Trataba de hablar con María. Le hacía preguntas sobre el pueblo, sobre la gente, pero ella se resistía y sólo contestaba aquellas que exigían un si o un no concretos. Vivía sola, por eso me había aceptado. Era viuda del herrero y no tenía hijos. La herrería estaba en la misma casa. Tenía un yunque silencioso y un horno apagado. El yunque fue un día sonoro, y el hogar brillaría al rojo vivo. Pero María no sabía explicarme lo que había sido su vida y creo que tampoco era capaz de distinguir entre su soledad actual y la soledad de su hombre y ella, cuando dormían juntos y comían juntos y callaban juntos. Para subir a mi cuarto, por la noche, me daba una palmatoria con un cabo de vela. Yo quería una luz para leer pero nunca se lo dije. Con frecuencia encargaba velas a Lucas y era el momento en que María dejaba oír sus indescifrables murmullos, mezcla de gruñido animal y lenguaje humano propiamente dicho.
«…, más que un entierro…», lograba descifrar yo. Y sabía que se refería a las velas.
Entre la incapacidad de expresión oral y la poca necesidad de comunicación que tenían mis nuevos convecinos, transcurrían los días en un aislamiento parecido al de Robinsón Crusoe. Se me ocurrió que ése era un libro bueno para leer con los niños. Pero en seguida rechacé la idea y devolví el libro a don Wenceslao, mi proveedor. Porque me parecía imposible hacer llegar a mis alumnos la sensación de desgajamiento social que el náufrago literario había sentido al verse arrojado a la isla desierta. Sólo tratando de explicar mi propio destierro, acertaría a interesarles por una situación que tan lejana les era. Aunque ellos fueran, sin saberlo, auténticos robinsones en una tierra aislada de la civilización y del progreso.
– Señora maestra, a ver si usted sabe qué le pasa a la niña, que cada vez la veo más ruin, que se me va a morir…
La mujer plañía y se llevaba a los ojos secos un pañuelo de yerbas. Parecía una anciana, arrugada y sin dientes, y, sin embargo, la criatura que sostenía entre los brazos era suya. Me estaba esperando a la salida de la escuela y, ante mi estupor, me hacía una consulta médica. No supe qué decir pero miré a la niña que venía arrebujada en un mantón de lana negra. Era menuda y pálida y por su tamaño parecía tener muy pocos meses. «… la tengo siempre así, como dormida…»
– Mejor el médico -murmuré.
Y la mujer se revolvió furiosa.
– El médico nos tiene abandonados. Siete pueblos a su cargo y al nuestro nunca le toca -dijo chillando.
– ¿Qué tiempo tiene la niña? -me encontré preguntando, atrapada en la farsa de mi sabiduría.
– Seis meses -dijo la madre. Se había puesto seria y se concentraba para contestar con repentino interés.
– ¿Qué come? -pregunté invocando datos rudimentarios de mi libro de Puericultura.
– Pecho -me contestó señalando la planicie de su tronco escuálido.
– Tomaba pecho al principio, pero ahora ni eso. Ni fuerza para agarrarlo tiene…
– Hambre -dije-. Yo creo que puede tener hambre.
La palabra me pareció terrible. No era una acusación pero sonaba a tal y temí la reacción de la madre.
– Cinco he criado con la misma leche -dijo la mujer-. Y todos han medrado que hasta el año no les daba más…
Contestó en voz baja, pero no estaba ofendida. Se había apagado, desilusionada ante la escasez de mis conocimientos o decepcionada por la falta de ayuda.
– ¿Por qué no prueba a darle leche de vaca hervida y aclarada con agua? Poco a poco, a ver si la va tomando…
Me volvió la espalda y se marchó con su niña sin contestarme. Le conté a María el encuentro y ella salió de su habitual silencio para decirme.
– Ha criado a cinco, es verdad, pero se le han muerto ya tres.
Hablaba con la misma indiferencia con que hablaría del ganado, con la misma frialdad.
– Vende la leche, la poca que ordeña de la vaca -me dijo Genaro, cuando traté de saber algo más de la mujer.
Y cuando llegué a don Wenceslao con mis preguntas, movió la cabeza con desaliento.
– Ignorancia -dijo- y el abandono en el que viven. Sólo el veterinario viene de vez en cuando por la cuenta que le tiene. Cobra una iguala por los animales de cada vecino. Pero el médico no, el médico no cobra igualas y viene cuando puede. Se pasa la vida montado en el caballo, de pueblo en pueblo por esos riscos. ¿Qué quiere usted? De no ser algo muy grave…
Un niño iba a morir y eso no era muy grave. ¿Hasta el propio don Wenceslao opinaba eso? Me dejó consternada y se dio cuenta.
– No se desanime, mujer. La niña saldrá adelante. Ya lo verá…
Lo vi. A los diez o doce días allí estaba la madre esperándome otra vez. Un esbozo de sonrisa se dibujaba en la boca desdentada.
– Que si, que sí, que la ha recetado muy bien. Que ya come y se revuelve…
Mi fama creció rápidamente y sin saber cómo, al mes de instalarme en la escuela, siempre había alguna mujer esperándome a la salida. Sus consultas eran variadas, no siempre de medicina. La mayor parte pude resolverlas con sentido común y buena voluntad. Se me ocurrió dar a la nueva situación una salida más eficaz. Fui a ver al Alcalde y le dije:
– Si no le parece mal pensaba organizar clases de adultos. Las mujeres vienen muchas veces a hacerme consultas y me parece mejor que cuenten con una hora fija. Les iré preparando charlas sobre lo que más les pueda interesar…
Su primitiva hostilidad no había desaparecido.
– Y qué tienen que aprender las mujeres -dijo-. Tarea les sobra con atender la casa y los animales.
No insistí. Estaba dispuesta a seguir adelante. El esperaba tener que rebatir mis argumentos y al ver que éstos no llegaban su reacción fue más suave.
– Haga lo que quiera. Siempre se tiene que salir con la suya…
Yo sabía que estaría informado de mi actuación y que si algo había en ella que no le gustara, me lo haría saber. De modo que un día a la semana, los jueves, reuní a las mujeres que quisieron venir. Empecé por la higiene doméstica. Al principio eran cuatro o cinco. Al cabo de un tiempo llegaron a diez.
A finales de octubre el tiempo empeoró. Los cielos azules del otoño se cubrieron de nubes y un cierzo helado azotó los montes y los valles. El día de Todos los Santos amaneció nevado. Abrí el portillo y vi pasar gentes aisladas que se dirigían al cementerio. Algunos llevaban en la mano manojitos de flores malvas y rosadas, flores silvestres que hasta hacía poco tiempo resistían en las praderas altas de la montaña. O geranios rojos, cultivados en macetas de lata, en un rincón abrigado del portal. Las campanas tocaron a muerto.
María se fue a la Iglesia con una vela. «Valdrá más que las flores», murmuró. Cerró la puerta al salir y desde fuera me dijo:
– Quítese de ahí que va a coger un pasmo.
Seguí su consejo y ajusté el portillo. La cocina estaba oscura y sólo las brasas del hogar difundían un leve resplandor, un parpadeo que se apagaba y se encendía al consumirse la leña lentamente.
La amenaza del invierno ya estaba empezando a cumplirse. Se habían acabado los paseos a los bosques cercanos, la suavidad del sol de octubre que bruñe las hojas de los árboles. La primera nevada era el anuncio de muchos días grises, y era también el aislamiento definitivo. A veces, durante meses, ni las cartas llegaban al pueblo, inaccesible para los caballos y los hombres.
La escuela sería mi único recurso. Por entonces, ya empezaba a sentir esa profunda e incomparable plenitud, que produce la entrega al propio oficio. Me sumergía en mi trabajo y el trabajo me estimulaba para emprender nuevos caminos. Cada día surgía un nuevo obstáculo y, a la vez, el reto de resolverlo. Los niños avanzaban, vibraban, aprendían. Y yo me sentía enardecida con los resultados de ese aprendizaje que era al mismo tiempo el mío.
Nunca he vuelto a sentir con mayor intensidad el valor de lo que estaba haciendo. Era consciente de que podía llenar mi vida sólo con mi escuela. Cerraba la puerta tras de mí al entrar en ella cada día. Y las miradas de los niños, las sonrisas, la atención contenida, la avidez que mostraban por los nuevos descubrimientos que juntos, íbamos a hacer, me trastornaban, me embriagaban. Leíamos, contábamos, jugábamos, pintábamos, nos asomábamos a mundos lejanos en el tiempo y el espacio; nos sumergíamos en mundos diminutos y cercanos que encerraban milagros naturales. Tras el descubrimiento de América, corría veloz el descubrimiento de la circulación de la sangre. Tras la solución de un problema aritmético, le reflexión sobre un poema. Y luego, por qué brillan las estrellas, por qué el hombre ha conseguido volar. Por qué, por qué…
Yo me decía: No puede existir dedicación más hermosa que ésta. Compartir con los niños lo que yo sabía, despertar en ellos el deseo de averiguar por su cuenta las causas de los fenómenos, las razones de los hechos históricos. Ese era el milagro de una profesión que estaba empezando a vivir y que me mantenía contenta a pesar de la nieve y la cocina oscura, a pesar de lo poco que aparentemente me daban y lo mucho que yo tenía que dar. O quizás por eso mismo. Una exaltación juvenil me trastornaba y un aura de heroína me rodeaba ante mis ojos. Tenía que pasar mucho tiempo hasta que yo me diera cuenta de que lo que me daban los niños valía más que todo lo que ellos recibían de mí.
El molino de Genaro estaba abajo, a la orilla del río. Una casita blanca unida a la aceña, que se veía desde la escuela. Un día pregunté al niño: «¿De dónde sacáis el trigo?»
– Del mercado del valle -me contestó-. El trigo se compra a los del llano y se cambia por cosas de madera que hacemos en el invierno. Venga usted al molino y mi padre se lo explica.
No me explicó mucho, pero la visita tuvo otro interés para mí. Al ver la casa de Genaro y al conocer al padre pude imaginar mejor lo que debía de ser su vida.
En la única pieza habitable había un camastro, una mesa y un escaño. Allí vivían los dos hombres, solos desde la muerte de la madre.
Genaro me quería obsequiar. Trajo un puñadito de arándanos y me los puso delante para que los probara.
– Los cojo en la braña del Oso cuando voy con las cabras…
El padre me pareció reservado, huraño. El niño parecía orgulloso de él, satisfecho de la facilidad con que cargaba los sacos de trigo.
– Puede con mucho peso -me dijo.
Había algo en Genaro que me había chocado desde el principio. En medio de la torpeza de expresión que mostraban mis alumnos sólo él hablaba con cierta fluidez. Conocía los nombres de las cosas, tenía un vocabulario aceptable, discurría con rapidez y agudeza y sabía contar historias.