Sabiendo ya que no conseguiría dormir, ahora volvió a levantarse, se puso el albornoz y salió de la habitación. Cruzó la galería del primer piso, encendió las luces y empezó a bajar la escalera. Hubiese querido hablar con alguien, con Maruja por ejemplo. Era curioso lo que ahora estaba pensando: allí mismo, en la planta baja, en aquel pequeño y sórdido cuarto de criada, dos seres, dos hijos sanos del pueblo sano, acababan de ser felices una vez más, se habían amado directamente y sin atormentarse con preliminares ni bizantinismos, sin “arriérepensée” ni puñetas de ninguna clase. ¿Cómo lo conseguían? ¿Estaban enamorados? Quizás. Hacían el amor y conspiraban, eso era todo. Combinación perfecta. Y ella sabía que no era la primera vez, lo sabía desde el verano pasado. Fue una noche que bajó a la cocina por alguna cosa y vio el resquicio de luz bajo la puerta del cuarto de Maruja. Oyó voces. No pudo resistir la tentación de mirar por el ojo de la cerradura. La imagen que se le ofreció era de una belleza que no olvidaría en la vida: Maruja estaba echada sobre la cama, con los ojos cerrados y una dulce sonrisa, y el muchacho, con el torso desnudo, moreno, despeinado, sentado en el borde del lecho, se inclinaba lentamente para besarla.
Ahora ya no recordaba que aquella noche también le costó dormirse ni ciertos detalles de la curiosa conversación que sostuvo con Maruja al día siguiente; acaso el último día de playa: el regreso a Barcelona y la apertura del curso eran inminentes, el tiempo no resultaba ya muy agradable, los días amanecían nublados y con viento y sólo iban a bañarse ella y los niños, sus primos, siempre bajo el cuidado de Maruja. A media mañana, siguiendo a la criada y a sus primos, se dirigía hacia el pinar con este mismo albornoz que ahora llevaba y con un libro de Simone de Beauvoir que le había prestado Luis Trías y que encontró apasionante desde la primera línea (“Bien sabido es: los burgueses de hoy tienen miedo”). Caminaba con el libro abierto, las frases acusadoras saltaban ante sus ojos, bajo el impacto del sol, y sentía un agradable cosquilleo en la conciencia. Oía voces familiares entre los pinos: sabía que su tío Javier, que había llegado de Madrid hacía un par de días para llevarse a su mujer y a los niños, estaba con su padre y con el masovero en el pinar; a ruegos de su mujer, el señor Serrat había accedido al fin, aunque *de mala gana, a echar un vistazo a la valla destrozada por “esa gente de domingo que viene a hacer sus comilonas en tu propia casa y a juntarse como perros”, según palabras de la señora Serrat. Maruja caminaba unos metros delante de Teresa con los niños de tía Isabel, que al llegar a los primeros pinos echaron a correr de pronto sin que la criada, que no se sabía observada, hiciera nada por retenerlos excepto gritar sus nombres con desgana y mascullar algo entre dientes, un sonsonete de aburrimiento y de fastidio, que más parecía dedicarlo a sí misma que a los niños. Maruja, a veces, cuando llevaba a los críos a bañarse, sin la familia, iba descalza y con una bata floreada, amplia y sin mangas, muy corta, que a Teresa se le antojaba un horror. Esa tarde, Teresa, que seguía tras ella a una distancia de diez metros, cerró el libro, sonrió con aire comprensivo y observó atentamente a la criada. Le pareció notar en el caminar lento y cansino de la muchacha las inequívocas huellas que, según ella pensaba, persisten en los cuerpos después de una noche de amor: iba con la cabeza un poco echada hacia atrás, abandonada sobre la muelle resistencia del cuello, y sus brazos redondos y morenos pendían inertes, con algo todavía de aquella enroscada exaltación de la víspera. La mirada de Teresa se detuvo largo rato, sin que ella supiera por qué, en las corvas que se plegaban con indolencia y que transpiraban una desdeñosa voluptuosidad de casada. La brisa de otoño le pegaba la amplia bata al cuerpo, por delante, era un glorioso roce de la falda en sus muslos, y luego la hacía flotar tras ella como si fuesen llamaradas: por un instante, Teresa presintió el mañana abrasado en llamas, el futuro incierto y extraño de aquella muchacha que caminaba unos metros delante de ella. “¿En qué estará pensando? -se preguntó-. Antes me lo contaba todo… Ya no tiene confianza en mí.” Decidió que lo primero que debía hacer era preguntarle si aquel muchacho que recibía en su cuarto era su novio. “No, qué estupidez. ¿Qué importa que lo sea o no?” No sabía cómo empezar. Iba detrás de ella como cuando eran niñas.
Veía su cara risueña y morena, un poco inclinada sobre las quietas aguas de la balsa; tenía los ojos entornados soñadora-mente, como si leyera en la soleada superficie del agua su destino de mujer, y se cubría con las manos sus pequeños pechos desnudos: aquella Maruja niña bañándose en una balsa de regadío durante un verano de los años cuarenta fue la imagen que en cierto modo cerró la infancia pasmada de Teresa y abrió paso a las inquietantes maravillas de la adolescencia. No la olvidaría nunca, ni tampoco las palabras que pronunció la chica en aquel momento (“Yo también viviré algún día en Barcelona, como tú, Teresa”), porque desde aquel día que se hablan bañado juntas fue sensible, como si de pronto hubiesen hecho girar un conmutador de luz junto a su oído, a cierto zumbido eléctrico que emite la vida: la conciencia de sí misma. De esto hacía seis años, cuando Teresa iba con su madre a veranear en la finca que poseían cerca de Reus (entonces no disponían aún de esta villa ni vivían en San Gervasio, sino junto al Paseo de San Juan, en Gracia) y había entre las dos niñas una gran amistad. Los padres de Maruja eran los masoveros de la finca, vivían en una casa junto a la masía, con los niños y una abuela que siempre estaba trajinando flores y cuidaba de la casita como si fuese un cortijo. Eran andaluces que emigraron de un pueblo de Granada y ya trabajaban allí cuando el padre de Teresa compró la finca con la intención de convertirla en una de las primeras granjas avícolas de Cataluña. Teresa estaba encantada con los veraneos en la masía y se sintió ganada desde el primer momento por la simpatía de los masoveros (al revés de lo que sentía por el administrador, un “catalang futú ”, al decir de la abuela de Manija, un hombre silencioso que siempre llegaba con una moto reluciente como un insulto y cuyas ruedas Teresa quería pinchar, como si ya entonces hiciera oposiciones a esta cátedra fantasmal de la subversión y el sabotaje que hoy ejercía en la Universidad, junto a su amigo Luis Trías). Las dos amigas jugaban juntas y solían contarse todos sus secretos y deseos. El hermano de Maruja, tres años mayor, trabajaba con su padre en el campo y Teresa apenas le trataba. Por aquel entonces Maruja era una chiquilla alegre y medio salvaje que se burlaba de los muchachos cuando iban juntas al pueblo, de compras, contándole a Teresa cosas divertidas y extraordinarias que había hecho con ellos a escondidas, al salir de la escuela. La señorita estaba asombrada y admirada. Maruja tenía un año más que ella, diferencia que entonces -fueron cuatro veranos, desde que Teresa tenía once años hasta que cumplió los catorce-era mucho más sensible que ahora en orden a cierto asombro. La natural viveza y el mismo aspecto de Maruja, que parecía dos años mayor, impresionaba a Teresa, que entonces era una niña rosada y frágil, de delicados y grandes ojos azules que ante aquellos campos y ante el inmenso saber de su traviesa amiga sólo podían expresar curiosidad y timidez. Admiraba a la hija de los masoveros porque con sus ojos alegres y chispeantes, de mirar descarado, con su abundante pelo negro que su madre le peinaba todos los días cuidadosamente, religiosamente (la mata de pelo de su niña era al parecer lo único que merecía, con gran descontento por parte de la señora Serrat, que veía abandonados ciertos cuidados de la masía, los desvelos de aquella andaluza alta, grave, silenciosa -ya alimentaba la enfermedad que tres años después se la llevaría-y sorprendentemente señorial), con su piel morena y sus gestos deliciosamente impúdicos, era para ella la imagen misma de la vida. Más tarde, cuando murió la madre de Maruja y la señora Serrat propuso llevarse a la chica a Barcelona para que la ayudara en los trabajos de la casa, Teresa tuvo una gran alegría. Pero en Barcelona, la nueva condición de la muchacha, el especial trato que imponían sus funciones de sirvienta, tardó poco en romper aquel lazo invisible que antes las había unido, y los estudios universitarios de Teresa y el mismo paso del tiempo fueron agudizando las diferencias que ya el dinero había establecido en su día, secretamente, a espaldas de aquellas promesas que una tarde la vida les susurró al oído mientras se bañaban en la balsa y se enseñaban con orgullo sus incipientes pechos. Nada las unía ahora. Maruja ni siquiera parecía darse cuenta del cambio, y sólo Teresa, con su mente más lúcida y cultivada, por comulgar diariamente con las nuevas ideas que habían penetrado en las aulas de la Universidad, lo lamentaba profundamente: la quería como a una hermana, le daba consejos, le regalaba vestidos, le decía cómo debía peinarse, vestirse y comportarse en tal o cual situación. Incluso una vez, hacía varios meses, se empeñó en presentar la muchacha a los amigos más íntimos (“ésta es Maruja, de niñas jugábamos juntas”) en ocasión de una fiesta juvenil que se organizó en su casa: Maruja no sólo se ocupó de las bebidas, como siempre, ayudada por Teresa, sino que además participó a su modo en la fiesta, al lado de su señorita, ya hacia el final, con un vestido un poco demasiado ceñido y una sonrisa algo tonta. Afortunadamente, la sacaron a bailar lo suficiente como para no herir sus sentimientos: un poco porque la muchacha estaba indiscutiblemente apetecible (se dejaba apretar como ninguna y además no hablaba: era un ángel) y otro poco porque en realidad aún no había malicia social de ninguna clase en aquel ramillete de, señoritos lactantes. Pero ello no impidió que la muchacha.-que ignoraba que estaba allí encarnando otro mito romántico de la universitaria, otra leyenda dorada de un progresismo mal entendido: el compañerismo por narices, sin barreras de clases- lo pasara fatal. Por otra parte, esta confianza que le dispensaba su señorita extrañaba a muchos, por lo menos al principio. Incluso Luis Trías de Giralt, que nunca se asombraba de nada y cuyas miradas meditabundas (acababa de salir de la cárcel) ya anunciaban grandes e inmediatos acontecimientos, se vio aquel día obligado a preguntar: “¿quién es esta monada?”, y cuando le informaron que se trataba de la criada de los Serrat, se sobresaltó (por un momento temió algo así como que Teresa y el proletariado hubiesen hecho la revolución sin contar con él). Pero este generoso empeño de Teresa por integrar a Maruja en su medio, por lo menos en ciertas fiestas íntimas -no podía hacer más por ella, de momento- terminó para siempre meses después a raíz de un incidente ocurrido durante la verbena de San Juan, a la que acudió en compañía de Luis y Maruja y donde (según le contaron luego, porque ella se había ido a dar una vuelta con su amiga Nené y con Luis, asqueada de frivolidades) Maruja, que en teoría sólo estaba allí para ayudar al servicio, se dejó ver besándose al fondo del jardín con un golfo que se había invitado a sí mismo, y que no fue echado a patadas (según explicó después el hijo de la casa, con unas agallas tardías que la negra mirada imperial del murciano había previamente fulminado) porque se pensó que era uno de aquellos amigos de Teresa que nadie conocía. Aclarado el incidente con Maruja, que dijo no conocer aquel caradura (aunque no le parecía tan mal chico) ni vuelto a saber de él, Teresa se rió ante las narices airadas del hijo de la casa y aprovechó la ocasión para burlarse una vez más de ciertos temores pequeños-burgueses y señalar evidentes grietas en el aparato defensivo de su asquerosa clase… Luis frenó en aquella ocasión sus impulsos retóricos y llevó a las chicas a casa. Teresa le dijo a Maruja no sólo que era libre de hacer lo que quisiera, sino que, en su opinión, había hecho muy bien dejándose besar por un desconocido en medio de tantas amigas mojigatas. “Hay que enseñarles cómo es la vida -dijo-. Has estado formidable, Maruja, veo que vas aprendiendo…” Maruja, sentada junto a ella en el coche, no decía nada. Teresa se sentía presa de una extraña excitación: veía las mejillas encendidas de su amiga, su boca sin pintura y como hinchada, envidiablemente desflorada, y de pronto, en aquel mismo instante, contrariando todo su entusiasmo, una voz interior le dijo que nunca había estado tan lejos de Maruja como ahora: la única que allí vivía una existencia progresista era aquella criatura tímida y atontada. Era una verdad tan clara y simple que Teresa sintió una indecible tristeza al descubrirla: Maruja nunca había ido a remolque de sus ideas de vanguardia, sino que había ido siempre por delante, a la chita callando y por su cuenta, sin necesidad de esgrimir teorías de ninguna clase, y resultaba evidente que le llevaba ya un buen trecho -por lo menos en cuanto a experiencias amorosas; quién sabe si no se había ya desembarazado de la maldita virginidad, pensó aquel día-. Y ahora, según demostraba de una vez por todas lo que ayer noche había descubierto mirando por el ojo de la cerradura, podía comprobar que sus sospechas tenían fundamento. Sentía un sincero afecto por la chica y se alegraba de que alguien la amara, pero al mismo tiempo estaba sorprendida, desorientada, y todo aquello, en fin, seguía siendo una secreta fuente de excitación y de envidia. Se sentía junto a ella igual que cuando eran niñas.