El silencio se extendía por la sala. Todos estaban en pie porque no había bancos ni sillas donde sentarse. Se veía el aliento de los asistentes convertido en nubecillas de vapor al contacto con la atmósfera gélida de la habitación.
Cuando el Alcalde terminó su breve discurso Ezequiel tomó la palabra.
– No es un ataque a vuestras creencias. No es un insulto ni un desprecio. Pero tenéis que entender que la escuela no puede ser un lugar para hacer fieles sino un lugar para aprender lo más posible, y llegar a ser hombres y mujeres cultos. Para aprender a ser buenos cristianos, tenéis la Iglesia, no lo olvidéis. La Iglesia Católica aquí y en otros lugares las Iglesias de otras religiones que también merecen respeto.
El silencio era total. De pronto una vieja se echó a llorar.
– Ya ni a Dios nos van a dejar a los pobres -dijo entre sollozos.
Su marido le cogió la mano.
– No llores, Maria -le decía-. Que no es eso, mujer, que ya verás como no es eso…
Un hombre joven tomó la palabra.
– Digo yo, don Ezequiel, si no sería bueno votar eso del Crucifijo, porque digo yo que así se sabe si estamos o no todos de acuerdo.
El Alcalde intervino.
– No hay nada que votar, Andrés, porque esto es una orden de arriba, no un capricho del maestro.
El silencio se había roto y todos opinaban; en voz alta unos y otros en susurrados apartes cautelosos.
Ezequiel se dirigió al Alcalde: «Espero instrucciones sobre la forma y la fecha en que se cumplirá lo anunciado. Yo explicaré a los niños…»
– Usted no va a explicar nada a mi hijo porque no va a volver a esa escuela sin Cristo y sin moral… -dijo iracundo un vecino.
– Pues mándalo a los frailes de León -apuntó otro risueño-. Gástate los duros y mételo allí interno.
Unos pocos se acercaron a nosotros. Los conocíamos. Eran nuestros discípulos de las clases nocturnas. Pero no todos. También observamos que algunos de entre ellos se retiraban prudentemente, sin decidirse a mostrar su opinión.
Por las calles nevadas se retiraron todos presurosos hacia sus casas. Al amor de la lumbre, crecería el rumor de las conversaciones.
Regina, nuestra vecina, que se había quedado al cuidado de la niña, nos esperaba ansiosa de noticias.
Era una mujer joven, que asistía a mis clases de adultos. Nunca olvidaré lo que supuso para mí aquella ayuda. No quiso mi dinero, que era escaso, pero todo el dinero del mundo no habría sido suficiente para pagar la amorosa atención que dedicaba a mi hija.
Amadeo llegó más tarde y poco a poco fueron entrando con aire furtivo cuatro o cinco mozos. Hasta muy tarde permanecimos de charla. En torno a la lumbre baja del hogar, sentados hasta en el suelo, parecíamos un grupo clandestino preparando una acción o una batalla. Pero era una acción pacífica y una batalla incruenta.
– No es la religión lo que les preocupa a algunos -decía Amadeo-. Lo que les preocupa es que ya no van a poder explotar a los demás con la cosa religiosa. -Tienen que comprender -decía Ezequiel- que la la moral es otra cosa; está por encima de las religiones. La moral es el resultado de aceptar la verdad y la justicia en todas partes del mundo. Porque la verdad y la justicia no tienen fronteras…
Como el fuego se iba consumiendo, se fueron marchando en silencio, uno a uno, como habían venido, con su aire de conspiradores alegres.
Antes de dormirme recordé que ni don Cosme ni por supuesto el Cura habían dado señales de vida. Al día siguiente Amadeo nos contó que hasta las doce de la noche hubo luz en la sala de don Cosme. Desde la calle se oían las voces de él y del Cura y de media docena más.
Al quitar el Crucifijo de la pared lo hice con sencillez, sin alarde alguno de solemnidad. Lo guardé en el cajón de la mesa y empecé las clases del día.
Acababa de pedir a los mayores sus comentarios sobre un párrafo del Quijote que habíamos leído, mientras los más pequeños copiaban el trabajo preparado en la pizarra, cuando se abrió la puerta. En el umbral apareció la figura conocida del sacristán.
– ¿Qué pasa, Joaco? -le pregunté.
Era un hombre de escasa inteligencia, inútil para un trabajo concreto, pero buena persona y dispuesto a ayudar a quien se lo pidiera.
– Que dice el señor Cura que me dé el Crucifijo…
La sorpresa me dejó muda un instante.
– ¿Y para qué quiere él el Crucifijo? -fue todo lo que se me ocurrió decir.
– Para guardarlo bien, que usted le da mal trato -aseguró el torpe enviado.
– Dile al señor Cura que el Crucifijo es de la escuela y aquí estará bien guardado hasta que me ordenen lo que he de hacer con él.
Los niños se miraban entre sí y me miraban a mí conscientes de la embarazosa escena que el sacristán había provocado.
– Que me lo dé le digo, que luego me la cargo yo -insistió Joaco.
Fue el hijo de Regina, uno de los chicos mayores, quien resolvió la situación.
– Vete, Joaco, y no interrumpas, que estamos estudiando.
Joaco se fue con la boina entre las manos, como había venido, y me dejó la certeza de una nueva angustia. Me pareció que nuestras vidas iban a estar marcadas de ahora en adelante por el signo de la incomodidad. Señales de alarma se encenderían periódicamente obedeciendo a un plan. Era la reacción inevitable ante las transformaciones que iba a sufrir el país en algunas de las cuales nosotros, los maestros, estábamos comprometidos.
Regina, la vecina que tanto me ayudaba, había tenido un hijo de soltera. Se había ido muy joven a servir al pueblo grande, el que era cabeza de partido. Y cuando volvió traía en los brazos al pequeño. La señora de la casa en que estaba era modista y Regina la ayudaba en todo lo que podía, así fue aprendiendo el oficio a la vez que fregaba y planchaba y cocinaba. Cuando llegó al pueblo con su hijo, abrió la casa vacía de sus padres -cuatro paredes sucias llenas de telarañas-, la limpió y la pintó y se instaló a vivir en ella. Al principio fue el blanco de la curiosidad del pueblo entero. Las aguas del río arrastraron, con la suciedad de la ropa, la acidez de las críticas. Poco a poco, a fuerza de trabajo y de constancia, Regina encontró su lugar. Cosía para quien se lo solicitaba. Cobraba unas monedas o recibía el pago en especies: huevos, chorizo, un saco de patatas. Cuando yo llegué al pueblo, la historia de Regina y su hijo se había sedimentado.
El niño había crecido y era un chico grande dispuesto a abandonar la escuela para aprender un oficio. Fue Ezequiel quien le aconsejó: «Busca como puedas salir de aquí.» Y a su madre: «Piensa a ver de qué modo podrías ayudarle.» Entonces, sorprendentemente, Regina contestó sin vacilar:
– Con su padre, le voy a mandar con su padre, que se ocupe de él, que va siendo hora al cabo de los años…
Era la primera vez que hablaba de su padre, pero no fue la última. Llevada de la confianza y el afecto que nos teníamos, completó su historia.
– El chico es hijo de un señor de dinero. Casado y sin familia. Quiso taparme la boca con unos billetes, pero yo no quise. «Espera, que ya llegará el día», le dije. Y ha llegado. Con una carta se lo voy a mandar.
Escribió la carta, puso en el sobre el nombre, la dirección y otros detalles y mandó al chico al camión de la teja con Amadeo, que se había ofrecido a hablar con el conductor.
– Que paso por allí, hombre. Que me paro y le indico al chico la Plaza, que es muy céntrica y fácil de encontrar…
Regina se quedó llorando. Le caían las lágrimas sobre el traje que estaba cosiendo, color menta con un volante en el borde, para la hija del Alcalde.
Desde que se quedó sola, Regina venia con frecuencia a nuestra casa. A última hora, cuando la luz de la tarde se desleía en las sombras, la ausencia del hijo lo llenaba todo.
– Parece que la palpo, la soledad que me ha dejado -explicaba. Entonces, con cualquier pretexto venía y yo trataba de darle tareas.
– Sujétame a la niña mientras hago la cena, Regina. Acércame la labor, quería consultarte…
Ezequiel salía a veces hasta el taller de Amadeo, uno de los pocos hombres que no estaba a esa hora en la taberna.
Al cabo de un rato aparecían los dos silenciosos o hablando casi siempre de lo mismo: España y la exaltada esperanza que la República había encendido en los españoles.
La conversación seguía de puertas adentro. La luz de la lámpara de petróleo creaba una zona cálida, un círculo luminoso sobre la mesa, que invitaba a alargar la velada.
– Hay que salir del candil y del petróleo -decía Amadeo-. ¿Te imaginas, Ezequiel, lo que sería tener aquí una radio?
Pero la luz eléctrica llegaba sólo al último pueblo grande y de allí en adelante, hacia Galicia, la oscuridad y la miseria se extendían por los pueblos agazapados en valles y montes.
Desde que me casé, todo en mi vida fue seriedad y trabajo. No es que antes hubiera desperdiciado el tiempo en frivolidades pero en los períodos de vacaciones salía con las amigas a pasear. Charlábamos y reíamos, nos confesábamos nuestros deseos más íntimos, nuestros deseos imposibles. Desde la aventura de Guinea yo cambié mucho.
– Hija, parece que las fiebres te han alterado el carácter -decían mis amigas.
No eran las fiebres. Pero sí un proceso febril de rememoración. De modo obsesivo volvían a mí los días y las personas de aquel mundo lejano. No me gustaba hablar de ello. Era ése un episodio que guardaba en celoso secreto. Las confidencias amistosas se detenían ahí, cambiaba de tema si surgía Guinea en alguna conversación y la curiosidad de mis amigas se fue debilitando a la vista de mi reserva.
A fuerza de mantenerlo escondido, me parecía que no había sido cierto lo vivido. Evocaba mi escuela, los niños negros, el color de los mercados, el calor húmedo que exhalaba la selva, el gris azul del mar; las praderas que nunca alcancé. Emile aparecía sin cesar en mis ensoñaciones. Apenas me atrevía a nombrarle pero, en mi soledad, recreaba cada instante de nuestra amistad, reproducía los rasgos de su cara, la expresividad de sus gestos, su sonrisa.
El día antes de mi boda, di un paseo con Rosa, mi amiga más querida, casada y feliz al parecer en su matrimonio.
– ¿Sabes en quién estoy pensando? -le pregunté
Ella se rió y me dijo:
– En Ezequiel, me imagino, y en la boda.
– Pues no. Estoy pensando en Emile…
Se me quedó mirando asustada.
– No te cases -me dijo-. Estás a tiempo. No te puedes casar pensando en otro hombre, Gabriela.