Se levantó.
En la parte superior del pequeño valle donde estaban acantonados los escuadrones se discernían las primeras casas de Essling, cuyos tejados se perfilaban contra un fondo de luz rojiza. Sin cas co ni coraza, con la espada recta golpeándole la pierna, Fayolle caminó como un sonámbulo en esa dirección. En el linde de la planicie que recorría de uno a otro bosquecillo se cruzó con los carroñeros ordinarios que actuaban de noche tras la batalla, aquellos ojeadores civiles de las ambulancias a los que se encargaba del transporte de los heridos y que se aprovechaban para despojar a los muertos. Dos de ellos se afanaban con un húsar ya rígido al que le quitaban las botas. Sobre la pelliza y el dormán, en el suelo, habían amontonado un reloj, un cinturón, diez florines y un medallón. Un tercero, en cuclillas, acercó el medallón al farol que descansaba en el suelo.
– ¡Vaya! -exclamó-. ¡Es guapa de veras, la novia de éste!
– Y además ahora está libre -replicó su compinche, atareado en quitarle una bota al muerto.
– Lástima que no tenga nombre y dirección. -A lo mejor figuran en el dorso del retrato.
– Tienes razón, Gordo Louis…
El servidor de la ambulancia trató de separar el retrato del medallón con un cuchillo. Pasaron otros con los brazos cargados de prendas de vestir. Un tunante había fijado a un palo una serie de cascos y chacós, como hacen los cazadores de ratas en el campo, y los penachos, las crines y las borlas pendían como las colas de esos bichos. Más adelante Fayolle se encontró con un centinela que le puso el cañón de su fusil en el torso.
– ¿Adónde vas?
– Tengo necesidad de andar -respondió Fayolle.
– ¿No puedes pegar ojo? ¡Tienes chamba! ¡Yo me duermo de pie como los caballos!
– ¿Chamba?
– Y tendrás más si evitas pasar por la planicie. Los austríacos están a treinta pasos. ¿Ves ese fuego, allá abajo, a la izquierda del seto? Pues son ellos.
– Gracias.
– ¡Chambón! -masculló todavía el centinela mientras miraba a Fayolle que se alejaba hacia el pueblo.
Avanzó en la oscuridad, tropezó varias veces, se desgarró los pantalones con los cardos y metió las alpargatas en un charco. Cuando entró en Essling no supo diferenciar a los dormidos de los muertos. Los tiradores de Boudet, extenuados, estaban diseminados en las calles, contra los muros bajos, unos encima de los otros, y todos se confundían en un abandono similar. Fayolle tropezó con las polainas de un soldado que se incorporó a medias y le insultó. Ya no daba ninguna importancia a nada. Avanzaba hacia aquella casa que había visitado dos veces y que reconoció sin dificultad, pero la tropa se había establecido en ella y la había fortificado con montículos de sacos y muebles rotos. Así pues, la muchacha no se había quemado, su casa no había sido alcanzada por ningún obús, alguien la había encontrado muerta y atada. ¿Qué había sido de su cuerpo? Alzó los ojos hacia la ventana del piso. El vidrio estaba roto, el postigo colgaba, un tirador fumaba en pipa acodado en el alféizar. Fayolle tenía necesidad de entrar en aquella casa, pero su instinto le retenía. Inmóvil en la calle, ya no se atrevía a arriesgar un gesto.
Nadie dormía realmente, salvo Lasalle, sin duda, el cual prefería la vida de los vivaques a la de los salones y sabía descansar en las peores condiciones. Se envolvía en el manto, se acostaba, roncaba en seguida y soñaba con las escenas heroicas en las que deseaba con impaciencia intervenir. Los demás, tanto oficiales como soldados, estaban nerviosos y eran presa de la angustia, tenían el semblante marcado por la fatiga y demacrado. Las alertas generales ya habían vuelto a poner en pie a los batallones, y en tres ocasiones había sido por nada, escaramuzas, disparos aislados debidos a la proximidad de los campamentos austríacos y a la oscuridad que no permitía distinguir los uniformes. Cada uno pensaba que descansaría después de la batalla, en el suelo o bajo tierra.
En el pósito fortificado de Essling, sentado sobre un tambor, con una tabla sobre las rodillas, el coronel Lejeune escribía a la señorita Krauss. Meditaba mientras mojaba la pluma de cuervo en el tinterillo que llevaba siempre encima para hacer sus croquis. No le contaba nada a Anna de los horrores y los peligros, sólo le hablaba de ella y de los teatros vieneses a los que pronto irían juntos, de los cuadros que se proponía pintar, de París, sobre todo, del célebre Joly, aquel peluquero de moda que le haría un moño a la Nina, y de las joyas que él le ofrecería, o de los zapatos de casa Cop, tan ligeros que se rasgaban al andar. Irían a pasear por las avenidas y bajo los quioscos de Tívoli, a la luz de los faroles rojos colgados de los árboles. Luz, rojo… estos términos no evocaban Tívoli en la mente de Lejeune, sino que se las habían inspirado los incendios que le rodeaban. En una palabra, deseaba mostrar desenvoltura-pero no acababa de lograrlo, y eso debía de notarse, sus frases seguían siendo secas, demasiado breves, como inquietas. Se dijo que la guerra no tenía nada de lírico, o no lo tenía vista de lejos. Sin embargo, había estado a punto de morir por lo menos en tres ocasiones durante aquella jornada salvaje. Las imágenes de Aspern en llamas sustituyeron a las de los serenos jardines de Tívoli, y Masséna a los artistas de la peluquería enriquecidos por la moda.
– ¡Lejeune!
– Sí, Vuestra Excelencia.
– ¿Cómo van las reparaciones del puente grande, Lejeune? -inquirió Berthier.
– Périgord está sobre el propio terreno. Debe prevenirnos cuando las tropas de la orilla derecha puedan cruzar el Danubio.
– Vamos a verlo -dijo Berthier, quien hasta entonces discutía con el mariscal Lannes.
Habían calculado las pérdidas, sabían ya que Molitor había perdido la mitad de su división, tres mil hombres que alfombraban las calles de Aspern y los campos circundantes, sin contar los he ridos perdidos para la batalla del día siguiente, al cabo de tres horas, cuatro a lo sumo, cuando los enemigos se reunirían al amanecer y se lanzarían, extenuados, a nuevas contiendas. Berthier, Lannes, sus edecanes y caballerizos se levantaron juntos, y avanzaron con sus caballos al paso a lo largo del Danubio, mal iluminados por las llamas de los incendios que seguían consumiendo una parte de los pueblos. Lejeune no había terminado su carta, cuya tinta había secado con un puñado de arena. Se había levantado un viento que arrojaba la humareda hacia la isla Lobau, y les escocían los ojos. Cuando se aproximaban a Aspern, oyeron disparos.
– ¡Allá voy! -dijo Lannes, haciendo que su caballo diera la vuelta.
Se sumió en los trigales altos y oscuros que le separaban de Aspern. Su ayudante de campo, Marbot, le siguió con un movimiento maquinal, y al cabo de un rato le tomó la delantera, pues conocía mejor el camino y sus obstáculos. Los demás prosiguieron hacia la isla y el puente pequeño. El mariscal y su capitán avanzaban con lentitud y prudencia. La luna en cuarto menguante era débil y la noche tan profunda que no se veía nada. Un viento contrario, que acarreaba un olor a quemado, ponía nerviosos a los caballos y agitaba las plumas del bicornio del mariscal. Para tranquilizar a su caballo e inspeccionar el suelo con las botas, Marbot desmontó y condujo al animal de la brida.
– Tienes razón-dijo Lannes-, ¡no es el momento de rompernos las piernas!
– Os encontraremos una calesa para que dirijáis desde ellas nuestros ataques, Vuestra Excelencia.
– ¡Vaya idea! Las piernas todavía me responden.
Y bajó a su vez de la silla para caminar al lado del capitán a quien tenía afecto desde hacía muchos años.
– ¿Qué te ha parecido la jornada de ayer?
– Que las hemos visto peores, Vuestra Excelencia.
– Es posible, pero en cualquier caso no hemos conseguido destrozar el centro austríaco.
– Hemos resistido.
– Sí, hemos resistido en la proporción de uno contra tres, pero eso no basta.
– A partir del amanecer tendremos tropas frescas y el ejército de Davout. En cambio los austríacos no esperan ningún refuerzo.
– Su ejército de Italia…
– Aún está lejos.
– ¡Mañana tenemos que vencer, Marbot, y no importa a qué precio!
– Si vos lo decís, así será.
– ¡No me aduléis, por favor!
– Os he visto atacar cien veces, y el ejército os quiere.
– ¡Los ofrezco a los cañones y las bayonetas y me quieren! A veces ya no lo comprendo.
– Es la primera vez que os veo dudar, Vuestra Excelencia.
– ¿Ah, sí? En España tenía que dudar en silencio.
– Ya llegamos…
Por aquel lado de los vivaques de Masséna no había centinelas, y los dos hombres pasaron sin hacer ruido entre los soldados que dormitaban en el suelo. Cerca de una fogata vieron la alarga da silueta con la espalda curvada de Masséna y, a su lado, la de Bessiéres. Como Marbot iba adelantado, el mariscal Bessiéres le reconoció por su sombrero de civil, que utilizaba porque, debido a una herida en la frente que recibió en España, no podía soportar el tradicional gorro de piel de los ordenanzas de Lannes. Bessiéres creyó que venía solo y le espetó:
– Capitán, ya que venís en busca de informes, os voy a dar uno. ¡Volved y decid a vuestro amo que no olvidaré sus insultos! Lannes, que tenía un temperamento ardiente, empujó a un lado a su edecán y se mostró a la luz del vivaque.
– Señor -le dijo a Bessiéres, conteniendo apenas la cólera-, ¡el capitán Marbot sabe arriesgar la vida y encajar los golpes! ¡Habladle en otro tono! ¡Le han herido diez veces, mientras que otros desfilan ante el enemigo!
Bessiéres alzó la voz, algo que no era nada propio de él.
– ¿Que yo desfilo? ¿Y tú? ¡No te he visto enfrentado a los ulanos!
– ¡Unos se baten y otros prefieren espiar y denunciar!
La alusión era ruda pero clara. Lannes reavivaba su antigua enemistad. Cuando, al tomar el partido de Murat contra el suyo, Bessiéres había advertido que Lannes rebasaba en doscientos mil francos el crédito para el equipamiento de la guardia consular que mandaba, Napoleón retiró en seguida ese mando a Lannes. Y Murat se casó con Caroline. Aquella noche, ante el pueblo de Aspern, que no cesaba de arder, el odio de los dos mariscales ya no tenía límites.
– ¡Es demasiado! -exclamó Bessiéres-. ¡Vas a rendirme cuentas!
Masséna, con los brazos cruzados, esperaba que la querella cesara, pero Bessiéres había desenvainado la espada, imitado al punto por Lannes, e iban a batirse en duelo. Masséna se interpuso entre ellos.
– ¡Basta!