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– Soy yo quien te lleva.

Henri dejó a la actriz en Viena, ante el teatro donde esperaba presentarse. Antes de abandonarle, le besó como una posesa. Él cerró los ojos y sólo respondió al beso imaginando los labios de otra a la que amaba en exceso y desde demasiado lejos. Valentine corrió hacia la entrada del teatro y, bajo el peristilo, se volvió muy rápido para hacer un último gesto con la mano enguantada. Henri suspiró. «¡Qué cobarde soy!», se dijo, y entonces dio al cochero la dirección de la casa rosa de la Jordangasse donde se alojaba desde hacía tres noches. Olvidados la guerra, su dolencia y sus amigos, sólo soñaba en la señorita Krauss, poseedora a la perfección de todas las cualidades. Henri la inventaba a cada instante. Él, que la semana anterior ponía a Cimarosa por encima de todos los músicos, ahora tarareaba a Mozart. Por la noche, Anna y sus hermanas lo tocaban al violín sólo para él en su gran salón vacío.

En la isla Lobau no había más que una casa de piedra, un antiguo lugar de cita donde los príncipes de Habsburgo iban a refugiarse de las tormentas repentinas. El señor Constant colocaba leños en la chimenea del piso superior. Los criados limpiaban, barrían, disponían los muebles traídos en furgones desde el vecino castillo de Ebensdorf, donde el emperador había pasado la noche. Los cocineros desembalaban sus cacerolas y espetones, el indispensable queso parmesano con que Su Majestad acompañaba toda comida, sus macarrones preferidos, su chambertin. Dos lacayos montaban el lecho metálico. Los chambelanes vigilaban y activaban los preparativos.

– ¡Daos prisa!

– ¡La vajilla! ¡Los candelabros!

– ¡El tapiz ahí, en lo alto de la escalera!

– ¡Lo siento mucho, señor mariscal, pero es la casa del emperador!

El mariscal Lannes tenía menos estilo y era bastante más corpulento y fuerte que aquel chambelán que le prohibía el paso. Le agarró por las vueltas plateadas de su uniforme y lo atrajo brusca mente hacia sí. Al oír los chillidos del criado y los gruñidos del mariscal, cuya fuerte voz conocía, Constant acudió. Fue preciso ceder ante aquel descarado, y Lannes se instaló en la planta baja, en una sala provista de paja. Se asignó incluso una palmatoria, una silla y un escritorio sobre el que depositó el sable y el bicornio cargado de plumas. Lannes era célebre por los accesos de cólera que contenía pero que le enrojecían el rostro; por lo demás tenía un semblante apacible, las facciones cuadradas, el cabello claro con los mechones cortos y ondulados. A los cuarenta años, todavía conservaba el vientre liso y se mantenía erguido, a causa de una rigidez en el cuello, una herida recibida en San Juan de Acre… de la que se acordaba aquella noche, cuando el dolor le hacía llevarse una mano a la nuca… Fue en el decimosegundo asalto a la ciudadela, y él había escalado los recintos amurallados a paso de carga con sus granaderos. Su amigo, el general Rambaud, casi había llegado al serrallo de Djezzar-Pacha, pero no había recibido los refuerzos deseados, y estaba parapetado en una mezquita con sus hombres. Lannes volvió a ver los fosos rebosantes de cadáveres de turcos. El general Rambaud había sido mortalmente herido. A él, alcanzado en la cabeza, le habían dado por muerto. Al día siguiente volvía a montar y adiestraba a sus soldados en las colinas de Galilea…

El mariscal estaba fatigado tras quince años de combates y peligros. Acababa de dirigir el espantoso sitio de Zaragoza. Rico, casado con la más bella y la más discreta de las duquesas de la corte, hija de un senador, habría podido retirarse con su familia en su Gascuña natal y ver crecer a sus dos hijos. Estaba cansado de partir sin saber jamás si regresaría de otra manera que metido en un ataúd. ¿Por qué le negaba el emperador esa tranquilidad? Al igual que él, la mayoría de los mariscales sólo aspiraba a la paz de los campos. Con el tiempo, aquellos aventureros se volvían burgueses. Davout construyó en Savigny unas chozas de mimbre para sus pollos de perdiz y, a gatas, les daba pan. A Ney y Marmont les encantaba la jardinería. MacDonald y Oudinot sólo estaban a gusto rodeados de sus lugareños. Bessiéres cazaba en sus tierras de Grignon, si no jugaba con sus hijos. En cuanto a Masséna, decía de su propiedad de Rueil, encarada hacia la cercana Malmaison, donde se retiraba el emperador: «¡Desde aquí puedo mearle encima!». Una orden les había obligado a trasladarse a Austria, al mando de unas tropas dispares y jóvenes, a las que ningún motivo poderoso impulsaba a matar. El imperio ya declinaba y no tenía más que cinco años. Ellos lo percibían, pero aún seguían adelante.

Lannes pasaba con rapidez de la cólera al afecto. Un día escribió a su mujer diciéndole que el emperador era su peor enemigo: «Sólo ama por arranques, cuando te necesita». Luego Napoleón le había colmado de favores y los dos hombres se habían fundido en un abrazo. La suerte de cada uno estaba ligada a la del otro. Hacía poco, en las difíciles escarpaduras de una sierra española, el emperador se había aferrado a su brazo. A pie, bajo la tormenta de nieve que les azotaba, calzados con altas botas de cuero, resbalaban. Juntos habían asido la bolada de un cañón, y los granaderos les habían izado como en un trineo hasta lo alto del puerto de Guadarrama. Los recuerdos emocionados se mezclaban con las pesadillas. A veces Lannes lamentaba no haberse hecho tintorero. Se había enrolado pronto, y había destacado por sus temeridades en el ejército de los Alpes, a las órdenes de Augereau, cuando comenzaba la aventura… Tendido en la paja, pensaba en esos episodios contradictorios de su vida cuando Berthier entró en la estancia.

– Cuando hay alboroto, eres tú.

– ¡Tienes razón, Alexandre, arréstame para que pueda dormir en paz!

– Su Majestad te confía la caballería.

– ¿Y Bessiéres?

– Ahora es tu subordinado.

Lannes y Bessiéres se detestaban tanto como Berthier y Davout. El mariscal sonrió y cambió de humor.

– ¡Que el archiduque ataque! ¡Vamos a recibirle con el sable a punto!

En aquel momento llegaron Périgord y Lejeune, sin aliento, para anunciar al mayor general:

– ¡El puente pequeño acaba de romperse!

– Estamos separados de la orilla izquierda. Las tres cuartas partes de las tropas están bloqueadas en la isla.

La luna, en cuarto menguante, iluminaba débilmente la larga calle de Essling, pero bajo los árboles del camino que conducía al pósito, en la plaza o en la linde de los campos, el emperador había autorizado las fogatas de los vivaques: el enemigo debía de saber que el gran ejército había franqueado el Danubio, lo cual debía incitarle a atacar según el plan previsto, aunque fuese bien conocida la timidez del archiduque Carlos en la ofensiva. En realidad, la situación ardía por los cuatro costados. Las cantineras llenaban los vasos de aguardiente hasta el borde y recibían palmadas en sus nalgas redondas, se cantaban coplas vulgares, se devoraban las raciones y los hombres bromeaban a fin de darse ánimos para la batalla segura del día siguiente. Se habían desembarazado de las corazas y los cascos con crines que reflejaban el rojo de las fogatas. Se disponían a dormir bajo las estrellas, como sus caballos, protegidos por algunos centinelas que escrutaban la llanura sin ver nada, a menudo un poco borrachos. Algunos habían encontrado harina, una botella, un pato, muy poca cosa, ya que los aldeanos se lo habían llevado casi todo, las aves de corral, los barriles, el grano. Los coraceros ocupaban el pueblo ellos solos. Masséna había llegado a Aspern antes de que anocheciera, cerca del puente pequeño derribado por la corriente y que los zapadores reparaban a la luz de las antorchas, en el agua helada y agitada que les mojaba y les helaba los dedos.

Los oficiales, alrededor del general Espagne, se habían refugiado en la iglesia de Essling para pasar la noche. La balaustrada de madera pintada que dividía la nave servía para alimentar braseros que emitían humo y trazaban siluetas infernales en los muros. Espagne, en pie, envuelto en su manto, permanecía apartado, apoyado en el altar, y las formas que temblaban al capricho de las llamas no le tranquilizaban. Desde hacía varias semanas tenía presentimientos. Aquella campaña no le gustaba nada. Sin temor pero como si la sentencia estuviera en suspenso, callaba y pensaba en la muerte. Los coraceros conocían las supersticiones que turbaban a su general, aun cuando éste, con su semblante serio, nunca dejaba traslucir nada. Todos respetaban su silencio, cada uno se repetía su extraña historia…

Los soldados Fayolle y Pacotte habían tomado en la misma escudilla una sopa espesa y mal definida, pero que llenaba el estómago. Precisamente hablaban de su general. Pacotte, integrado desde hacía muy poco tiempo en el regimiento, no sabía nada de él, mientras que Fayolle estaba al corriente.

– Era en el castillo de Bayreuth. Llegamos tarde, él está fatigado y se acuesta. Yo no estoy lejos, en la gran escalera, con los demás, y he aquí que en plena noche oímos gritos.

– ¿Han tratado de matar al general?

– ¡Espera! El grito procede de su habitación, en efecto, y los oficiales de ordenanza corren, mientras que yo los sigo con los centinelas. La puerta está cerrada por dentro. La rompemos sirviéndonos de un canapé como ariete, entramos…

– ¿Y entonces?

– ¡Espera! ¿Qué es lo que vemos?

– ¿Qué veo?

– La cama está en medio de la habitación, volcada, con el general debajo.

– Y grita.

– No, está desmayado. Nuestro médico se apresura a sangrarle, le observamos, abre los ojos, aterrado, y se nos queda mirando. Está pálido, hay que darle unos polvos calmantes. Entonces dice, agárrate bien, Pacotte, dice: «¡He visto un espectro que quería degollarme!».

– ¿Ah, sí?

– No te rías, imbécil. La cama se ha volcado cuando luchaba contra ese espectro.

– ¿Te crees eso?

– Le piden que describa al fantasma, cosa que él hace con precisión, y ¿sabes quién era, eh? No, no lo sabes. Yo te lo diré. ¡Era la Dama Blanca de los Habsburgo!

– ¿Quién es ésa?

– Se aparece en los palacios vieneses cuando un príncipe de la casa de Habsburgo debe morir. Ya lo había hecho tres años antes, en Bayreuth. El príncipe Luis de Prusia se batió con ella como nuestro general.

– ¿Y murió?

– ¡Sí, señor! Cerca de Saalfeld, un húsar le cortó la garganta. El general, muy pálido, dijo en voz baja: «Su aparición anuncia mi muerte cercana», y se fue a dormir a otra parte.

– ¿Crees en esas pamplinas?

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