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– Lo que me preocupa es que esto va a acabar mal. Tarde o temprano saltará la violencia. Y nos lo tendremos merecido -dijo.

– La violencia es a veces inevitable -dijo Domingo-. A veces es el único lenguaje posible.

Don Germán movía la cabeza a uno y otro lado con tristeza.

– La República llegó sin violencia, como todos queríamos -replicó-, ¿por qué no vamos a saber conducirla en paz?

Su pregunta quedó flotando en el aire.

– Eran muy duras las respuestas -me dijo Ezequiel por la noche, cuando la niña dormía y los dos, sentados en la cocina, recreábamos frente a frente los acontecimientos del día.

– Muy duras. Don Germán es muy inteligente y debía saber que es difícil conseguir lo que desean los humanistas como él: un desarrollo tranquilo del programa de la República con un fondo musical de flautas y piar de pájaros. Don Germán no ha vivido en el monte con los pastores como yo, ni en la mina cerca de los mineros, como Domingo. Don Germán no sabe que hay gente que no puede esperar…

El tono sombrío de sus afirmaciones me impresionó. Volví a sentir la punzada de angustia que me había asaltado al llegar a casa de don Germán.

Es verdad que el paso del tiempo no traía las grandes transformaciones esperadas. La prensa amenazaba con catástrofes. Las elecciones de noviembre se aproximaban. Domingo había entrado en nuestras vidas en el momento en que Ezequiel lo necesitaba. Recordé sus palabras de la tarde. Estaba claro que Domingo participaba intensamente en los problemas políticos de los mineros.

– En un Decreto de 1931 en el que se hace obligatoria la coeducación en los institutos, tengo idea de que se habla de la posibilidad de extenderla a otros grados de la enseñanza, incluida la primaria -nos dijo un día Domingo.

El Decreto existía y cuando se presentó el Inspector en una visita de rutina, le informamos de nuestro plan y le pedimos autorización para ponerlo en práctica. Se trataba de unir niños y niñas y dividirlos en dos grandes grupos: uno hasta los nueve años y otro de diez a catorce. Cada grupo se asignaría a una de las dos escuelas.

El Inspector se mostró en principio bien dispuesto. Pertenecía al cuerpo renovado de raíz por la República y conocía muy bien la lucha de las escuelas unitarias para vencer las dificultades de enseñar a la vez a niños de edades muy distintas.

– Pocas experiencias hay en la escuela primaria, pero sé de algunas. Consultaré con el Alcalde porque a veces son los vecinos, a través de los Ayuntamientos, los que se niegan a la escuela mixta.

Don Germán estuvo de acuerdo. No obstante un día nos llamó a su casa. Se dirigió a un armario y extrajo un archivador con recortes de prensa ordenados por años. Nos mostró uno. Era la Carta Encíclica Divini Ilius Magistri de Pío XI. En uno de los fragmentos se leía:

«No hay en la naturaleza misma que los hace diversos en el organismo, en las inclinaciones y en las aptitudes, ningún motivo para que pueda o deba haber promiscuidad y mucho menos igualdad en la formación para ambos sexos.»

– Con esto hay que contar -nos dijo- pero, por mí, adelante.

Convocamos a los pocos días a los padres y los reunimos en la escuela de Ezequiel.

Acudieron muchos pero no todos. Les explicamos nuestro plan de trabajo, la conveniencia de tener agrupados a los niños por edades y no por sexos, las ventajas para ellos, en cuanto al aprendizaje y también las que se derivan de la convivencia de niños y niñas, «como conviven en el hogar hermanos con hermanas». La reacción fue muy variada. Muchos callaban pero entre los que hablaron dos grandes tendencias se perfilaron en seguida: los que consideraban inmoral la escuela mixta y los que comprendían sus beneficios.

– Sólo les pido que esperen -dijo Ezequiel dirigiéndose a los renuentes-. Esperen un poco a ver los resultados.

Se necesitaba tiempo para advertir los logros pero las consecuencias de la decisión se vieron en seguida.

– Ya me dirá usted qué es eso de la escuela revolucionaria que usted apoya en el pueblo -le dijo el Cura a don Germán en una visita al Ayuntamiento.

Don Germán se mantuvo firme.

– Permítame que no me moleste en contradecirle y reflexione sólo un momento. ¿Cuándo le ha prohibido o dificultado el Ayuntamiento alguna de sus actividades pastorales…? Y en aspectos más privados, ¿cuándo le he reprochado yo la influencia que tiene sobre mi hija?

Por entonces Marcelina ya me había contado la historia de Eloísa.

– Ella tuvo un novio. Era francés y estaba de ingeniero en la mina, como lo había estado su abuelo. Con eso del idioma, empezó a frecuentar la casa del Alcalde; que por cierto entonces no lo era todavía porque hubo otros entre el abuelo y el padre.

… Que si voy que si vengo, Eloísa, que era bonita y vivía un poco aislada, se enamoró del francés. Y él, para qué decirle, loco por ella estaba. La madre le vivía por entonces pero ya andaba enferma. Don Germán trillaba bien con el francés y así las cosas, se ponen novios, porque eso se veía, paseaban, salían y entraban, él comía en la casa cada si cada no. Todos hablaban de la boda: hasta el ajuar empezó a hacerse ella. Y por cierto de allá de Bélgica le mandaba la abuela, que vivía todavía, encajes y regalos. Y mire usted por donde, como la cosa del noviazgo seguía adelante, don Germán, por pura tranquilidad, hace averiguaciones serias y resulta que el mozo era casado, mejor dicho casado no, divorciado de su legítima allá en Francia.

Don Germán que le llama, él que responde y le dice que antes de hablar de boda pensaba él confesarle su estado… Total que en ese ir y venir llega a la madre el asunto y se pone a morir del gran disgusto que se lleva. Y allí interviene el Cura que se mete por medio y le dice a la madre… Usted verá, hija mía, piense si está dispuesta a responder a Dios cuando le diga por qué ha dejado a su hija pecar de esa manera. Para toda la vida es este vínculo, señora, y usted lo sabe como cristiana que es. Usted verá si tiene la conciencia tranquila dejando a esa hija pura y sin mancha casarse con el bígamo, que para la Iglesia no hay divorcio y usted lo sabe…

Para mí que allí coincidieron todos: la madre por su fe, la hija por la madre, el padre por el miedo a empeorar la salud de la una y por temor también a equivocarse con la otra. Total que de lo dicho, nada, que don Germán pidió al francés que se marchara y le ayudó a encontrar un buen trabajo en otra mina más lejana, más de fuera de España. Y ahí la tiene usted, para vestir santos como quiso la madre y como el padre no se atrevió a evitar. Y ella resignada porque es de las que creen que los curas dicen siempre la verdad…

Don Germán nos llamó a su casa para informarnos de la reacción del Cura. Mientras reproducía la conversación que los dos habían tenido, Eloísa cosía ensimismada junto al balcón de la sala.

No levantó los ojos de la labor y parecía no escuchar. Su perfil destacaba a contraluz en los cristales iluminados por la luz de la plaza. De este lado, su figura era una mancha oscura, inclinada sobre el bordado; una sombra.

Juana crecía fuerte y sana. Era una niña alegre. Tenía ya dos años y medio y parloteaba. Le gustaban las palabras. Se quedaba en suspenso cuando descubría una y la repetía hasta que le era familiar y la incorporaba a su vocabulario personal. Por la noche, antes de dormirse, repasaba bajito las nuevas palabras, las que le habían sorprendido por su sonoridad o le hacían gracia por alguna incomprensible razón. «Zapato, calamar, araña.» Seleccionaba las palabras como hacía con las piedrecitas de la orilla del río: las redondas, las picudas, las grises, las que tienen manchas. Como las piedras, las escogía y las atesoraba y las sacaba a la luz o las acariciaba en la penumbra mientras llegaba el sueño. «Arena, viento, peine.»

Juana dormía en una de las dos alcobas. En la otra dormíamos nosotros y las puertas de ambas daban al cuartito del balcón por donde entraban la luz y el aire.

Una noche me desperté bruscamente y sin saber por qué me lancé al cuarto de la niña. La cama estaba vacía. Corrí a la cocina, volví a nuestra habitación, desperté a Ezequiel. Los dos gritamos ¡Juana! y en seguida estalló el llanto debajo de su cama. Allí, al fondo, estaba dormida hasta que oyó nuestro grito.

– Se cayó de la cama -dijo Ezequiel- y se fue deslizando, dormida, hasta la pared.

La explicación era sencilla. El incidente, nimio. Ezequiel se volvió a la cama y la niña se durmió al momento pero yo no pude dejarla sola. Me senté a su lado y apoyé la cabeza en su almohada. El sobresalto seguía allí. El sobresalto provocado esta vez por unos segundos de incertidumbre, otras veces por síntomas alarmantes, la tos, la fiebre, la enfermedad. El sobresalto era a su vez el síntoma de mi propia enfermedad, la obsesión incurable de la maternidad.

– Esto no lo entienden los hombres -dijo Marcelina cuando se lo conté-. Mire usted lo que yo tengo en casa, este hijo tan corto, tan torpe, tan imposible el hombre. ¿Qué será de él cuando yo muera? Me viene a la cabeza la idea a media noche y ya no puedo coger el sueño. Lo pienso todo: si le van a maltratar, si le van a abusar, si va a tener que pedir limosna porque los hermanos no es lo mismo, los hermanos no son los padres y cuando cada uno tenga su familia y sus hijos, ¿qué? Bueno, pues Joaquín no se desvela por eso. Duerme de un tirón toda la noche y si yo le digo: Qué envidia me das, qué buen dormir tienes, ¿qué cree que me contesta? Que si estuviera tan cansada como él también yo dormiría. ¿Qué le parece? Como si yo no trabajara…

Trabajaba. A todas horas del día. En la casa, en el huerto, en la cuadra, en el mercado donde iba a vender todos los lunes los huevos que le sobraban, las lechugas que no consumía, pequeñas cantidades de los productos que ella conseguía con esfuerzo y empeño. Era una buena mujer y me ayudó desde el primer momento. Si voy mirando hacia atrás siempre encuentro en el pasado una mujer que me ha ayudado a vivir. Con Marcelina, como antes con Regina, pasó Juana al principio el tiempo que yo estaba en la clase, o cuando salía rara vez, en alguna ocasión inevitable. Porque mi vida se desarrollaba en torno a la niña y a la escuela. Hasta la casa y sus labores eran un descanso para mí comparado con las otras dos dedicaciones.

– Que a usted también le pasa que trabaja de más -refunfuñaba a veces Marcelina-. Quiera que no, tiene usted una escuela como él. Pero ¿quién cocina, quién lava, quién plancha, quién brega con la niña? Que a él bien le veo yo de sube y baja a la Plaza y a la mina. Ya sólo le faltaba a usted la amistad que ha cogido con el maestro ese de arriba que, por cierto, me ha dicho mi Joaquín que ese muchacho tiene buena cabeza y muy buena voluntad pero que va a tener un disgusto con los de la Compañía. Porque oiga usted, no hay asunto minero en que él no opine, en lo del sindicato y esas cosas. Y dice mi Joaquín que mucho ojo no vaya a ser que un día le pongan de patitas en la calle…

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