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Aquella tarde se acercó por la torre de los Serrat en la Vía Augusta. Todas las ventanas estaban cerradas. En el jardín, encorvado sobre un rastrillo, un viejo de calva sonrosada y bruñida, sin un pelo, le miró torciendo el cuello. Manolo saludó desde la verja y preguntó si había alguien en casa. El viejo dijo que no y luego le preguntó qué deseaba. El muchacho respondió que traía un recado para la señorita Teresa. El viejo le informó que los señores Serrat y su hija se habían ido a Blanes ayer por la mañana, y que no regresarían hasta finales de mes.

Por la noche, no sabiendo qué hacer, llamó de nuevo a Mari Carmen Bori y le dijo que necesitaba hablarle urgentemente. Ella se disculpó, cenaban fuera de casa, por fin había convencido a Alberto de que les salía más económico comer algo por ahí y… Manolo, interrumpiéndola, sugirió que podían verse después de cenar, en algún bar. “Aguarda un momento”, dijo con desgana Mari Carmen, y se la oyó hablar con Alberto. Hubo un silencio. Finalmente ella dijo que bueno y escogió el sitio y la hora: a las once en una cafetería frente a la Catedral. Cuando a esta hora él bajaba por Vía Layetana, rumiando qué clase de ayuda podían ofrecerle los Bori (seguramente sólo obtendría el número de teléfono de la villa, y eso aún se vería) su mirada quedó repentinamente prendida en una llama amarilla y roja (las puntas del pañuelo y el pelo de Teresa) y en el coche que doblaba velozmente la próxima esquina, una rápida visión blanca de la cola del Floride lleno de reflejos. Tal vez la muchacha había conseguido que la dejaran volver a Barcelona y en este momento le estaba buscando. Echó a correr, pero al doblar la esquina el coche había desaparecido. Habría jurado que era Teresa. Olvidó a los Bori en el acto y se lanzó a una búsqueda frenética por todos los bares de los barrios bajos donde habían estado juntos alguna vez. Supuso que a ella se le ocurriría lo mismo. Anduvo durante más de una hora y media, preguntó en el Saint-Germain (la voz cavernosa y entrañable quiso retenerle presentándole a una nueva camarera, una muchacha de rostro anguloso y férvido que aseguraba conocerle desde hacía años), en el Pastis, en el Cádiz, en Jamboree. La buscó en las cervecerías de la Plaza Real y en las Ramblas, ya sin esperanza de encontrarla. De pronto se acordó del Tibet y cogió un taxi. Naturalmente: si estaba en Barcelona ¿dónde podía esperarle sino en el Tibet, cerca del Carmelo? El taxista, un enano pelirrojo con acento valenciano que estiraba el cuello por encima del volante y le hablaba de como el invierno se nos ha echado encima, hay que ver, dentro de nada otro año que se fue y que ya nunca volverá, conducía con una lentitud exasperante, sin duda pensando en su prole (dos lunas con trenzas, dos cursillonas caras sonrientes, dos niñas que juntaban la mejilla y le observaban desde una horrenda foto de estudio pegada al cuadro de mandos con un mensaje filial escrito al pie: “NO CORRAS, PAPÁ”) pero Manolo, al darse cuenta, exclamó: “Olvida a tus nenas y arrea, papá, que se hace tarde”. El taxista rezongó con voz atiplada: “¿Pasa algo, joven? No tengo prisa por ir al cementerio”. Manolo se abalanzó a bramarle al oído: “¡Ni yo tengo esas monadas esperándome en casa, así que dale a esa mierda de coche y cállate!”. El taxista le miró por el espejo retrovisor, comprobó que el pasajero no bromeaba y aceleró.

Teresa tampoco estaba en el Tibet. Era ya más de la una. Cansado y maldiciendo su suerte, llamó a los Bori. Alguien descolgó después de hacerlo esperar un buen rato, era Alberto, ya estaban acostados. Él se disculpó por no haber acudido a la cita, le había parecido ver a Teresa cerca de… Alberto Bori le interrumpió para decirle un tanto secamente que llamara mañana, por favor. No, joder, no habían visto a Teresa ni sabían nada de ella.

Último intento: el pequeño bar de Vía Augusta que habían frecuentado la semana pasada. Estaba desierto, pero nada más entrar y ver como le miraba el camarero (un muchacho de Almería, con el que Teresa había simpatizado mucho) una familiar oleada azul le envolvió la cabeza: la señorita había dejado una nota para él ayer por la mañana, antes de emprender el viaje: “Parecía tener mucha prisa”, añadió el chico. Era una tarjeta dentro de un sobre sin cerrar y decía así: “Salgo hacia la villa con mamá dentro de unos minutos. En cuanto pueda te escribiré explicándote lo que pasa. No hagas nada sin antes haber recibido noticias mías. Te quiero. Teresa”.

Al día siguiente (sol y viento, grandes nubes viajeras hacia el sur) decidió hacerse con una motocicleta para ir a la villa y encontrar allí el modo, con un poco de suerte, de ver a Teresa. Por supuesto, no quería resignarse a esperar sus noticias, no debía, no podía. Necesitaba verla. Además, qué locura los relojes, cómo pasan las horas, los días, qué soledad amenazante en esta ciudad que volvía a llenarse rápidamente de catalanes activos y bronceados y peligrosos como automóviles mientras se vaciaba día a día de bellos, risueños y floridos turistas. No, imposible esperar, y atiende a la advertencia (“¡Eh, usted, ¿no mira por dónde anda?!”) del urbano o acabarás bajo las ruedas de un coche, espabila, Manolo, espabila… A las seis de la tarde y después de mucho buscar tuvo que conformarse con una Vespa que vio frente a una torre de aspecto señorial, en el Paseo Maragall, y se libró por pelos de ir a parar a la Comisaría de Horta porque la moto no llevaba candado y él acertó a ponerla en marcha al primer golpe de pedal (o tal vez porque el otro llevaba faldas; le vio correr hacia él por la acera con la sotana por encima de las rodillas y agitando los brazos, marchito y flaco como un esqueleto y con gafas de montura dorada, gritando: “¡Eh, chico, es mi moto, es mi moto!”, y corría bien, pero le perdió la sotana). Naturalmente, Manolo no lo sabía; habría esperado otra oportunidad. De cualquier forma, diez minutos más tarde también tuvo que abandonar la Vespa por rotura del cable del gas. Estaba ya en Badalona. El nerviosismo, la impaciencia y la mala suerte le impidieron encontrar otra motocicleta disponible hasta cerca de las once de la noche (esta vez frente a una fábrica de productos químicos, en un miserable callejón, imposible que de allí saliera otro cura). Era una vieja y descalabrada Rieju, un camello asmático que no podía con su alma, con las entrañas llenas de moho y grasas malignas. Con semejante calamidad entre las piernas (probablemente una de las últimas que todavía circulaban) se lanzó por la carretera de la Costa a todo gas. A estas horas el tránsito era escaso, pero, pese a sus buenos deseos, invirtió en el trayecto más de una hora; la ancestral Rieju no daba más de sí. Pasado ya Blanes, cuando se deslizaba por el camino de la villa con el motor en ralentí y oía el rumor del mar, comprendió que había llegado demasiado tarde.

La Villa estaba silenciosa, ninguna luz en las ventanas ni en la terraza. La noche era más oscura que otras muchas que él guardaba amorosamente en la memoria y la gran mansión tenía un aspecto más imponente, una estructura más confusa y más austera que la que él recordaba, próxima y a la vez distante en medio de la oscuridad. Escondió a la abuela Rieju entre los pinos. Todo dormía en los alrededores, mecido por el chirrido de los grillos y por el vaivén de las olas, arropado en aquella belleza irreal que encerraba la profundidad del bosque, donde flotaba una blanca neblina procedente del mar. Manolo rodeó la villa por la parte trasera, caminando bajo los grandes eucaliptos del jardín, y se detuvo en la pared donde la hiedra trepaba hasta la terraza. Apenas visible bajo las brillantes hojas, un canalón de uralita subía también hasta lo alto. Según le parecía recordar de alguna conversación con Maruja, la habitación de Teresa comunicaba con esta terraza y era contigua al dormitorio de los niños, el cual daba justamente encima del cuarto de Maruja. Pero no había más que una ventana en este muro, la que él había saltado tantas veces. Manolo la miró: su fisonomía había cambiado, estaba medio oculta por la hiedra, con los batientes cerrados y fingiendo un hermético aire de defensa. Apartó la vista de ella con cierta precipitación, cogió un guijarro y lo tiró a la terraza. Repitió la operación variz3 veces, sin resultado. ¿Y si la habitación de Teresa no diera a esta terraza? Lástima haber llegado tan tarde, tenía la esperanza de encontrar a Teresa levantada, en el jardín, por ejemplo… Retrocedió unos pasos, pensativo, y se sentó en el suelo recostando la espalda en el tronco de un pino. Clavó los dedos en la tierra húmeda, sin saber qué hacer, vagamente estremecido por una boca anhelante que le atraía desde las sombras empapadas de la hiedra: la ventana de Maruja, y en ella unos brazos desnudos abriéndose, unas pupilas febriles alimentando su esfuerzo, su ritmo…

Maruja es esta mujer de la cual uno no recuerda que sus pechos fueron hermosos: recuerda un gesto de sus pechos, el diseño ligeramente amargo y duro de su boca, su espalda morena regresando tímidamente a las zonas de penumbra; uno puede a veces evocar un gusto a eucalipto o a menta que dormía en su saliva, y el ronroneo de su garganta mientras besaba, y también un frío antiguo al verla encoger sus débiles hombros frente al espejo, o su paso lánguido cruzando la habitación, desnuda y púdica. Podía verla otra vez subiendo al Carmelo en una ventosa tarde de invierno, con su abrigo a cuadros estrecho y pasado de moda y una banda de terciopelo rojo en el pelo, pero sobre todo, entre esas imágenes persistía el parpadeo temeroso de sus ojos en medio de un remolino de polvo en la calle Gran Vista, rodeada de niños armados con piedras y abundantes tapabocas que sólo dejaban ver sus ojitos curiosos, y persistía la trémula dulzura de su mano en el pecho, ciñendo las solapas del abrigo, la sumisión de sus piernas fervorosamente juntas y su manera comprensiva y hasta risueña de ladear la cabeza cuando le esperaba en el bar Delicias, de pie, inmóvil, sin avergonzarse de su condición de criada emputecida…

De pronto, Manolo se incorporó de un salto (“esto me pasa por pararme ante esa ventana, como si la pobrecilla aún me esperara dentro”) al presentir oscuramente que, sin darse cuenta, alimentándose lo mismo que aquellos malditos gusanos que ya debían anidar en el cuerpo de la muchacha (no quería pensarlo) en su interior él había empezado también a cobijar muchas partículas de aquella inquietante feminidad de Maruja, y que acaso este recuerdo iría también alimentándose de él, devorándole silenciosamente… Empezaba a sospechar que había cometido una tontería al venir, que lo mejor habría sido esperar noticias de Teresa. Descorazonado, entristecido, dirigió sus pasos hacia la extensa y desierta playa, iluminada apenas por la agonía azul de las estrellas. Hacía frío, las olas rompían con impactos sordos a lo largo de la orilla, derramaban su espuma blanca y luego se deslizaban más allá, alejándose con un eco cada vez más tenue. Esta brisa, estas playas eran familiares a su piel; sin embargo, resultaba sorprendente que sólo hubiesen transcurrido dos meses desde que empezó a salir con Teresa, pues él habría jurado que hacía años, como si realmente la universitaria le hubiera dedicado un tiempo infinitamente superior al que dedicó, por ejemplo, a Maruja. Tenía el poco tiempo dedicado a Teresa un espesor sentimental que no tenía el de Maruja, y quiso recordar los momentos en que la posesión de este tiempo sin orillas había sido más completa, más real. Y descubrió de pronto cuán ingenuo y crédulo era, cómo había hecho el primo, él, que se creía tan listo. ¡Pensar que Teresa podía haber sido suya hace tiempo! ¡Ah, qué ciego, qué imbécil he sido!, se dijo al recordar a la universitaria en sus brazos, en la playa, en las calles oscuras (¡Dios mío, su dulce mirada implorante aquella noche al salir del bar de Encarna, mientras se besaban apoyados en la pared!) 9 en las laderas del Parque del Guinardó (su voz de niña constipada llamándole desde la hierba) o la mañana inolvidable en el terrado de las hermanas Sisters, arrullándose y acariciándose bajo un sol mágico… Pero él siempre se había contenido, y pensándolo bien, tal continencia (que obedecía precisamente a un deseo más poderoso que el de la simple posesión física) quizá no se había revelado ineficaz del todo: a juzgar por los arrebatos de Teresa en los días que precedieron al entierro de la infortunada Maruja, la universitaria era ahora más suya que nunca. Pero ¿de qué había servido todo eso si no le daban tiempo a consolidar sus relaciones? Podía acabar siendo un sacrificio inútil y estúpido, de esos para tirarse de los pelos durante toda la vida, desprovisto del bobo heroísmo santurrón de la Mayoría de novios, por supuesto, pero digno de igual lástima. Bajo el peso de esta soledad de ahora, el murciano se sentía engañado, burlado, y, sobre todo, desconcertado ante cierto cambio que había empezado a operarse en él, y que ahora descubría,,estupefacto: no en todas las ocasiones propicias había respetado a Teresa para obtener un beneficio, hubo también otra cosa, una voluntad ajena que se había introducido en él, un turbio sentimiento hecho de dignidad y de credulidad que le habían contagiado, que se le había ido pegando poco a poco. Él nunca fue eso que llaman un buen chico (ni probablemente tendría ocasión de serlo nunca, pensaba, a menos que se casara con Teresa); entonces ¿por qué diablos se había comportado como tal en no pocas ocasiones, en nombre de qué y por qué, vamos a ver, se había dejado llevar a una situación de respetabilidad, de dignidad, y que no tenía salida? ¿Por qué se había adscrito tan rápida e ingenuamente a las sagradas leyes de la compostura, en virtud de qué preceptos morales, convenio o trato, reglas de la prudencia, decoro o normas sociales se había convertido en menos de tres meses en un hipócrita frente a Teresa? ¿En razón de qué intereses podía haber sido tan desconsiderado con una muchacha enamorada, generosa, necesitada de ternura, de caricias…? Al revivir ahora los besos de Teresa, al mismo tiempo que se maldecía y se despreciaba, sintió crecer dentro de sí un grande, inmenso amor por la muchacha y su maltratada vocación fornicadora. Recordó con verdadera ternura de viudo la noche en que murió Maruja, cuando él y Teresa estaban pegados al teléfono y envueltos en aquella ardiente nube: allí sí, convertido ya en llama viva, allí decidió hacer suya a Teresa. Pero ay, esa noche llegaba tarde: demasiadas horas perdidas, persiguiendo la blanca gacela de la dignidad… Con todo, aún estaba a tiempo de rectificar, de volver a ser el resuelto hijoputa que siempre fue y que nunca debió dejar de ser, qué imprudencia, te ablandas y te joden vivo, así que paciencia y barajar, decidió ahora, pateando furiosamente unas algas podridas de la playa.

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