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– Por cierto, ¿no eras tú el que se reía de Bernardo?

– Bernardo se casó.

– Tiene esa disculpa, por lo menos. Pero tú es que debes estar loco. ¿De qué piensas vivir? A tu pobre cuñada no le sobra el dinero. Y tu hermano ya empieza a estar de ti más que harto, como antes. ¿Esperas que te mantengan de balde? ¿O acaso piensas convertirte en un chorizo?

– De eso nada, tú -dijo el chico con dignidad.

– Entonces, ¿qué piensas hacer? -El Cardenal se llevó la copa a los labios y la vació de un trago. Sudaba copiosamente. Manolo se fijó en sus ojos llorosos y amodorrados-. Di, ¿qué piensas hacer?

– Aún no lo sé. Puede que… (¿era realmente la rodilla de la Jeringa la que se restregaba contra la suya por debajo de la mesa?). Puede que busque un empleo. Sí, un buen empleo. He hecho amistades, me estoy relacionando… Bueno, es pronto para decir nada, pero quiero estar preparado.

– Vaya, vaya.

– Te devolveré hasta el último céntimo, o mejor te traigo alguna moto en cuanto pueda y listo. Pero ahora necesito unas vacaciones, tantear el terreno, y algo para los primeros gastos. De eso quería hablarte, Cardenal, a ver qué te parece.

– No me parece nada, ratón. -Los más extraños calificativos salían de sus labios a medida que iba estando más borracho, pero su sobrina y el murciano ya estaban acostumbrados-. No te entiendo, eso es lo que pasa. Háblame de tu chavala…

– ¡No hay ninguna chavala! -cortó el Pijoaparte-. A mí no me hace cambiar ninguna golfa (a partir de este momento, y ya por todo el rato que seguiría allí sentado, la ceniza húmeda de los ojos de Hortensia se convirtió en una especie de succión, como de insecto voraz. Al mismo tiempo, la idea de que se estaba metiendo en un callejón sin salida crecía oscuramente en su interior). Te aseguro que esto es serio, Cardenal. Por favor, préstame aunque sean mil… Y no me hagas perder más tiempo.

– Quisiera saber -dijo el viejo- cómo te las arreglas para vivir sin trabajar. Seguramente apañas lo justo con un “tirón” de vez en cuando, poca cosa, vamos, para tabaco y cine y los helados de tu damisela. ¡La gran vida, coneja! Y naturalmente, de motos nada; las motos sólo para llevarla a la playa…

– Tiene coche, entérate -se le escapó (la mirada de Hortensia osciló un segundo, a su lado, para adquirir inmediatamente aquella inmovilidad, densa, y su extraña cualidad gris)-. Pero bueno, todo eso qué importa. Estoy sin una perra, por lo menos quinientas… Yo te he dado a ganar mucho, no puedes negarme este favor…

Desalentado, clavó los ojos en el fondo de la taza de café. Entonces notó que la Jeringa reclamaba su atención, golpeando su pierna con la rodilla. La miró: una leve sonrisa, una lenta caída de los párpados que tal vez quería decir algo. Pero ya estaba harto. Se levantó. El Cardenal murmuraba como para sí: “eso, un tirón de vez en cuando, a todos os ha gustado siempre. Salvajes”. Él sabía que el viejo siempre se había opuesto a la práctica del “tirón” (hacerse con el bolso de una mujer sin bajar de la motocicleta y escapar a todo gas) porque, según él, era muy peligroso. En realidad, y Manolo lo sabía, era porque no podía controlar el producto de tales robos ni le resultaba vendible. De todos modos, él no lo practicaba desde que conoció a Maruja.

De pronto el Cardenal se levantó y salió del comedor con paso rápido. Manolo le siguió. Envuelto en el batín y arrastrando las zapatillas, el viejo empezó a recorrer la planta baja, pasando luego a las habitaciones del primer piso. El murciano estaba acostumbrado a estos recorridos del viejo. Antes, por lo general, obedecían a unos repentinos y oscuros deseos de verificar el buen orden doméstico, eran como visitas de inspección (aprovechaba para poner en su sitio algunos objetos desplazados, para quitar el polvo, para comprobar una ausencia, etc.) pero ahora se hacían cada vez más rápidos y formularios, a un paso frenético, una zancada impresionante y majestuosa, hasta el punto que el muchacho casi se veía obligado a correr tras él si quería hacerse oír:

– ¿Me escuchas o no, Cardenal?

– No. Dime con quién sales y te diré quién eres -recitaba el gallego, avanzando veloz por los pasillos, dejando tras de sí el vuelo airoso de los faldones de su batín escarlata-. Pero ¿en qué mundo vives, mariposa? Nada como quedarse en casa, Manolo, yo sé muy bien que no se pierde nada con quedarse en casa.

– Sé cuidarme solo. Escúchame…

– Dime, dime.

– ¿Estás enfadado conmigo? Es que si lo estás, dilo. ¿De verdad no puedes prestarme ese dinero? ¿O no quieres?

El Cardenal nada dijo. Después de un rato dio por terminada la inspección, regresó al comedor, siempre seguido de Manolo, se sentó a la mesa y llenó otra vez su copa de coñac. Clavó sus ojos risueños en el chico, que también se había sentado, luego en su sobrina, y su mano, que buscaba algo a tientas sobre el mantel (el tapón de la botella) tropezó con un vaso de agua, que vertió. Manolo, levantándose: “me voy”, fue hacia la cristalera de la galería y miró al jardín. Decididamente, hoy no es mi día, se dijo. En aquel momento, Hortensia sacó el pañuelo y se sonó las narices ruidosamente. Su tío la miró con cierta dignidad ultrajada:

– No te suenes en la mesa, que es de mala educación.

Su mirada pretendía sin duda infundir respeto. Pero la chica, mirándole a su vez por encima del pañuelo con sus ojillos rencorosos, se sonó nuevamente, y todavía con más fuerza. El Cardenal, súbitamente, le golpeó las manos repetidas veces con la punta de los dedos, sin fuerza, como en una rabieta infantil, mordiéndose la lengua, hasta hacerle caer el pañuelo. Ella sonreía y seguía mirándole con su aire de insecto encogido. “Descarada”, dijo su tío. Estaba rojo de ira. Dotado de una urbanidad lunática de clase media, al Cardenal le salía a menudo el plumero en la mesa, sobre todo en la mesa, y con un decoro realmente de camarero (oficio que había desempeñado en su juventud) mostraba orgulloso un exagerado amor por las buenas maneras, que nunca había conocido bien pero que él resumía escuetamente en dos o tres principios elementales (lavarse las manos antes de las comidas, no cantar ni leer mientras se come, ponerse a la izquierda de las personas mayores) y que imponía a su sobrina severamente, pero sin éxito. Su obsesión era lo de sonarse en la mesa sin volver la cabeza. La muchacha recogió el pañuelo tranquilamente, se lo guardó en el escote y, tarareando entre dientes, se levantó para quitar la mesa. A partir de este momento, el Cardenal fue desmoronándose rápidamente. “Tan fina como era de niña”, murmuró.

– Bueno -dijo Manolo al pasar junto a él-. ¿Me haces este favor, sí o no?

– Primero reflexiona, hijo. Yo puedo resistir una temporada sin trabajar, pero tú no.

– No seas cascarrabias -dijo el chico palmeándole la espalda-. Tú no puedes hacerme eso.

– Es por tu bien -dijo el viejo dulcemente-. Y es que es una lástima…

– ¿Sabes qué te digo, Cardenal? Que eres un cabronazo de tomo y lomo.

La voz del viejo se hizo primero plañidera, luego susurrante:

Y es que es una lástima, cada año, cuando llega el verano, es una triste lástima, siempre haces lo mismo, te embarcas en alguna historia de faldas y durante un tiempo andas por ahí haciendo el primo con tus trajes nuevos, otras veces ha durado poco pero ahora lo veo muy negro, maldito desagradecido, que ya no eres un chiquillo, Manolo, que mira que soy viejo y conozco la vida, que te van a engañar, que se burlarán de ti, nunca has sido bastante mal bicho para defenderte… -y se apagó de pronto, como si le hubiesen taponado la boca. Manolo, presa de una extraña inquietud (pero más bien por Hortensia: ella se había quedado repentinamente inmóvil en la puerta del comedor, mirando a su tío, esperando algo) decidió largarse y probar otro día. Pero el Cardenal ya estaba iniciando uno de aquellos diálogos sordos que él tanto temía:

– ¿De veras no puedes quedarte un rato más?

– Ya volveré.

– Pues come algo, hijo, un día te caerás por ahí de debilidad.

– Si no es eso, Cardenal… Mira, me arreglaré con quinientas.

– ¿Por qué? ¿Tienes algo importante que hacer esta tarde?

– Con esto me arreglo, te digo, ¡puñeta!

– Qué delgadísimo estás…

Los ojos clavados en el mantel, la cabeza gacha, vencida por el alcohol, al tiempo que hablaba iba apartando cuidadosamente todo lo que había ante él, los vasos, la copa, el cubierto y las botellas, alisando el mantel con la mano como si en el espacio libre que había quedado se propusiera hacer algo sumamente delicado. Hortensia y Manolo observaban sus movimientos con atención, temiendo que rompiera algo. Pero no rompió nada. Cuando ya toda la sangre se había retirado de su cara, cuando ésta ya no era más que una máscara lívida, repitió débilmente: “en qué mundo vives, mariposa”, y cayó suavemente de bruces sobre la mesa. Sus blancos cabellos eran como una llama sobre su frente, y dos mechones rígidos y engomados, como dos verdosas alas de pajarito, se levantaban sobre sus orejas. Quedó con la frente apoyada en el antebrazo. Manolo se precipitó hacía él, seguido de Hortensia. Entre los dos, cogiéndole por los sobacos, le levantaron de la silla. Manolo observó que la muchacha manejaba a su tío con gran soltura, como si estuviera muy acostumbrada a estas emergencias; sin duda los ataques del Cardenal se habían triplicado en los últimos meses. Él quería tenderlo en su cama, pero Hortensia, con una voz algo dura, dijo: “Afuera, al jardín, venga”. Lo sentaron en un sillón de mimbre, en el viejo cenador ya sin enredadera, hoy sólo un esqueleto de rejillas carcomidas y despintadas por donde se filtraba el sol. En el suelo había almohadones podridos por la lluvia y botellas vacías, y junto al sillón una paticoja mesilla de noche con una variada cantidad de frascos medicinales y de comprimidos. Inmóvil, siempre correcto, como esculpido en mármol sobre su propio mausoleo, el Cardenal yacía asaetado en diagonal por los rayos del sol que se filtraban por la rejilla vagamente azul del cenador. De pie junto a él, mientras ahuecaba un almohadón con las manos, Hortensia miraba fijamente a Manolo con la luz glauca de sus pupilas. Parecía tranquila. “¿Quieres alcanzarme aquel frasco? -dijo señalando la mesilla de noche-. Voy por un vaso de agua”. Desapareció en el interior de la casa. Manolo cogió el frasco e intentó desenroscar el tapón. Estaba muy duro. El Cardenal suspiró profundamente, movió la cabeza y murmuró algo. Su rincón favorito olía a polvo y a humedad, a ropas agrias, y el muchacho, mientras forcejeaba con el tapón y miraba al viejo, pensó oscuramente con qué rapidez, casi en un solo año, el tiempo había efectuado allí su deterioro al igual que en toda la casa, en lo que quedaba del jardín, en el mobiliario, en el noble rostro del Cardenal y en los ojos de Hortensia. ¡Cochina miseria!

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