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Rosalie insistía:

– ¡Ven!

Esta vez la obedeció.

Napoleón fue al encuentro de Masséna, que vigilaba en el campanario de Aspern.

– Se aprestan, Sire -dijo el mariscal.

El emperador no respondió nada, tomó el anteojo de manos de Masséna y miró, apoyado en la espalda de un dragón: los vivaques salpicaban el horizonte de puntos rojos y vacilantes. Imaginaba la batalla en los campos, oía los cañonazos, los gritos, aquel estruendo que aterraba a Europa. «Una gran reputación es un gran ruido -pensaba-. Cuanto más ruido haces, más lejos te lleva. Las leyes, las instituciones, los monumentos, las naciones, los hombres, todo desaparece, pero el ruido sigue resonando a lo largo de los siglos…» Napoleón sabía que en aquella planicie de Marchfeld que se extendía ante él, Marco Aurelio había aplastado a los marcomanos del rey Vadomar como él iba a aplastar a los austríacos del archiduque. La evocación le satisfacía. En la época de los romanos no había trigales sino pantanos, cañizares, garzas, taludes cubiertos de brezo. Las legiones bajaban de los bosques de Bohemia donde se habían abierto una vía a hachazos, aniquilando de ordinario osos y bisontes. Ya no se trataba de aquel famoso ejército de campesinos del Lacio, pesado, ordenado, sino de centurias heteróclitas que avanzaban detrás de los hombres que tocaban trompas, con el torso semicubierto por pieles de fieras, jinetes marroquíes, ballesteros galos, bretones, iberos dispuestos a elegir entre sus prisioneros a los que enviarían a cavar en sus minas de plata de Asturias, griegos, árabes, sirios malos como hienas, getas con greñas color de paja y llenas de piojos, tracios con faldas de cáñamo. Y Marco Aurelio en esa riada, sin armas, sin coraza, reconocible de lejos por su manto púrpura…

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