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Contra todo esto llegó primero el conde Lentini y llegaron inmediatamente después los mellizos Céspedes Salinas, a cuál peor en lo suyo, la verdad, y las hermanas Vélez Sarsfield oyeron clarito cuando alguien de entre el público opinó que por qué no traían un basurero para esos tres, de una vez por todas, carajo. Y por ahí como que se produjo una súper confusión porque alguien le dijo profesor al conde y los mellizos ignoraban que fueran dos los profesores y al tipo lo vieron tan florido y lleno de pañuelitos por todos los bolsillos, tan jinete y tan brillante de pies a cabeza, como si para las botas y el pelo utilizara los mismos productos de tocador, que, rapidísimo y para sus adentros, pensaron, Diablos, el profesor de Mary y Susy, nada menos que el germánico señor Steiger, lo cual sí que da una idea del despiste tan gigantesco que se traían los pobres, aunque para nada da una idea de la efusividad que les entró ante tanta equitación humanizada, ésta es la nuestra, viejo, que ellas crean que a su profe ya lo conocíamos, que ellas piensen que, que ellas se imaginen que…

Lo malo es que mientras ellas tenían que creer, pensar e imaginar tantas y tamañas cosas, a ellos literalmente se les fue la mano de la efusividad y al conde le voló un botón del saco, muy precisamente el que luchaba por ocultar su buena barriguita, y en su vida odió tanto a los hombres y amó tanto a los caballos, aunque ello no le impidió tratar a los espantados mellizos de animales de mierda y a ustedes quién los ha invitado y se puede saber de qué circo los han sacado, y así horas y horas, pero con carajos y putamadres y de todo, también. Hasta el propio Carlitos, que venía siguiéndolos, prefirió hacerse el perdedizo, aunque no pudo evitar que Molina tomara nota, en su calidad de enviado especial, del momento preciso en que el conde concluía diciéndoles que ustedes, sí, ustedes dos, engendros de figurín, par de payasos, y Wimbledon para cholos, ustedes, sí, me han hecho realmente aborrecer al género humano e idolatrar a mi caballo, al cual a partir de este mismo momento nombro cónsul imperial romano, porque aquí, señores, están ustedes ante Calígula II, descendiente directo de aquel emperador que también amó a su caballo como yo amo al mío, par de miserables, y ahora hínquense, granujas, hínquense ante su emperador o llamo a la policía.

Pero el conde Lentini no llamó a nadie y más bien casi se muere cuando las hermanas Vélez Sarsfield, nada menos que ellas, ah, si pudiera tenerlas en mis cursos, si lo partiera un rayo al viejo de mierda de la academia de al lado, acudieron muy amablemente en ayuda de sus pobres Napoleones, y entre otras verdades de este mundo cruel les explicaron que su profesor era el caballero Steiger y que ellos se habían precipitado, sí, porque éste es el caballero Lentini, de la otra academia.

– Beso sus manos, señoritas.

– Bese las de sus caballos, Lentini -le soltaron las tres, casi en coro, e inmediatamente le dieron la espalda y lo dejaron tirado ahí, soñando con otro viajecito a Italia, pero esta vez para comprarse un título muchísimo más caro y de mucho mayor solera, parece que ahorré demasiado, carajo, y que todo Lima se entere de quién soy yo.

Molina no cesaba de enviar partes de campaña, acerca de este nuevo baile de disfraces, y los mellizos se habían alejado espantados de la escena y esperaban sentados a la sombra de un árbol, pálidos, mudos, con los ojos desorbitados, como si estuviese a punto de leerse su sentencia de muerte. Pero las hermanas Vélez Sarsfield, que hasta bonitas parecían esa soleada mañana con sus uniformes, con sus gorritas de equitación y sus largas colas pelirrojas al viento, habían decidido que nadie tiene derecho a tratar así de mal a nadie en este mundo, que más bien «Dad de comer» y «Dad de beber», y eso, y que pobres Arturo y Raúl, aunque lo peor de todo es que nuevamente se nos van a empapar de sudor, caramba con los mellizos estos, habríamos apostado que otra vez les daba por improvisar, sólo ellos son capaces de encontrar semejantes gorras y esos pañuelos de cuello, ¿tú qué crees que podemos hacer con ellos, Melanie?

– Por allá hay unas acequias y a lo mejor hasta hay unos patitos, para lo de dar de comer, al menos, como daddy en el Hurlingham Club. Y nos olvidamos de los caballos, mejor, por hoy, y a ellos los vamos desviando en esa dirección, hasta que dejen de ser vistos. ¿Qué les parece? Y si quieren yo voy a avisarle al profesor Steiger que ha surgido, que ha surgido, pues que ha surgido lo que ha surgido.

– ¿Y Charles?

– Creo que se ha escondido debajo de su carro, el muy vivo.

– Tan lindo, con su cupé…

Ésa pudo ser una buena solución, pero desgraciadamente los mellizos habían optado por otra, pésima, por supuesto, y sobre todo de un exagerado melodramatismo, e incluso con su añadido trágico, aunque ellos pensaran todo lo contrario y confiaran en el efecto absolutamente positivo de la confesión que se disponían a hacer, sin consultarle siquiera a Carlitos, que podía resultar siendo el gran perjudicado y terminar perdiendo al menos buena parte de la aureola que tan popular lo hacía ante las hermanas, a pesar de sus despistes y metidas de pata. Pero bueno, eso qué diablos les importaba a los mellizos: lo suyo, ahora, era recuperar imagen ante esas muchachas, y además Natalia de Larrea estaba a punto de regresar de Europa y Carlitos de encerrarse con su gran amor en el huerto y sólo salir en las horas de estudio. O sea que si lo delataban un poco, qué diablos, porque lo suyo, ahora sí que sí, era de vida o muerte. En fin, torpes, y además nada fieles en sus cálculos sociales, los mellizos Céspedes Salinas, pero ahí estaban ahora, y a ver qué tal les iba. Porque ya se habían incorporado y ya habían caminado hasta ponerse cara a cara ante las tres hermanas, dispuestos a jugárselas el todo por el todo con su patética confesión.

– ¿Saben ustedes que los verdaderos aventureros y románticos somos nosotros, y que hasta somos un poquito excéntricos? ¿No lo saben?

– ¿Sabemos qué? -les preguntó Susy, extrañadísima.

– No entiendo -intervino Mary.

– Yo tampoco entiendo nada -completó Melanie, añadiendo-: ¿Se puede saber a qué se refieren?

– A nuestro auto.

– ¿Cuál, el cupé verde?

– Ese mismo.

– Pero si siempre fue de ustedes.

– Pero ustedes creían que era de Carlitos.

– ¿Nosotras creer eso? No, hombre, nunca. Tal vez el primer día, cuando seguro que ustedes se inventaron una de las suyas, que siempre les salen tan mal… Ay, perdón… Pero también desde el primer día, Carlitos, que es tan despistado, se refirió siempre a ese carro como el cupé de los mellizos. ¿O no se dieron cuenta ustedes, tampoco?

– ¿Y entonces por qué el romántico y el aventurero es Carlitos?

– Bueno, porque me imagino que sólo a un viejo aburrido se le ocurre andar todo el día en esa especie de carroza fúnebre, y con un chofer, además. Un muchacho divertido jamás…

Molina informó en un parte de guerra que el objetivo había sido tomado y arrasado y que el enemigo huía despavorido, mientras Carlitos empezaba a salir de debajo del cupé, no me vayan a chancar estos pobres mellizos, ahora que todo ha quedado, desgraciadamente, demasiado claro, y mientras todos ahí eran testigos -unos mucho más sonrientes que otros, claro está…- del momento en que un mozo de cuadra, sin duda llevado por el metro ochenta y siete de Molina, por su uniformazo, que bien podía ser una nueva moda para los señores jinetes, y por lo rubio Albión que era todo en él, se le acercó para informarle que la primera prueba estaba a punto de empezar y que los señores socios se sirvieran ir pasando ya a la tribuna, por favor, caballero.

– Y ahora resulta que hasta yo soy socio -dijo Molina, pensando que después de esa nueva confusión, al par de mellizos estos ya sólo les queda recoger sus bártulos y enrumbar hacia Santa Elena. Y luego, haciendo gala de una muy sutil y profunda ironía, que Carlitos realmente ignoraba, pero que le encantó, agregó el siguiente comentario-: Cómo se nota que en esta ciudad empiezan a escasear los rubios: fíjese que hasta a mí ya me quieren convertir en caballero socio.

Y, en efecto, a los mellizos ya qué otro remedio les quedaba más que inventar un compromiso importantísimo que se les había olvidado por completo, te dije que lo anotaras todo siempre en la agenda, Raúl, disculparse ante las hermanas, y por qué no lo anotas tú, carajo, Arturo, no atreverse a mirar siquiera a Molina, quedar para esta tarde a las tres en punto en nuestra casa, para estudiar, Carlitos, por favor, no nos falles, subirse a otro carro de mierda más en la vida, descubrir que no tenían las llaves, esperar a que Carlitos, por fin, las encontrara y se las devolviera, y huir despavoridos tras haber entendido el significado cabal de sus últimas palabras, pronunciadas mientras las hermanas Vélez Sarsfield respiraban aliviadísimas, partían en dirección a sus caballos y sus pruebas ecuestres, felices, pelirrojas, y al fin nos libramos de ellos, por Dios…

– Carlitos, ¿nos puedes prestar las llaves de tu cupé, por favor?

– Por supuesto -les respondió Carlitos, que nunca se fijaba en nada, y que con esta nueva distracción no hizo más que prolongar ad infinitum la sensación de desprecio en estado puro que estaban viviendo los pobres mellizos, y también, cómo no, el momento en que, por fin, podrían encender el motor y salir disparados, porque encima de todo el muy burro de Carlitos no encontraba las llaves en ningún bolsillo y les decía que se esperaran un momentito, por favor, ahorita las encuentro, y ¿Sabe usted, Molina, qué puedo haber hecho yo con las llaves de mi cupé?, sin darse cuenta en absoluto de que, para colmo de males, el desprecio es algo que se traga pero que no se mastica, según dicen.

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