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– Bueno, basta. A lo nuestro. A ti, Teresa, te consta que debe haber alguien que puede ocuparse de esto. Veamos ¿Quién? -Quería decir… -empezó ella- que supongo…

– Tere, por favor -cortó Luis ásperamente-. Procura ser concreta o cállate.

Probablemente se le había ocurrido ya antes, pero fue en este momento cuando se decidió a ponerlo en práctica. Le iba a parecer que todo se desarrollaba muy lentamente, pero en realidad fue muy rápido, quizá demasiado: se dirigió hacia ellos desde el mostrador con el largo vaso en la mano (Teresa fue la primera en verle) se paró junto a la mesa y se inclinó a recoger un paquete de cigarrillos caído bajo la silla de Luis:

“No tenéis ningún cuidado”, murmuró al inclinarse (pudo ver, durante un segundo, las deliciosas piernas tostadas de Teresa (valían la pena, realmente), y después de arrojar el paquete sobre la mesa se quedó allí de pie, inmóvil, sosteniendo en la mano el largo, sorprendente vaso color violeta lleno de cocacola, se frotó el cuello ladeando la cabeza con aire pensativo (Teresa adoraba ese gesto) y dijo con una voz natural, más bien cansada:

– Dame eso. Yo me encargo.

Al mismo tiempo, el folleto desapareció de las manos de Luis (los oscuros y rápidos dedos del murciano, en su trayectoria hacia abajo, se detuvieron un instante ante las narices del líder) y fue a parar a las suyas. “No juguemos, no juguemos”, dijo Luis meneando la cabeza, y alzó la mano, abierta, como esperando que le fuese restituido el papel por arte de magia. Pero Manolo no le miraba; estaba en el mismo sitio, de pie, manejaba el delicado y fino vaso con la dignidad de un celebrante y leía el folleto (en realidad sólo se fijó en las letras grandes que encabezaban el texto: ¡ Barcelonés!). Bebió un trago del vaso, dobló el papel y se lo guardó en el bolsillo.

– ¿Para cuándo dices? -preguntó.

– Lo más pronto posible -tartajeó Luis-. Pero seguro que tú…

– No se hable más -cortó Manolo. Miró a Teresa-. ¿Te vienes? Mañana tengo que madrugar.

– Un segundo -pidió Luis-. Quisiera saber adónde irá a parar esto.

– El murciano no titubeó:

– ¿Conoces a Bernardo?

– No…

– ¡Pues entonces! Vámonos, Teresa.

Teresa se levantó. “Nos vamos todos”, dijo alguien. Convencidos de su propia importancia (y en consecuencia desprovistos de humor, incapaces de ironía) estaban como agarrotados ante la posible importancia de otro. Sin embargo, Luis Trías se sentía obligado a insistir un poco más y se acercó a Manolo: “¿No quieres saber (y le miró a los labios) qué cantidad se necesita?” “Dejemos ahora los detalles, Teresa me lo explicará todo mañana. Vendrá conmigo. Lo más importante ya está solucionado, no te preocupes”.

Al salir del bar fue cuando ocurrió lo que él había temido en un principio, si bien ahora ya no le importaba. Las causas que iban a provocar el lamentable incidente nunca llegarían a conocerse con exactitud, pero las que Ricardo Borrell deduciría más tarde obtendrían la aprobación general: según él, al salir del bar, Luis Trías le había preguntado al murciano si ya se acostaba con Teresa, y el pobre chico (pobre chico: obsérvese la repentina falta de objetividad de Borrell) interpretando aquello como una ofensa a Teresa (“no olvidemos que los obreros son muy sanos en este sentido, quiero decir que todavía tienen ese ridículo sentido del honor, de todo hacen una cuestión personal”, aclaró Borrell) se sintió obligado a sacudirle una bofetada ‘a Luis Trías. “Este chico es un subjetivo rabioso”, concluyó Ricardo.

Pero volvamos a los hechos. Al salir del bar nada hacía sospechar lo que iba a ocurrir. “¿De verdad podrás arreglártelas tú solo, conoces a alguien…?”, aún había dicho Luis cuando ya se despedían de Encarna. A todos les pareció que la pregunta era realmente superflua. Luis y Manolo habían quedado un poco rezagados porque los dos insistieron en pagar (aquí el Pijoaparte resultó ampliamente vencido) pero tuvieron tiempo de oír las últimas palabras de Luis, por una vez cargadas de una ironía que nadie (excepto el murciano) supo captar:

– Perdona -dijo sonriendo (y miró sus labios otra vez)-pero es que aún no te veo muy definido… ¿Quién es Bernardo?

No supieron si Manolo le había contestado, no oyeron más porque ya estaba en la calle. Luego, al llegar a la segunda esquina, en Escudillers, también se retrasó Ricardo, que abandonó por un rato el calor del ala de María Eulalia para orinar en un portal oscuro. Delante iban Teresa, Jaime, Leonor y María Eulalia. Ricardito tardaba en volver junto a ellos, y María Eulalia dijo de pronto, en un tono de íntima desolación: “Qué pipí más largo”. Pero él ya volvía, y ella respiró aliviada y se iba a colgar de su brazo cuando, repentinamente, Ricardo dio una brusca media vuelta y echó a correr de nuevo en dirección al bar. No llegó a tiempo: Luis y Manolo estaban en la esquina, de pie, frente por frente.

– No estás definido -le decía Luis a Manolo. Esto le valió tener que encajar la terrible perplejidad pijoapartesca: fue mirado como un jeroglífico chino:

– ¿Qué quieres decir, chaval?

Ricardo ya estaba a punto de doblar la esquina, los demás iban tras él, oyeron un inquietante restregar de suelas sobre el empedrado, Ricardo decía: “Venga, no seáis animales, dejadlo ya”, pero antes de llegar vieron el fardo salir de repente disparado de espaldas hacia ellos, y cayó a sus pies. Era Luis Trías y parecía, simplemente, como si andando hubiese tropezado. “¿Qué pasa?”, preguntó Jaime Sangenís. Luis se frotaba el mentón, no quiso que nadie le ayudara a levantarse.

Su cabeza estaba definitivamente ladeada. Manolo salió de lo oscuro, sin mirar a nadie.

– ¿Vienes o no? -dijo sin pararse. Indudablemente se refería a Teresa, y todos la miraron. El murciano siguió caminando hacia la calle Escudillers. Ellos estuvieron un rato sin saber qué hacer. Cuando se bebe más de la cuenta (no recordaban que Manolo apenas había bebido) ocurren estas cosas, ya se sabe. Lo que desde luego no sabían es que aquella bofetada del murciano significaba el principio de toda una serie de impresionantes bofetadas en cadena que el prestigioso líder, como si repentinamente hubiese caído en desgracia, iba a recibir desde aquel día sin razón aparente y casi sin saber de dónde procedían. La desgracia se cierne a veces sobre uno sin que al parecer exista una causa concreta.

Manolo se alejaba por la calle con las manos en los bolsillos, cabizbajo. Los pasos que esperaba oír sonaron al fin tras él. Aflojó la marcha. Ella, al llegar, se colgó de su brazo.

– ¿Conmigo también estás enfadado? -preguntó.

– No estoy enfadado con nadie. Pero vámonos de aquí. Estas juergas siempre acaban mal.

– Pero ¿qué es lo qué ha pasado? ¿Acaso Luis te ha contado algo de mí…?

Por primera vez, él estuvo tentado.de decirle la verdad. Pero lo que dijo fue: “Son cosas nuestras”.

Teresa se tambaleó un poco.

– Yo también estoy bastante borracha, ¿sabes? -dijo cerrando los ojos-. Pero te llevo a casa, a tu querido, maravilloso Monte Carmelo. Dime, ¿quién es Bernardo?

Él guardó silencio. Pero tuvo que pararse, porque de pronto Teresa se le quedó quieta, como dormida en los brazos. La rubia cabeza, despeinada, se apoyó en su pecho. Estaban bajo la luz de un farol. Manolo apartó con la mano los sedosos cabellos y acarició el rostro de Teresa, que emitió un zureo de paloma. Mirando este rostro ahora desmayado, exhausto, de niña vencida por el sueño y quién sabe qué emociones, el murciano sonrió bajo la amarilla luz del farol, sonrió tristemente, con un repentino sabor de ceniza en la boca.

Rozó suavemente sus labios entreabiertos mientras caminaban lentamente por un callejón lateral en dirección a los muelles (quería que la muchacha se despejara un poco antes de coger el volante) pero ella, restregándose como un gatito, le colgó los brazos al cuello y le obligó de nuevo a pararse. Le besó y le dijo: “Soy feliz”. Ahora estaban en lo más oscuro. Se oían palmas y un rasgueo de guitarra en alguna parte. Manolo pensaba que sólo iba a ser un rápido besuqueo, porque ella apenas se tenía en pie, pero aquella bruma rosada y blanca (fresa y nata) de su boca abierta resultó inesperadamente cálida, una dulce esponja húmeda que se adhería y cedía, y él, atrayendo a la muchacha hacia sí, le devolvió ávidamente los besos. Teresa, con un brillo azulino y lúcido en los ojos, fue retrocediendo despacio hasta apoyar la espalda contra la pared, donde las manos de él quedaron momentáneamente aprisionadas, verificando un delirio con los dedos: bastaba deslizarlos arriba y abajo y comprobar la ausencia de la cinta para imaginar una vez más la vibrante desnudez, la trémula libertad de los pequeños pechos bajo la blusa. Ahora lo atrajo ella, adelantando las pueriles caderas de colegiala con un gesto alegre y deliciosamente obsceno. Dejó que las manos de él acariciaran sus muslos, subiendo, y de pronto sus sentidos se llenaron a rebosar de una miel deslumbrante. “No, aquí no…” murmuró al sentir la boca quemante en sus hombros, en su cuello. Y echaba la cabeza hacia atrás, con una nerviosa sacudida, y volvía a él desde lo oscuro, ofreciéndole los labios temblorosos con una aspiración sibilante, mientras con los ojos parecía implorarle (acababa de decidirlo) que la llevara a algún sitio, ser amada y suya hasta la muerte…

Baja, charnego, aquí conviene detenerse, se dijo él. Le dolió mucho su dulce mirada de sumisión y desencanto, pero rodeó fuertemente sus hombros con el brazo y la llevó al coche. Allí, acurrucada junto a su pecho, ella fue sofocando los ardo- res y sonreía feliz, todavía algo mareada. Soplaba una brisa demasiado fría. Él acarició las mechas rubias de su pelo, postergó aquella constante y encendida prefiguración del mañana- y de repente volvió a entristecerse, sin saber exactamente por qué.

Años después, al evocar aquel fugaz verano

El destello de alguna atroz realidad saltando, como suele saltar, del mismo corazón de la primavera. Porque la juventud…

Virginia Woolf

Años después, al evocar aquel fugaz verano , los dos tendrían presente no sólo la sugestión general de la luz sobre cada acontecimiento (con su variedad dorada de reflejos y falsas promesas, con sus muchos espejismos de un futuro redimido) sino también el hecho de que en el centro de la atracción del uno por el otro, incluso en la médula misma de los besos a pleno sol, había claroscuros donde anidaba ya el frío del invierno, la muerte de un símbolo.

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