Ezequiel habló con los vecinos que voluntariamente se habían ofrecido a dar alojamiento a los misioneros; se concretó el horario de actuación; se acordó quién iba a prestar caballerías para trasladar el material de las Misiones al pueblo de Arriba y el Inspector se despidió dejándonos más tranquilos.
El lugar elegido para la Misión fue una explanada delante de la escuela. Si llovía, había que habilitar el aula para niños y viejos y los demás quedarían fuera protegiéndose del agua como pudieran. La asistencia prevista era de unas doscientas personas como máximo si era aceptable el eco conseguido por nuestros emisarios en los pueblos y caseríos cercanos. Había expectación y curiosidad. El nerviosismo se extendía por el pueblo de Abajo. Regina me contaba que muchas madres habían llegado con encargos de arreglos para sus hijos.
«Bájame esta cintura, mujer.» «Dale la vuelta al pantalón del padre, que de tanto crecer ya no le valen los suyos.»
La mañana de junio amaneció radiante. El sol golpeaba con el vigor del verano y de la tierra ascendían aromas maduros.
La fragancia de las flores se mezclaba con el olor al tomillo y el romero. Por la carretera vacía, la luz del sol arrancaba destellos de los guijarros clavados en el polvo.
La carretera discurría paralela al río, pero había que cruzar un puente de piedra para salvar el agua. El río pertenecía al pueblo, lo circundaba y regaba sus tierras. Pero la carretera quedaba fuera del territorio, ajena y apartada. En realidad era un camino malo que se perdía al noroeste hasta enlazar con otro igualmente áspero en tierras de Galicia. Rara vez se veían automóviles circulando por ella. Todo lo más, camionetas que transportaban materiales de construcción o productos agrícolas de los pueblos próximos. Para ir a la ciudad había que coger el tren en un apeadero a varios kilómetros y transbordar después en una estación poco importante de la línea general.
A la orilla de la carretera, se fueron formando grupos desde muy temprano. Primero los niños. Después algunos jóvenes. Los últimos las mujeres y los viejos. Los hombres no habían abandonado sus trabajos habituales y mostraban así, con forzada dignidad, su independencia. Yo estaba con Ezequiel al borde de la carretera. La hora prevista ya había pasado y no se adivinaba a nadie en la lejanía. Una mujer cerca de mí murmuró: «Aquí quién va a venir. Aquí no viene nadie…»
Los niños se habían puesto a jugar. Corrían unos en pos de otros, se escondían, se cogían, reían y saltaban, dueños ya de la fiesta. Los viejos, ni protagonistas ni responsables, dejaban pasar el tiempo con indiferencia, vagamente conscientes de que nada podría ya cambiar el trazado de sus vidas.
Un sordo zumbido detuvo el juego de los niños. Se oía lejano, como el inicio de una tormenta. «Ya vienen, ya se oye el motor…», gritaron.
Una nube de polvo precedió al camión que apareció de pronto retumbando sobre las piedras del pavimento.
Al llegar a nuestra altura se detuvo en seco. Encaramados en lo alto del camión, sobre el voluminoso cargamento, dos muchachas y un muchacho agitaban las manos saludándonos. De la cabina salieron tres personas más, el inspector y dos hombres de mediana edad. Nos adelantamos a saludarles. Los niños aplaudían y vitoreaban a los recién llegados. «Vivan los republicanos», gritó uno y todos le corearon. Los muchachos del camión descendían entre bromas y risas y se incorporaron al bullicioso grupo.
– Bienvenidos -dijo Ezequiel-. Todo está preparado para subir allá arriba -dijo señalando el castillo-. El pueblo está al otro lado.
Con ayuda de los chicos, los misioneros descargaban sus bártulos. Paquetes, bultos, cajas, cables.
– Es para el cine. Nos van a echar cine… -dijo un niño.
– Sin luz no hay cine -replicó otro.
– Pero ha dicho la señora maestra que traen aparatos para hacer luz -insistió el primero.
Los encargados del transporte llegaban con una mula y un caballo pero en seguida se vio que no era suficiente para cargar toda la impedimenta.
– Pues usted verá, don Ezequiel -dijo el mozo que sujetaba a los animales-. Allá arriba no hay más y aquí abajo, pues usted verá…
Ezequiel me miró y los dos pensamos lo mismo: «Don Cosme. Hay que acudir a don Cosme.» Sólo él tenía caballos de refresco. Los pocos que disponían de caballerías propias no estarían dispuestos a ceder su único animal siempre ocupado en los trabajos del campo.
Mientras Ezequiel y el Inspector se dirigían a hacerla gestión cerca de don Cosme, el resto de los misioneros se acercaron a mí. Me preguntaban detalles de nuestros pueblos, de la escuela, del carácter y costumbres de las gentes. Las mujeres y los viejos nos rodeaban mientras hablábamos e intervenían cuando podían.
«Oiga, ustedes podrían decir en Madrid lo de la luz» o «Que se acuerden que no tenemos médico en varias leguas a la redonda».
Confusos sobre el verdadero sentido de la embajada, llamaban la atención de los visitantes sobre sus problemas.
– No tenemos poderes para arreglar las cosas. Ojalá los tuviéramos -dijo el más alto, que también parecía el de más edad.
El más joven me preguntó sobre los cultivos y los animales y el difícil equilibrio económico de estos pueblos.
– Esta es la clave de sus problemas. Cambiar las condiciones económicas.
Tomaba nota de todo y me dijo como justificándose:
– Preparo un informe de todo lo que veo. Soy agrónomo…
Nos dijeron sus nombres y apellidos, pero al hablar de ellos, tiempo después, siempre lo haríamos con aquella primera identidad: el alto y más viejo, el profesor; el joven y más bajo, el agrónomo. También los estudiantes quedaron grabados en nuestro recuerdo por los rasgos que los caracterizaban. De las dos muchachas una era pequeña y alegre. Se reía por todo. La otra era espigada y arrogante y más seria. Tenía una hermosa voz y unas manos ahusadas que movía con elegancia. Vestía un traje blanco, inmaculado a pesar del viaje en camión, y unos zapatos de lona, también blancos. Sus ojos brillaban con una chispa de ironía cada vez que los otros discutían por cualquier incidente. Parecía marcar una distancia entre ella y los que la rodeaban, pero no era así. Seguramente esa barrera invisible se derivaba de la gravedad natural de su porte, porque fue muy cordial durante todo el tiempo que estuvo entre nosotros. Se veía que ella era el alma de la Misión, la parte viva y atractiva, la que convertía su actuación en una entrega sin esfuerzo.
El muchacho era protegido y mimado por sus compañeras. Llevaba gafas y un mechón de pelo le caía sobre la frente. La pequeña le trataba con cierta desfachatez.
– Enrique, olvida el griego y echa una mano al altavoz… Enrique, mañana dices tú las poesías. La que mejor te sale es la de Lorca.
Estuvieron dos días con nosotros y vivimos con ellos horas inolvidables. Ayudándoles en lo que podíamos, siguiendo con fervor el desarrollo del programa de actividades, unas para niños, otras para adultos, pero a las que asistían todos fascinados.
Charlamos en las horas de descanso. Intercambiamos opiniones y experiencias, preguntamos y criticamos. Soñamos juntos embargados por una obsesión común: hacer del trabajo de todos la gran Misión que salvara a España del aislamiento y la ignorancia.
Contra todo pronóstico, don Cosme había cedido dos caballos para el transporte del material.
– Nos los dejó por reverencia al cargo administrativo -aseguraba Ezequiel-. Me gustaría que hubieras visto cómo se dirigió al Inspector y cómo le decía, plañidero: «Perdonen si no voy con ustedes, pero me cuesta tanto subir hasta allá arriba…»
Respeto al cargo, deseo de agradar a los vecinos o cualquiera otra razón que le impulsara, el caso es que allá fueron, atravesando el pueblo de abajo y subiendo trabajosamente las cuestas del castillo, las cuatro bestias cargadas, rodeadas, espoleadas por la jubilosa partida de las gentes que acompañaban a los misioneros.
– La idea es hermosa -reconoció Ezequiel-. Es emocionante y estas gentes no olvidarán lo que han vivido. Pero la esperanza se pierde si no llega pronto la confirmación de la esperanza…
Ezequiel, temeroso, adelantaba siempre el desencanto. Pero fue muy hermoso y todavía hoy puedo reconstruir minuto a minuto el desarrollo de aquellas jornadas.
Veo a los más pequeños absortos en el movimiento de los muñecos de guiñol. Veo a los viejos contemplando por vez primera las imágenes en movimiento. Escucho las preguntas de los chicos, más interesados en el misterio de la máquina que en el propio milagro de la película. ¿Cómo se puede? ¿Cómo funcionan los acumuladores? ¿Cómo se para? ¿Cómo se pone en marcha?
Mundos desconocidos aparecían ante los ojos de los campesinos. Documentales de otros países, cine de humor, dibujos animados. La música popular conocida y amada y aquella otra que escribieron genios universales, todo era seguido en reverente silencio.
La poesía de Juan Ramón, de Machado, la seguían con respeto y una extraña emoción. Los romances, como algo suyo, cercano y vivido: La loba parda, El conde Olinos, La doncella guerrera. De algunos conocían versiones diferentes como había comprobado con los niños en la escuela. Un viejo entusiasmado coreaba un estribillo: «Que los amores primeros son muy malos de olvidar…»
Al principio se resistían. Los de Abajo fueron llegando en pequeños grupos. Los de Arriba salían poco a poco del sombrío interior de sus casas y se acercaban precavidos.
El semicírculo se fue ensanchando. Primero eran tan sólo las filas más cercanas al tablado con los bancos de la escuela ocupados por los niños y detrás la gente sentada en sillas que habían arrastrado de sus casas. Luego fueron cerrándose las filas de pie, detrás de los sentados, una y otra fila hasta ocupar el espacio entero.
La música sonaba en los gramófonos durante la espera. Coplas castellanas, gallegas, asturianas, coplas cercanas y reconocibles. Luego, cuando todos parecían bien situados cesó la música y una voz de mujer se elevó sobre la audiencia de cabezas morenas, pañuelos negros, boinas pardas. La voz de la muchacha arrogante se dejó oír y sus palabras lo ocuparon todo.
«Es natural que queráis saber, antes de empezar, quiénes somos y a qué venimos. No tengáis miedo. No vamos a pediros nada. Al contrario; venimos a daros de balde algunas cosas. Somos una escuela ambulante y que quiere ir de pueblo en pueblo. Pero una escuela ambulante donde no hay libros ni matrícula, donde no hay que aprender con lágrimas, donde no se pondrá a nadie de rodillas, donde no se necesita hacer novillos. Porque el Gobierno de la República que nos envía, nos ha dicho que vengamos ante todo a las aldeas, a las más pobres, a las más abandonadas y que vengamos a enseñaros algo, algo de lo que no sabéis por estar siempre tan solos y tan lejos de donde otros lo aprenden y porque nadie, hasta ahora, ha venido a enseñároslo; pero que vengamos también, y lo primero, a divertiros. Y nosotros quisiéramos alegraros, divertiros casi tanto como os alegran y os divierten los cómicos y titiriteros…»