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Aclarada momentáneamente la cuestión (conocía a la hija de los Serrat, aquella liosa y descarada, y sabía que era muy capaz de presentarse con un gitano) la señora se despidió con una sonrisa aburrida y se encaminó hacia la casa. La fiesta terminaba. Ellos, indecisos, se alejaron lentamente hacia la pista de baile. Se oyó al hijo de la casa decir a sus amigos, en un triste tono de represalia:

– Cuando llegue esa estúpida, avisadme.

Maruja esperaba en el mismo sitio, inmóvil, pensativa, un tanto desconcertada: parecía una de esas infelices criaturas que en un momento determinado de sus vidas decidieron ser chicas formales, pero que ya en el presente, por razones que ellas no llegan a comprender del todo, el ser chicas formales empieza a no compensarlas en absoluto. Había en su rostro, en su sonrisa quizá, esa obstinación tristemente conmovedora y perfectamente inútil de los que aconsejan a ricos y pobres que se amen. Abandonándose temblorosa a los brazos del murciano, la chica transpiraba una especie de fatiga moral largo tiempo soportada, y que ahora la enardecía y la traicionaba: de aquella pretendida formalidad ya no quedaba más que la natural timidez y un dichoso aire de desamparo que el murciano no habría sabido determinar, pero que le resultaba decididamente familiar y le inquietaba, como si en él presintiera un peligro conocido.

Bailaron y se besaron en lo más húmedo y sombrío del jardín, inquietando a los pájaros, bajo un cielo rojizo que parecía palpitar entre las ramas de las acacias. El joven del Sur dejó de fingir, de repente las palabras de amor brotaban ardientes de sus labios, traspasadas, devoradas por la fiebre de la sinceridad: aún en las circunstancias en que por su temperamento intrigante se colocaba en el más alto grado de imprudencia, y por muy lejos que le llevaran su capacidad de mentira y su listeza, algo había en él que le confería cierta curiosa concepción de sí mismo, su propio rango y su estatura espiritual, _algo que le obligaba, en determinados momentos, a jugar limpio. Y aún sin quererlo, su boca había de acabar uniéndose a la de la muchacha con verdadera conciencia de realizar parte de un rito amoroso que requiere fe y cierta voluntad de entrega, cierto candor todavía nutrido en los sueños heroicos de la mocedad, y cuya supervivencia está más allá del pasatiempo y exige más dedicación, más fantasía y más valor del que desde luego hacían gala los demás jóvenes en esta verbena.

La música había cesado. Quedó con la muchacha para el día siguiente, a las seis de la tarde, en un bar de la calle Mandri. Luego se ofreció gentilmente a acompañarla, pero ella dijo que tenía que esperar a su amiga Teresa, que había prometido llevarla a casa en coche. No insistió, prefiriendo dejar las cosas como estaban.

Allí, bajo las acacias suavemente teñidas de rosa, con la brisa de la madrugada despertando nuevas fragancias en el jardín, el joven del Sur abrazó y besó a la muchacha por última vez, furiosamente, como si se fuera a la guerra. “Hasta mañana, amor…”. “Hasta siempre, Ricardo…”

Al cruzar frente a la señora de la casa, Ricardo de Salvarrosa se despidió con una discreta y gentil inclinación de cabeza.

El Monte Carmelo es una colina desnuda

Para venir a poseerlo todo,

no quieras poseer algo en nada:

Para venir a serlo todo,

no quieras ser algo en nada.

San Juan de la Cruz

El Monte Carmelo es una colina desnuda y árida situada al noroeste de la ciudad. Manejados los invisibles hilos por expertas manos de niño, a menudo se ven cometas de brillantes colores en el azul del cielo, estremecidas por el viento, asomando por encima de la cumbre igual que escudos que anunciaran un sueño guerrero. En los grises años de la postguerra, cuando el estómago vacío y el piojo verde exigían cada día algún sueño que hiciera más soportable la realidad, el Monte Carmelo fue predilecto y fabuloso campo de aventuras de los desarrapados niños de los barrios de Casa Baró, del Guinardó y de La Salud. Subían a lo alto, donde silba el viento, a lanzar cometas de tosca fabricación casera, hechas con pasta de harina, cañas, trapos y papel de periódico: durante mucho tiempo temblaron, coletearon furiosamente en el cielo de la ciudad, fotografías y noticias del avance alemán en los frentes de Europa, reinaba la muerte y la desolación, el racionamiento semanal de los españoles, la miseria y el hambre. Hoy, en el verano de 1956, las cometas del Carmelo no llevan noticias ni fotos, ni están hechas con periódicos, sino con fino papel de seda comprado en alguna tienda, y sus colores son chillones, escandalosos. Pero a pesar de esa mejora en su aspecto, muchas siguen siendo de fabricación casera, su armazón es tosca y pesada, y se elevan con dificultad: siguen siendo el estandarte guerrero del barrio.

La colina se levanta junto al Parque Güell, cuyas verdes frondosidades y fantasías arquitectónicas de cuento de hadas mira con escepticismo por encima del hombro, y forma cadena con el Turó de la Rubira, habitado en sus laderas, y con la Montaña Pelada. Hace ya más de medio siglo que dejó de ser un islote solitario en las afueras. Antes de la guerra, este barrio y el Guinardó se componían de torres y casitas de planta baja: eran todavía lugar de retiro para algunos aventajados comerciantes de la clase media barcelonesa, falsos pavos reales de cuyo paso aún hoy se ven huellas en algún viejo chalet o ruinoso jardín. Pero se fueron. Quién sabe si al ver llegar a los refugiados de los años cuarenta, jadeando como náufragos, quemada la piel no sólo por el sol despiadado de una guerra perdida, sino también por toda una vida de fracasos, tuvieron al fin conciencia del naufragio nacional, de la isla inundada para siempre, del paraíso perdido que este Monte Carmelo iba a ser en los años inmediatos. Porque muy pronto la marea de la ciudad alcanzó también su falda Sur, rodeó lentamente sus laderas y prosiguió su marcha extendiéndose por el Norte y el Oeste, hacia el Valle de Hebrón y los Penitentes. En su falda escalonada como un anfiteatro crece la hierba de un verde amargo, salpicada aquí y allá por las alegres manchas amarillas de la ginesta. Una serpiente asfaltada, lívida a la cruda luz del amanecer, negra y caliente y olorosa al atardecer, roza la entrada lateral del Parque Güell viniendo desde la plaza Sanllehy y sube por la ladera oriental sobre una hondonada llena de viejos algarrobos y miserables huertas con barracas hasta alcanzar las primeras casas del barrio: allí su ancha cabeza abochornada silba y revienta y surgen calles sin asfaltar, torcidas, polvorientas, algunas todavía pretenden subir más en tanto que otras bajan, se disparan en todas direcciones, se precipitan hacia el llano por la falda Norte, en dirección a Horta y a Montbau. Además de los viejos chalets y de algún otro más reciente, construido en los años cuarenta, cuando los terrenos eran baratos, se ven casitas de ladrillo rojo levantadas por emigrantes, balcones de hierro despintado, herrumbrosas y minúsculas galerías interiores presididas por un ficticio ambiente floral, donde hay mujeres regando plantas que crecen en desfondados cajones de madera y muchachas que tienden la colada con una pinza y una canción entre los dientes. Al pie de la escalera de la ermita de los Carmelitas hay una fuente pública en medio de un charco en el que chapotean niños con los pies descalzos: rosa púrpura de mercromina en nerviosas espinillas soleadas, en rodillas mohinas, en rostros oliváceos de narices chatas, pómulos salientes y párpados de ternura asiática. Más arriba el polvo, el viento, la aridez.

El barrio está habitado por gentes de trato fácil, una ensalada picante de varias regiones del país, especialmente del Sur. A veces puede verse sentado en la escalera de la ermita, o paseando por el descampado su nostalgia rural, con las manos en la espalda, a un viejo con americana de patén gris, camisa de rayadillo con tirilla abrochada bajo la nuez y sombrero negro de ala ancha. Hay dos etapas en la vida de este hombre: aquella en que antes de salir al campo necesitaba pensar, y ésta de ahora, en que sale al campo para no pensar. Y son los mismos pensamientos, la misma impaciencia de entonces la que invade hoy los gestos y las miradas de los jóvenes del Carmelo al contemplar la ciudad desde lo alto, y en consecuencia los mismos sueños, no nacidos aquí, sino que ya viajaron con ellos, o en la entraña de sus padres emigrantes. Impaciencias y sueños que todas las madrugadas se deslizan de nuevo ladera abajo, rodando por encima de las azoteas de la ciudad que se despereza, hacia las luces y los edificios que emergen entre nieblas. Indolentes ojos negros todavía no vencidos, con los párpados entornados, recelosos, consideran con desconfianza el inmenso lecho de brumas azulinas y las luces que diariamente prometen, vistas desde arriba, una acogida vagamente nupcial, una sensación realmente física de unión con la esperanza. En las luminosas mañanas del verano, cuando las pandillas de niños se descuelgan en racimos por las laderas y levantan el polvo con sus pies, el Monte Carmelo es como una pantalla de luz. Pero esa atmósfera de conciliación plenaria, de indulgencia general aquí y ahora, que en domingo permea la ciudad igual que un olor a rosas pasadas, al Carmelo apenas llega. No es sólo una cuestión de altitud: se diría que aquí todavía reina cierta sonrisa de Baal, el dios pagano que Jezabel adoraba y que fue expulsado de la verdadera montaña de Palestina, una sonrisa poderosa como un músculo, hecha de astucia y de ironía vagamente impúdicas, frente a la blanca sonrisa chapucera del domingo que invade la colina con la pretensión de poner a sus habitantes en Dios sabe qué miserable armonía con la resignación y la Naturaleza. Porque no es tiempo todavía: han sido vistos ciertos perros y ciertos hombres cruzando el Carmelo como náufragos en una isla, y a veces las calles se estremecen con un viento sin dirección, enloquecido, ráfagas de ira e indignación llevándose voces innobles de locutores de radio, abominables canciones, llanto de niños, papeles de periódico, rastrojos quemados, olor a hierba húmeda, a excrementos de gato, a cemento, a heno y a resina; vuelan experimentadas moscas, rueda por el suelo una caja de cartón con letras impresas en un idioma pronto familiar (Dry milk-Donated by the people of the United States of America) y tropieza en los pies de un joven inmóvil, de rostro moreno y cabellos color de ala de cuervo, que contempla la ciudad desde el borde de la carretera como si mirara una charca enfangada.

Es el Pijoaparte. Ha mandado a un chiquillo a por un paquete de “Chester” en el bar Delicias. Mientras espera se arregla el nudo de la corbata y los blancos puños de la camisa. Viste el mismo traje que la víspera, zapatos de verano, calados, y corbata y pañuelo del mismo color, azul pálido. Unas risas ahogadas le llegan por la espalda: tras él, en la esquina de la calle Pasteur, un grupo de muchachos de su edad le observa hablando por lo bajo. Cuando él se vuelve y les mira, las cabezas giran todas hacia un lado como por efecto de un golpe de viento.

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