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Él la soltó. Había tanta inercia y tanto miedo en aquel cuerpo, su entrepierna estaba tan helada… Se ladeó apretando los dientes con rabia, deslizando la espalda sobre las agujas de pino. Por encima de su cabeza, en las ramas, cantaba un gorrión. “Vaya sitio para guardar la honra”, pensó. El sol le daba ahora de lleno en los ojos, y, entornando los párpados, quiso resistir la cegadora luz hasta que se le saltaron las lágrimas. “Perra vida. Dinero, dinero, y no tengo más que diez cochinas pesetas en el bolsillo, todo lo que me queda del último transistor, y lo peor es que Bernardo no espabila, está bien cogido esta vez, va listo, la Rosa tiene más huevos que él y cómo le ha cambiado al chaval, le hace cantar de plano y luego va y se lo cuenta todo a esta golfa que se hace la estrecha, y ya todo el barrio lo sabe, me van a oír, me cago en sus muertos…!”

Se incorporó de un salto. Cogió una naranja de la cesta de las chicas.

– ¿Adónde vas? -preguntó la Lola. De repente tenía el miedo metido en los ojos-. ¿Qué vas a hacer? ¿Te has enfadado?…

El Pijoaparte se alejó entre los pinos hacia donde se habían tumbado el Sans y su novia. Les oyó reírse. El Sans estaba bocabajo y ella a su lado, le hacía cosquillas en la espalda con una rama de romero. “¡Bernardo!”, gritó él. Apoyó el hombro en el tronco de un pino y empezó a pelar la naranja. “Ven aquí, tengo que hablar contigo.” “¿Ahora?” “Sí, ahora.” El Sans se incorporó a medias y de mala gana. Su novia hizo un mohín de fastidio, pero no se atrevió a mirar al Pijoaparte: era un oscuro temor el que la obligó a taparse rápidamente con algo de ropa, no la vergüenza de mostrarse desnuda; no era la primera vez que el murciano la sorprendía así, y desde luego el muchacho no era lo que se dice un extraño, sino el mejor amigo de Bernardo, aunque su mirada sí lo era a veces: aún sin verla (ella no se atrevía ahora a levantar la suya), la notaba recorriendo su cuerpo sin admiración ni mucho menos deseos, sino como un insulto, como un reproche dirigido a lo que esta desnudez representaba para Bernardo. La Rosa siempre le había inquietado, sobre todo por algo ingrato que había en su boca, como un amago de codicia; boca amarga y sin color, gruesa, dura como un músculo. Tenía turbios ojos de humo y los hombros lechosos y llenos de pecas. En traje de baño mostraba un cuerpo bonito, de cintura insospechadamente grácil, pero demasiado fofo y blanco, con esa blancura viscosa de las patatas peladas: había en todo él como una cachondez efímera, provisional, amenazada por el derrumbamiento más o menos próximo causado por la gordura, la virtud o el mismo miserable régimen de vida que la había deformado en el barrio. Ahora, en tono de reproche, murmuró: “Podrías avisar por lo menos, ¿no?”. Él siguió pelando la naranja y nada dijo. Siempre supo que aquellos inmensos pechos redondos y ciegos, pintados con dos flores moradas y casi metálicas que le miraban a uno fijamente como unas gafas de sol, poseían algún secreto y terrible poder de destrucción: una vaga fisonomía bélica, mortífera, aniquiladora, que le dejaba a uno indefenso como si se hallara ante una infernal máquina de guerra que avanzara sembrando el caos y la muerte. Mientras tanto, el Sans se había incorporado un poco más y le miraba apoyándose en un codo, con la cabeza torcida a un lado y una dolorida mueca en los labios: él mismo parecía ya mortalmente herido.

– ¿Se puede saber qué quieres ahora? -dijo, y sonrió astutamente con su gran boca de mono-. ¿Dónde está la Lola, ya la tienes en el saco?

– Deja de decir burradas y ven conmigo.

La Rosa murmuró algo entre dientes y rodó junto al Sans, aplastando su seno izquierdo en el hombro de él. Se reía con un cloqueo nervioso. El Pijoaparte intuyó vagamente que, el día menos pensado, la mortífera máquina haría fuego y le dejaría sin amigo.

– ¿No me oyes, Bernardo? -exclamó-. ¡Venga, espabila!

Se despegó del árbol, lanzó una última mirada a la Rosa y caminó hacia la playa. El Sans se había levantado por fin y le seguía a regañadientes. La Rosa se tumbó de espaldas: provisionalmente, sus formidables útiles de trabajo, su fatal reclamo amoroso, quedaron como dos flanes rebosando sobre sus flancos.

Cuando ya pisaban arena, el murciano se volvió bruscamente y arrojó al rostro de su amigo las pieles de naranja.

– Eres un mierda, Bernardo. Un día te voy a partir la cara. Te advertí que no salieras en serio con esa golfa, ¿recuerdas? Te ha hecho cantar de plano y todo el barrio está hablando de nosotros.

– ¿Cómo? -El Sans parecía no comprender. Estaba de cara al sol y hacía visera con la mano, la arena le quemaba las plantas de los pies y daba saltitos-. Tú, un momento, ¿qué te pasa? En el barrio siempre se ha hablado lo que se ha hablado, y a ti nunca te importó mucho, ni a mí tampoco. ¿A qué viene ahora este cabreo?

– Acabarás por meternos a todos en chirona. ¿Qué le contaste a la Rosa?

– ¿Yo? Nada… Lo que pasa es que tienes miedo.

– ¿Miedo? Me voy a cagar en tu padre, fíjate. Anoche tampoco quisiste trabajar, y el coche estaba solo, lo único que te pedí es que vigilases mientras yo lo hacía todo, pero no quisiste, y tampoco la semana pasada, ni la anterior. ¿Qué demonios te pasa? Estás encoñado, ¿verdad? ¡Pues cásate de una vez y púdrete en un taller como mi hermano, no merecéis otra cosa!

– No te pongas así, hombre.

Y esta madrugada, una vez trincadas las motos, en lugar de llevarlas al taller me vienes con lloriqueos y que por favor vamos a la playa con las niñas, que si la Rosa y tú, que si la Lola está tan buena… ¡Y un cuerno!, ¿te enteras?

El sol caía sobre ellos, estaban inmóviles los dos, de pie sobre la arena, con las frentes perladas de sudor. El Sans bajó los ojos:

– No es eso, Manolo, es que… Ya te lo dije anoche, ella es otra cosa… La quiero.

– La quieres. Te hace pajas. Y la quieres.

– Cuidado con lo que dices. Además, que no es eso, que también, mira que esa vida que llevamos…

Mejor que la de muchos, panoli.

– Cualquier día nos trincan como al Polo. El Cardenal está siempre con la tajada, es peligroso…

– Eres un imbécil…

Bernardo se inclinó a coger un puñado de arena. -¿Sabes?, la Rosa cree que va a tener un crío.

El Pijoaparte le miró en silencio. La Rosa había disparado el rayo de la muerte.

– Bah, mentira segura -dijo después de pensarlo un rato-. No te fíes, Bernardo, no te fíes ni de Dios. ¿Cuándo lo has sabido?

– Uno tiene que casarse, ¿no?

– Eres un pobre diablo. Me das pena. Dime, ¿cuándo te lo ha dicho?

– Hace unos días. Se me puso a llorar. Pero aún no es seguro.

– Nada, tú te haces el longuis…

– Pero ella dice…

– ¡Mentira y gorda, joder! Ahora, que te estaría bien empleado. Todos sois iguales, la primera chavala que os friega el conejo por las narices os caza. Nunca tendrás un duro, mira lo que te digo. A mí no me pasará, te lo juro por mi madre.

– A ti lo mismo, ya verás. -Sonrió zalamero, conciliador-. ¿Qué me dices de la Jeringa, de Hortensia: eh? Un guayabo, seriecita…

– Cállate. Tú qué sabes, eres un jilipollas, no sé cómo pude ser amigo tuyo.

El murciano dio unos pasos alrededor del Sans. Teníaaún la naranja, pelada, en las manos. Después de mirarla un rato la desgajó y empezó a comer en silencio. El Sans le observaba: había de pronto algo triste en el rítmico movimiento de aquellas mandíbulas, en la hermosa frente abatida, en los párpados abrumados y en las largas pestañas azulosas bajo el sol. Y el Sans dijo:

– Yo sé que hablas por hablar, Manolo. Tú eres bueno. Eres el mejor amigo que he tenido.

El Pijoaparte le volvió la espalda.

– Por mi padre te lo digo, Bernardo: un día me cansaré y no me veréis más el pelo. Yo os di a ganar buenos dineros a todos los de la pandilla.

– Pero esto terminó, Manolo, y tú no quieres comprenderlo. El Cardenal está acabado, es un trompa y tiene miedo, es viejo ya. Todos se están apartando de él, y tú deberías hacer lo mismo.

– No es verdad. Y cállate. Vámonos de aquí.

Había empezado a caminar lentamente hacia los pinos, restregando contra su pecho las manos pringosas de jugo de naranja. “Hala, papá, vamos con las chavalas”, dijo. El Sans trotaba a su espalda como un potrillo de alta escuela, cabeceando, alzando las rodillas hasta el pecho, lo mismo que si pisara brasas.

Debían de ser las cinco de la tarde cuando oyeron el brusco frenazo de un coche y una voz de mujer profiriendo insultos. Las chicas apenas tuvieron tiempo de cubrirse. El Pijo-aparte fue el primero que se incorporó. Junto a las dos motocicletas recostadas sobre la valla caída, una mujer de unos cuarenta años despotricaba con los brazos en jarras. Llevaba unos pantalones blancos y unas gafas de sol, y tenía los ojos clavados en la valla rota. Manolo, con el torso desnudo y bañado en sudor, avanzó entre los pinos en dirección a la mujer mientras se abrochaba los pantalones. Tras él, a unos metros de distancia, iba el Sans. Las chicas se quedaron donde estaban, de pie, cubriéndose los pechos con las ropas. La mujer parecía empeñada en un intento demencial (apartar las motocicletas con el pie), cuando el Pijoaparte se fijó en el coche parado en el camino de la Villa, y por cuya puerta abierta salía en este momento una joven morena, vestida con una falda azul plisada y una severa blusa de manga larga, morada. Llevaba en las manos un libro de misa y una mantilla. La mujer estaba furiosa:

– ¡Es el colmo! ¡Cada domingo la misma historia! ¿No han visto la valla? ¡Salgan inmediatamente del pinar…! ¡Marranos! -añadió al ver a las chicas medio desnudas-. ¡Acabaré por llamar a la guardia civil…!

– Oiga usted, señora -dijo lentamente el murciano, plantándose ante ella mientras acababa de abrocharse los tejanos. Descansó todo el peso del cuerpo en una pierna, en su indolente postura favorita. Por fin podría descargar toda la mala leche acumulada durante días y días. Llevaba el pelo largo y revuelto, y lo echó hacia atrás con la mano, sacudiendo gloriosamente la cabeza-. ¿Qué pasa? La valla ya estaba rota cuando nosotros hemos llegado, de modo que no chille tanto.

– ¡Sois unos gamberros! ¿Qué cuesta respetar las cosas? Se instalan donde quieren, comen como cerdos, lo ensucian todo y rompen la valla y encima hacen sus marranadas con estas chicas…! ¿Cómo te atreves a presentarte así, desvergonzado?

– Sin faltar, doña, que mire que le parto la jeta.

Dio un paso al frente. Las cosas le iban tan mal últimamente, que estaba deseando escarmentar a alguien. Pero de pronto se detuvo como paralizado por un rayo. Su rostro palideció y su mirada quedó fija unos metros más allá de la mujer: la joven, que permanecía inmóvil junto a la puerta abierta del coche, le estaba mirando directamente a los ojos.

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