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Ciertamente, no todos estuvieron a la altura de las circunstancias. Por su escaso número inicial y su inveterada propensión al mito y al folklore, en la crónica futura sus nombres serán silenciados y al cabo olvidados (consignado quedará, sin embargo, y con nostalgia, que vivieron una primavera gloriosa y fecunda); no así en la presente historia, la cual, con todo el respeto (todavía hay heridas abiertas) se ve en el penoso deber de citarlos un momento en torno a Teresa Serrat para que ayuden a explicar mejor la naturaleza moral del conflicto que arrojó a la bella universitaria en brazos de un murciano. Y también para hacerles justicia, de paso: porque diez años después todavía estarían pagando las consecuencias, todavía arrastrarían trabajosamente, aburridamente cierto prestigio estéril conquistado durante aquellas gloriosas fechas, una gran lucidez sin objeto, un foco de luz extraviado en la noche triste de la abjuración y la indolencia, desintegrándose poco a poco en bares de moda con la otra integración a la vista (la europea, de cuyas bondades, si llegaban un día, ellos y sus distinguidas familias serían los primeros en beneficiarse), oxidándose como monedas falsas, babeando una inútil madurez política, penosamente empeñados en seguir representando su antiguo papel de militantes o conjurados más o menos distinguidos que hoy, injustamente, presuntas aberraciones dogmáticas han dejado en la cuneta. Empero también esto, lejos de perjudicarles, les favorece: así son mártires por partida doble, veteranos de dos frentes igualmente mitificados y decepcionantes. Pero la juventud muere cuando muere su voluntad de seducción, y cansado, aburrido de sí mismo, aquel esplendoroso fantasma del tormento se convertiría con el tiempo en el fantasma del ridículo personal, en un triste papagayo disecado, atiborrado de alcohol y de carmín de niñas bien, en los miserables restos de lo que un día fue espíritu inmarcesible de la contemporánea historia universitaria. Y la veleidad y variedad de voces en el coro, el orfeónico veredicto: alguien dijo que todo aquello no había sido más que un juego de niños con persecuciones, espías y pistolas de madera, una de las cuales disparó de pronto una bala de verdad; otros se expresarían en términos más altisonantes y hablarían de intento meritorio y digno de respeto; otros, en fin, dirían que los verdaderamente importantes no eran aquellos que más habían brillado, sino otros que estaban en la sombra y muy por encima de todos y que había que respetar. De cualquier modo, salvando el noble impulso que engendró los hechos, lo ocurrido, esa confusión entre apariencia y realidad, nada tiene de extraño. ¿Qué otra cosa puede esperarse de los universitarios españoles, si hasta los hombres que dicen servir a la verdadera causa cultural y democrática de este país son hombres que arrastran su adolescencia mítica hasta los cuarenta años?

Con el tiempo, unos quedarían como farsantes y otros como víctimas, la mayoría como imbéciles o como niños, alguno como sensato, ninguno como inteligente, todos como lo que eran: señoritos de mierda.

Frecuentaban el bar “Saint-Germain-des-Prés”, en el barrio chino. Aquella noche, después de cenar, con los ojos enternecidos aún por las bruscas roturas del sol entre nubes y la piel encendida de proximidades y roces pijoapartescos, Teresa Serrat conducía velozmente su automóvil hacia la plaza Sanllehy, donde tenía que recoger a Manolo. Hasta hoy había estado nutriéndose de ganas de presentarlo a sus amigos, y ahora de pronto la idea la inquietaba. No es que temiese alguno de aquellos coqueteos descarados de Leonor Fontalba, o alguna impertinencia de Luis Trías dictada por el resentimiento, sino el hecho mismo de introducir al chico en un clima intelectual, en aquellos centros nerviosos y teorizantes (de los cuales ella empezaba a estar francamente harta, se daba cuenta ahora que creía conocer bien a Manolo) que según el estado de depresión o de exaltación del grupo se traduciría en ganas de desconcertarle o de maravillarle. ¿Debería recordarles que el chico era un obrero: es decir, una persona que no está para alardes dialécticos, un hombre con otros problemas? Precisamente, cuando pensaba en eso se sentía tranquila y orgullosa: confiaba plenamente en el muchacho, en su natural poder de seducción, en su estilo, en su indiferencia mineral, un tanto cínica pero respetuosa, y sobre todo en cierto carácter moderno de sus actitudes, algo que no podían desvirtuar ni las mismas reminiscencias primitivas, de gitano solemne, que a menudo ella veía parpadear en torno a su orgullosa cabeza, como si la noche de sus cabellos hiciera guiños. Por cierto, la naturaleza estética de su modernismo era más bien europea, no hispánica; se lo diría a Leo Fontalba, que en la playa le había llamado xarnego. No era por supuesto como la de cierta alegre juventud (que no es joven ni alegre: es simplemente sevillana) que Luis Trías consideraba ideal para las tertulias en el barrio chino porque tenían una personalidad exclusivamente verbal, eran seres locuaces y divertidos pero sin cuerpo y por lo tanto inofensivos (eso decía Luis en medio de una extraña excitación, insistiendo en lo nefasto que para todos había sido el egipcio, aquella personalidad de piel oscura), sino que su imperio era forzosamente otro, ya me dirás si no, qué quieres, el imperio de los murcianos o es físico o no es nada, también eso se lo diría a Leo, porque en ese sentido, en el estético, el murciano puede ser más europeo que el catalán, y en fin que en todo caso sus actitudes hieráticas sólo eran ibéricas en la medida que él era orgulloso y estaba seguro de sí, y eso no era un defecto sino todo lo contrario… Desde atrás unas manos le taparon los ojos y se estremeció hasta la raíz de los cabellos.

– Manolo… Ay, qué haces. Qué puntual.

No era cierto. Llevaba esperándole más de media hora, sentada y con los brazos sobre el volante, divagando, sin enterarse del paso del tiempo. Una vez más, él cerró la puerta con seguridad y firmeza.

– Naturalmente, son muy listos -le explicó ella más tarde, mientras maniobraba estirando el cuello y moviendo perezosamente las manos en torno al volante, como en sueños. Bajaban ya por las Ramblas y Manolo miraba, por pura deformación profesional, las motocicletas aparcadas bajo los árboles-. Pero si te parece que están de guasa, o si se ponen pesados hablando de literatura o de nuestras cosas de la Universidad…

– Yo nunca hablo de política -previno él.

– …no tienes más que hacerme una señal y nos largamos. Les quiero mucho pero les tengo muy vistos. Y estas reuniones en el bar de Encarna me las sé de memoria.

Manolo, que por supuesto no conocía a los amigos de Teresa (aunque sí el bar, que había frecuentado tres años antes, con intenciones que sorprenderían no poco a Teresa, si las supiera) presintió que esta noche podía ocurrir algo decisivo, algo que si él acertaba coger por los cuernos acaso le permitiría apuntarse un buen tanto. Porque si bien era cierto que Teresa parecía creer en él, su posición no estaba consolidada ni mucho menos. Hasta ahora, a solas con la muchacha había podido ir trampeando el asunto, aquella extraña personalidad que le había designado tan guapamente (está un poco de moda eso, pensaba a veces, son los tiempos que corren); pero comprendía que las cosas debían naturalmente complicarse, que había llegado la hora de afrontar riesgos cuya naturaleza seguía siendo oscura, si bien ya no tanto como al principio. Nada más entrar en el bar notó en el rostro el soplo helado del peligro, la onda expansiva que procede a la explosión (en sus comienzos como descuidero de coches también la había experimentado), y mientras avanzaba hacia ellos se prometió no hablar más que lo estrictamente necesario: intuía que iba a ser objeto de un ataque, premeditado o no, e ignoraba de qué lado vendría.

La barra estaba bastante concurrida. Ellos habían ocupado dos mesas bajo el cuadro daliniano de la exuberante y rosada mujer envuelta en gasas. Además de Luis Trías, que iba ya por su cuarta ginebra, el grupo lo componían dos chicas y tres chicos, uno de los cuales se despedía envainando el sable: le había sacado un billete de quinientas a Luis Trías. “Mañana te lo devuelvo”, dijo. Se llamaba Guillermo Soto, era alto y desgarbado, acababa de regresar de Heidelberg, donde había estado estudiando, y no se había enterado ni le interesaban las actuales inquietudes universitarias de sus amigos (“ya pasé por este sarampión”), que por su parte le consideraban un decadente y un sablista profesional. Soto se lanzó durante un rato a una extraña y apasionante explicación a propósito de los funestos baños de sol que aceleraban las ansias matrimoniales de su prometida María José Roviralta, que estaba en la Costa con sus padres vigilando las obras de un hotel, y que para sacarla de allí necesitaba poner gasolina en el coche. Al irse estrechó las manos, sin pararse, de Teresa y Manolo, el billete de quinientas todavía en su mano izquierda (notó entonces la rápida, inconfundible mirada que el murciano dirigió al billete, y él a su vez le clavó sus ojos torvos y fatigados, siempre sin detenerse, y soltó su mano cuando iniciaba una simpática sonrisa no sólo de afecto sino también de complicidad, como si con ella quisiera decirle: “todavía quedan”) y desapareció por la puerta. “Eres tonto, Luis, al prestarle dinero”, se oyó decir a una de las chicas. María Eulalia Bertrán era alta y delgada, somnolienta, descotada, muy elegante, cubierta con toda clase de adornos, fetiches y extraños objetos: más que vestida iba amueblada. Escuchaba con cierta incalificable atención, como de ave de presa hipnotizada por su propia presa, lo que en aquel momento le estaba leyendo Ricardo Borrell, sentado junto a ella con un libro abierto sobre la mesa, un chico fino y pálido, dúctil, plástico, con una manejable cualidad de muñeca sobada que años después se remozaría escribiendo novelas objetivas. La otra muchacha era Leonor Fontalba, que él ya conocía de la playa; pequeña y graciosa, hacía guiños, hablaba a una velocidad endemoniada y sonreía por los hoyuelos de sus mejillas de celuloide de una manera equívoca, continuamente. El cuarto se llamaba Jaime Sangenís, estaba borracho, estudiaba arquitectura, usaba una barba negra de traidor de película y camisa caqui estilo mili. Todos estaban muy bronceados, veraneaban en distintos puntos neurálgicos de la Costa (límpidas aguas azules, conversación en francés, melodías epidérmicas: la conciencia duerme tranquila en sus vientres como una serpiente enroscada al sol) y en cierto modo sólo resultaban peligrosos en invierno, cuando el trato frecuente, las reuniones, la feroz locuacidad y su estado anímico habitual en colectividad -una sorda mezcla de júbilo intelectual y de renuncia vital- les empujaba a emitir toda suerte de juicios morales sobre sus amigos. En realidad, el murciano causó sensación. Teresa presentó al muchacho, que estrechó con fuerza las manos de todos, advirtiendo que el saludo de Luis, que fue el último, resultaba innecesariamente largo, cálido y afectuoso: acaso de ahí partiría el ataque.

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