienen chaquetas grises birladas a los austríacos, ¿y qué es lo que pasa? ¿No lo sabéis? Os lo voy a decir, coronel, os lo voy a decir… (suspiró ruidosamente). A la primera herida, por leve que sea, sobre un tejido claro la sangre se extiende y hace visible; un rasguño da la impresión de un bayonetazo en la tripa, ¡y esa sangre desmoraliza a los otros, les causa un miedo profundo, los paraliza! (Daru adoptó de repente el tono de voz de un comerciante de ropa:) Mientras que sobre el azul, un hermoso azul muy oscuro, esas manchas desgraciadas se ven menos y, por lo tanto, asustan menos…
El conde Daru se dejó caer en un sillón de estilo rococó, cuya madera hizo crujir, y desplegó un mapa de estado mayor mientras proseguía su discurso:
– Su Majestad quiere plantar glasto cerca de Toulouse, Albi, Florencia… Muy bien. ¡Antes esa hierba crecía de maravilla, pero no tenemos tiempo! Y además ¿habéis visto los reclutas? ¡A su lado los del año pasado tienen pinta de veteranos! Hacemos la guerra con críos disfrazados, coronel… (examinó el mapa y volvió a cambiar de tono:) ¿Dónde queréis ese puente?
Lejeune indicó la isla Lobau sobre el mapa desplegado. Daru suspiró todavía más fuerte:
– Vamos a ocuparnos de ello, coronel. -¿Os daréis mucha prisa?
– Lo antes posible.
– También hay que reunir cordajes, cadenas…
– Eso es más facil, pero supongo que no habéis probado bocado desde esta mañana.
– Así es.
– Aprovechaos de mis cocineros. Hoy han hecho un guisado de ardilla, lo mismo que ayer y que mañana. No está mal, se parece un poco al conejo, ¡y además hay tantas en el parque! Luego… ¡pues nos zamparemos los tigres y los canguros de la casa de fieras del castillo! Eso promete ciertas emociones a nuestros estómagos hastiados… Id a ver al comisario Beyle, que está en la oficina de arriba. Yo os dejo. Los hospitales no están listos, el forraje no llega con regularidad y vuestros malditos barcos… En fin, como decía el poeta Horacio, mi querido Horacio, un alma bien preparada espera la felicidad en el infortunio.