– Lannes, amigo mío, ¿me reconoces?
El mariscal abrió los ojos pero permaneció en silencio.
– Está muy debilitado, Síre-susurró Larrey.
– Pero me reconoce, ¿no?
– Sí, te reconozco -murmuró el mariscal-, pero dentro de una hora habrás perdido a tu mejor apoyo…
– Stupiditá! No te vamos a perder. ¿No es cierto, señores?
– Lo es, Sire-respondió Larrey con unción.
– Puesto que Vuestra Majestad así lo quiere -añadió Yvan. -¿Les oyes?
– Les oigo…
– Un médico de Viena ha ideado una pierna artificial para un general austríaco…
– Mesler-dijo Yvan.
– Eso es, Bessler, ¡y te hará una pierna y la semana que viene nos iremos de caza!
El emperador abrazó al mariscal. Éste le confió al oído, de manera que nadie más pudiese oírle:
– Detén esta guerra cuanto antes, ése es el deseo general. No escuches a quienes te rodean. Te halagan, se inclinan ante ti, pero no te quieren. Te traicionarán. Por otra parte, ya te traicionan al ocultarte siempre la verdad…
El doctor Yvan intervino entonces:
– Síre, Su Excelencia el señor duque de Montebello está agotado, debe ahorrar fuerzas, no ha de hablar demasiado.
El emperador se puso en pie, frunció las cejas y permaneció un momento en pie mirando al mariscal Lannes allí tendido. Se había manchado de sangre el chaleco. Se volvió hacia Caulaincourt.
– Pasemos a la isla.
El puente pequeño no es muy practicable, Sire.
– Su presto, sbrigatevi! ¡Rápido! ¡Daos prisa! ¡Imaginad una solución!
El emperador no podía servirse sin inconvenientes de un pequeño puente que los carpinteros de armar consolidaban, obstaculizados en su tarea por el flujo incesante de los mutilados. Estos desdichados temblaban de fiebre y de furor, atropellándose, pasando por encima de los que caían al suelo, dándose empujones, sujetándose a los cordajes y las amarras que a veces se rompían, se peleaban e insultaban. Algunos saltaban a las olas, o penetraban sin vacilar con sus caballos en el tumulto de las aguas. Caulaincourt hizo liberar uno de los pontones, se aseguró de que era estanco y sólido, eligió diez remeros entre los marinos del cuerpo de ingenieros más robustos, y el emperador, en el crepúsculo, erguido en medio de aquella embarcación a la deriva, varó en la isla Lobau a doscientos metros más arriba del punto de desembarco.
Cruzó a pie el monte bajo y las franjas arenosas donde se amontonaban millares de moribundos, muchos de los cuales le tendían los brazos como si tuviera el poder de curar, pero el em perador miraba con fijeza al frente y sus oficiales le protegían rodeándole. Llegó a su tienda, un gran pabellón de cutí rayado azul celeste y blanco. Constant, que le esperaba allí, le ayudó a quitarse la levita y la guerrera verde. Mientras se cambiaba el chaleco de casimir manchado por la sangre de Lannes, el emperador masculló:
– ¡Escribid!
El secretario, que estaba sentado sobre un cojín en la antecámara, mojó la pluma en el tintero.
– Las últimas palabras del mariscal Lannes. Me ha dicho: «Deseo vivir si puedo para servirss…».
– Serviros -repitió el secretario, que escribía deprisa y corriendo sobre su escritorio portátil.
– Añadid: «Así como a nuestra Francia»… -Añadido.
– «Pero creo que antes de una hora habréis perdido a quien ha sido vuestro mejor amigo…»
Y Napoleón se interrumpió y aspiró por la nariz. El secretario permaneció con la pluma en el aire.
– ¡Berthier!
– Todavía no está en la isla -le dijo un ayudante de campo en la entrada de la tienda.
– ¿Y Masséna? ¿Ha muerto?
– No sé nada, Síre.
– No, con Masséna no acabarán así como así. ¡Que venga en seguida!