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El emperador aspiró por la nariz un poco de tabaco y estornudó sobre Lejeune, quien le anunciaba:

– La escala está instalada, Sire. Con vuestro telescopio de campaña cubriréis todo el campo de batalla.

El emperador alzó los ojos hacia el abeto y la escala flexible que pendía del árbol y se balanceaba. ¿Cómo iba a subir allá arriba, él, que tenía tanta dificultad para mantenerse sobre la silla de montar? Suspiró.

– Subid, Lejeune, y dadme cuenta con detalle.

Lejeune ya estaba por encima de las ramas bajas cuando el emperador añadió:

– ¡No consideréis a los hombres sino a las masas, como para pintar vuestros dichosos cuadros!

Una vez en lo alto del árbol, el coronel se enrolló una mano con la cuerda, aplicó un pie en la base de una rama sólida y extendió el telescopio para barrer el paisaje. Sólo veía una masa. Como había aprendido con Berthier a reconocer los regimientos del archiduque por sus enseñas, podía nombrarlos, saber quiénes eran los jefes, calcular el número de soldados. Gracias al catalejo del emperador, incluso podía distinguir los banderines amarillos de los ulanos, las felpillas negras enroscadas en los cascos de los dragones. En aquel embrollo de tropas, veía a la derecha la infantería de Hohenzollern y la caballería de Bellegarde que se concentraban hacia Essling sin entrar en la población. En la otra ala, en Aspern, que seguía ardiendo, veía la temible ofensiva del barón Hiller. En medio de esos dos lugares que aún resistían, veía también, algo apartado ante los campos, el estandarte verde con franjas plateadas oblicuas del mariscal Bessiéres, los coraceros de Espagne inmóviles, distribuidos en diecisiete escuadrones dispuestos al ataque, y los cazadores de Lasalle. Ante ellos, en la humareda, había líneas de cañones que escupían fuego, pero menos batallones y tropas de caballería. Ahora las tropas austríacas se desplazaban hacia los dos pueblos para llevar allí lo esencial de su esfuerzo. El centro estaba a cada momento más desguarnecido. Lejeune volvió a bajar del árbol para dar esta información al emperador. Llegó abajo al mismo tiempo que dos jinetes: uno venía de Essling y el otro de Aspern.

El primero, Périgord, sonreía. El segundo, Sainte-Croix, con el cabello chamuscado por las llamas, tenía el semblante serio y ojeroso. El emperador los observó muy de prisa.

– Comencemos por las buenas noticias. ¿Périgord?

– El mariscal Lannes mantiene Esslin, Sire. Con la división Boudet, no ha perdido un solo palmo de terreno.

– ¡Valiente Boudet! ¡Desde el sitio de Toulon, ese hombre es un valiente!

– ¿Sabéis, Sire? El archiduque en persona dirigía el asalto…

– ¿Dirigía?

– Ha sufrido una de sus fiebres convulsivas.

– ¿Quién le sustituye?

– Rosenberg, Sire.

– La fortuna é cambiata! ¡Allí donde Carlos no ha tenido éxito, ese desdichado Rosenberg va a fracasar!

– Eso es lo que piensa el mayor general, Sire.

– Rosenberg es valeroso, pero en exceso, y además le falta resolución, es prudente por naturaleza… ¿Sainte-Croix?

– El señor duque de Rivoli tiene necesidad urgente de municiones, Sire.

– Ya ha conocido esta clase de situación.

– ¿Qué debo responderle, Sire?

– Que anochece a las siete y que se las arregle hasta entonces para conservar Aspern o sus ruinas. Luego el puente volverá a estar en condiciones y los batallones que esperan en la orilla izquierda cruzarán el Danubio. Entonces seremos sesenta mil…

– Menos los muertos -murmuró Sainte-Croix.

– ¿Cómo decís?

– Nada, Sire, me aclaraba la voz.

– Mañana por la mañana el ejército de Davout llegará de Saint-Polten. Dispondremos de noventa mil hombres y los austríacos estarán agotados…

Apenas habían montado de nuevo los dos mensajeros cuando el emperador se volvió sin decir palabra hacia Lejeune, el cual respondió en seguida al mudo interrogante.

– Síre, los austríacos avanzan en tropel hacia los pueblos. -Entonces aligeran su dispositivo en el centro.

– Sí.

– ¡Tienen el vientre fofo! Seguramente Berthier se ha dado cuenta, id a verle al tejar de Essling y decidle que es el momento de lanzar nuestra caballería contra la artillería del archiduque. Que el jefe de estado mayor discuta los detalles con Bessiéres. ¡Caulaincourt! Sustituid a Lejeune en lo alto del abeto.

El coronel partió a su vez para transmitir la orden, y el emperador se puso ceñudo en su sillón y masculló:

– ¡No tengo inconveniente en que me acusen de temeridad, pero no de lentitud!

Fayolle, que estaba bajo el sol desde la mañana, empezaba a hervir bajo la coraza y el casco de hierro. Su caballo golpeaba el suelo para desentumecerse, o restregaba el cuello contra el de su vecino. En la decimosexta fila del escuadrón, al soldado no le llegaban de la batalla más que ruidos sordos, y percibía a cada lado las llamas de las casas bombardeadas. De repente, más adelante, notó un movimiento entre las espaldas de sus compañeros. El estandarte de los cazadores de Bessiéres flotó por encima de las tropas, y entonces Fayolle reconoció el cabello largo y empolvado del mariscal que alzaba el sable. Sonaron las trompetas, la voz de los oficiales transmitió la orden de marchar y, en un frente de un kilómetro, los millares de jinetes se pusieron en movimiento hacia los cañones disimulados por una bruma que olía a pólvora.

Fayolle avanzaba. Su pesada armadura, sacudida por el trote, le molía las articulaciones de los hombros. Había enrollado su manto español para ponerlo en diagonal sobre el pecho. La hoja de la espada, que sostenía dirigida hacia el suelo, pendía contra la pierna enfundada en paño gris. Se concentraba, imaginaba el asalto inminente, volvía a ver a su amigo Pacotte con la garganta abierta y se sentía dispuesto: cosería a estocadas a los asquerosos austriacos. Cuando por fin las trompetas ordenaron la carga, clavó las dos espuelas en los flancos del caballo negro y se lanzó con sus compañeros a un galope salvaje, la espada tendida, azotado por el viento de la carrera y el polvo, la boca torcida, lanzando un grito interminable para olvidar el peligro, para insultar a la muerte, para asustarla, para infundirse valor y cegarse, para sentirse un mero elemento de una tropa invencible. Una carga anterior de los cazadores había fracasado ante las baterías cuyos proyectiles quemantes habían segado muchas vidas, y era preciso salvar los obstáculos de los cadáveres despedazados y evitar que los cascos de los caballos tropezaran o resbalaran en aquella papilla sanguinolenta de tripas y huesos. A lo lejos, y gracias a sus penachos de color verde crudo, se distinguía a los dragones de Bade dirigidos por el gordo Marulaz, y los pesados gorros de piel de los suboficiales de Bessiéres que concentraban a sus jinetes hacia atrás, mientras que los coraceros arremetían antes de que los artilleros hubieran tenido tiempo de recargar. Los primeros aguantaron el choque y los siguientes, entre ellos Fayolle, Verzieux y Brunel, volaron por encima de los toneles y las ruedas de los arcones. Fayolle atravesó un corazón con la espada, pisoteó a un tipo que llevaba una bala de cañón, clavó a otro en el maderamen de su pieza de artillería y siguió dando tajos a ciegas. Hacía girar a su caballo cuando se encontró con unos soldados de infantería que vestían de blanco, estaban formados en cuadro y disparaban. Sonó el impacto de una bala contra su casco, e iba a lanzarse contra aquel gigantesco erizo de bayonetas cuando una trompeta señaló el repliegue, a fin de dejar sitio a otras oleadas de asalto dirigidas por el general Espagne en persona, desfigurado por la cólera, solo en cabeza, con una expresión demencial en los ojos, expuesto como si quisiera dar razón a los fantasmas que le amenazaban en sueños desde su percance en Bayreuth.

Demasiado adelantado detrás de la línea de los cañones, Fayolle vio llegar a su general como una furia y, volviendo grupas, quiso ponerse en fila, pero su caballo alzó las patas delanteras, al canzado por un proyectil entre los ojos. Fayolle cayó de espaldas desde el lomo de su montura y el barboquejo del casco le serró el mentón. Semiaturdido, tendió la mano hacia la espada, en el trigal pisoteado, y se alzaba sobre un codo cuando recibió un sablazo, amortiguado por el penacho del casco, que rechinó sobre el espaldar metálico. Tanto el oficial austríaco con guerrera de color rojo como el coracero a gatas fueron arrollados por la carga del general Espagne, y entonces Fayolle notó una mano fuerte que le aferraba el brazo y se encontró en la grupa detrás de su compinche Verzieux. Retrocedieron con el escuadrón de Espagne, que cedía el terreno a una nueva carga. Fuera del alcance de fusiles y cañones, Fayolle se deslizó hasta caer en la hierba y quiso dar las gracias a Verzieux, pero éste se había doblado y se crispaba sobre la perilla de la silla, incapaz de otro gesto. Fayolle le llamó. Verzieux había recibido un casco de metralla en la coraza, a la altura del vientre, en el lado izquierdo. La sangre brotaba a pequeños borbotones del orificio abierto por la metralla y le corría por la pierna. Fayolle le hizo desmontar con ayuda de Brunel. Le tendieron en el suelo y desataron las correas de cuero del peto pegado a la guerrera empapada de sangre caliente. Verzieux se quejaba, y gritó cuando Fayolle le metió en la herida un puñado de hierba para contener la hemorragia. Con las manos enrojecidas y pringosas, Fayolle, en pie, vio que se llevaban al herido hacia las ambulancias del puente pequeño. ¿Llegaría allí? Los coraceros le transportaban en unas parihuelas improvisadas con ramas y capotes. Entonces Fayolle se quitó el casco y lo tiró al suelo.

– Él por lo menos no va a volver -comentó Brunel.

Apoyado en la barriga tibia y blanda de un caballo muerto, Vincent Paradis disparaba contra los austríacos del barón Hiller. Un furioso ataque a la bayoneta dirigido por Molitor los había expulsado de Aspern, pero volvían en gran número. Algunos caían y otros los sustituían para cerrar las filas. Se habría dicho que sus muertos se relevaban, que aquello no servía para nada. Desaparecida la exaltación del vino, Paradis notaba la lengua rasposa, le dolía la nuca y sentía pesadez en los párpados. Lo que veía en el extremo de la larga calle ya no eran hombres, se decía, sino más bien conejos disfrazados, espectros enmascarados por la humareda, demonios, una pesadilla o un juego. Después de cada disparo tendía su fusil, unas manos lo cogían y recibía otro. En el hueco de una puerta, sin interrumpirse, los soldados cargaban y recargaban las armas.

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