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Durante el camino de regreso cantaron (qué ridículo le parecía ahora al recordarlo) canciones populares de la resistencia francesa, de los partisanos (“¡Ah, compagnon…!”) que habían aprendido en un disco de Yves Montand que tenía Teresa. Bajaron del coche en la entrada principal y se despidieron de Maruja, que les dio las gracias dormida pero muy contenta, y ellos se fueron a dar un paseo por la playa. Entonces, al quedarse solos, ocurrió una cosa extraña: desapareció repentinamente aquel ardor comunicativo de Luis y en su lugar se estableció una especie de lucidez íntima y grave, intransferible, que amenazaba adueñarse de los dos para el resto de la noche.

(“¿Por qué diablos, precisamente entonces, se me ocurrió hablar de Paco Lloveras y de Ramón Guinovart, los últimos exilados en París?”). Comentaron un libro de poemas de Nazim Hikmet que corría por la Universidad de mano en mano, y que Teresa había prometido prestarle a Luis. Cerca de la orilla, bajo la luz de la luna, ella veía el perfil grave y evocador del prestigioso estudiante encarcelado y recordó a Hikmet

Tu es sorti de la prison

et tout de suit

tu as rendu ta femme enceinte

bonito en medio de la dulce emoción de un roce de nudillos en las caderas, esperando, anhelando una reacción de él (Tu la prends par le bras – Et le soir tu te proménes dans le quartier ) que no acababa de realizarse. Luis permanecía sumido en un silencio muy familiar a los amigos íntimos: así debió ser la tortura. A ella se le ocurrió decir: “No pienses más en ello”, con una voz sorprendentemente ajena, y se produjo una situación embarazosa. Sin duda para equilibrar tal situación, Luis empezó de pronto a hacer cosas extrañas, a dar muestras de una alegría infantil y ridícula que a ella la irritaba: aprovechaba las ocasiones propicias como lo habría hecho un preadolescente: “Mira, mira, hay luz en la villa -decía al mismo tiempo que se pegaba a la espalda de ella y se frotaba, señalando las ventanas iluminadas de la casa-. ¡Mira! ¿Lo ves?, ¿lo ves? ¿quién será? ¿ladrones? ¿eh?”. “Quién quieres que sea, Maruja que le habrá quedado algo por hacer… Y deja de jugar, anda, que te estás volviendo tonto”. Y en otro momento que paseaban entre los pinos: “¡Mira, mira, tienes un bicho en la rodilla…!” y entonces la manoseaba subrepticiamente. Penoso, en verdad. No era eso lo que ella esperaba. ¿Qué había pasado? Estaban en un pozo lleno de impresionantes exilados presididos por Nazim Hikmet. El alibi intelectual duró poco: Teresa, en un momento dado, se colgó de su cuello y le obligó a besarla formalmente. Por un momento, los venerables fantasmas de Paco Lloveras y sus amigos se esfumaron, y París con ellos. Entonces, cuando él ya estaba perdiendo la cabeza, Teresa dijo que lo mejor era volver a la villa y tomar allí unas copas mientras charlaban. Fue un error. Probablemente, se decía ahora, de aquella repentina decisión arrancaba su parte de culpa en lo sucedido, su aportación al fracaso y a la vergüenza de esta noche. Bien es verdad que si Luis hubiese protestado y se hubiera empeñado en seguir besándola allí (en realidad, y no ahora, sino antes, lo que debía hacer hecho es obligarla a sentarse con él en la arena en vez de seguir paseando y paseando) ella sólo habría ofrecido una tierna resistencia por motivos de comodidad (decir algo así como: “Aquí no, que hay humedad”) lo cual hubiese ya implicado una aceptación previa del hecho en la cama y con ello acaso se habría esfumado aquella maldita nube de inseguridad que les envolvía. Pero Luis no dijo nada, y durante el regreso, precediendo a Teresa en algunos metros, se cerró en un silencio penoso que haría aún más difíciles las cosas.

– Mira, tus ladrones ya han apagado las luces -dijo ella riendo, intentando salvar por lo menos el humor.

Luis aceleró el paso, pateando los matorrales.

Teresa subió a la terraza con una botella de gin, hielo y vasos, y se tumbaron en un par de hamacas, junto a la música del transistor. Estaban tan deprimidos que cometieron -esta vez los dos- un nuevo error: empezaron a hablar de política y de acción universitaria. Al principio ni se dieron cuenta, todo seguía siendo un reflejo de aquella expansión nerviosa que les había hecho invitar a Maruja y regalarle unas sandalias, lanzarse a cenar a Blanes, bailar y pasear por la playa y otras inútiles lindezas. Y he aquí (misterios mentales de aquella generación universitaria de héroes) que esta discusión sobre temas tan serios les fue ganando poco a poco de una manera extraña e inevitable, a pesar suyo, y de pronto descubrieron que habían caído en una nueva trampa.

– Sí, Tere, preciosa, estoy de acuerdo -decía él, casi irritado- en que la situación actual del socialismo con respecto al capitalismo ha cambiado en todo el mundo, pero es un cambio cua-li-ta-ti-vo, no cuantitativo, ¿lo entiendes? Además, ¿por qué te empeñas en querer hablar ahora de eso?

– ¿Quién, yo? ¡Vaya! Sólo quiero que sepas que lo entiendo perfectamente, señorito sabelotodo, y que por eso en octubre fui de las primeras en lanzarme a la calle… Alcánzame la botella, por favor… Lo entiendo, sí, y por eso he hecho yo más visitas a la fábrica de tu padre que todos vosotros juntos, aunque hayan servido de poco, y por eso pedía más reuniones, más contactos, más unión, en fin. Y por eso estoy ahora aquí contigo hablando de ‘todo eso… Desde luego, ya sé que afuera se define cada vez más como una política de paz, y sin que ello represente en absoluto un repliegue en la lucha por el objetivo final (“adónde he leído yo eso?”) pero también hay que tener en cuenta las circunstancias… Oye, no bebas más, estás liquidando la botella tú solito y luego no vas a saber ni donde pones las manos… (se refería a no poder conducir, por supuesto, pero el héroe universitario sonrió, aunque ya muy débilmente, a lo que creía una cosquilleante alusión) ¿Qué estaba diciendo? Ah, sí… Bueno, dejémoslo.

Pero ahora insistía él:

– Nunca hablo de política porque sí, Tere. Sólo te diré una cosa: las repercusiones de la crisis general del capitalismo es algo que no siempre sabemos captar nosotros, los señoritos, por una fatal cuestión de perspectiva, pero dentro de cinco años se verá clarísimo. Las cosas no han hecho más que empezar.

– ¿Crisis? -dijo ella son asombro-. ¡Estás tú bien, hijo! No hay tal crisis. La falta de iniciativa y el inmovilismo de la oposición burguesa, suponiendo que haya tal oposición, porque yo sólo conozco cuatro gatos, y tú eres uno de ellos…

– Gracias, monada.

– … no significa que haya crisis. Mira a papá, por ejemplo: sabes muy bien que sólo estaría en la oposición en la medida que viera disminuir sus ingresos. ¡Y en vez de disminuir aumentan, y así seguirá siendo por muchos años!

– ¡Pero qué dices, qué espantosa confusión la tuya! Es desesperante, Tere, me lo mezclas todo! Pero vamos a ver ¿qué idea tienes tú de los partidos de la oposición? ¿Y pretendes acaso negar que la gravedad de la situación económica es un hecho real?

– ¿Para quién? Para papá, no. ¿Lo ves? Tú confundes nivel general de vida con capacidad adquisitiva de una clase privilegiada y…

Todo sonaba, más que en ninguna otra ocasión, a frases leídas en alguna parte, vertebradas con metal y cemento en bloques inanimados y con esa rigidez helada de los informes en círculos de estudios. Letra muerta. Intuían vagamente que nada de lo que hablaban tenía relación con la realidad (“¿por qué, por qué precisamente esta noche?”) y eso era lo que les irritaba, no el que no se pusieran de acuerdo; eso y que cada vez se sentían más alejados el uno del otro. Y lo peor era que, además, de una manera en verdad temeraria, se habían sentado frente por frente en vez de hacerlo juntos, y ahora, hundidos en las hamacas como enfermos del pecho, envueltos en las sombras ‘de la noche, ni siquiera podían golpearse los hombros simulando un enfado, apenas se veían ni tenían fuerzas para moverse. Teresa sacudió sus cabellos con un brusco movimiento de cabeza. Suspiró. Cada minuto de silencio llevaba una carga explosiva: no conseguían evitar que las pausas tuvieran más sentido que las palabras. Ella pensó que acaso era la única en darse cuenta de la incómoda situación en que se hallaban. “¿Será que no le gusto lo bastante, habré dicho alguna burrada de burguesita, de esas que él no puede soportar?”.

Luis, con su jersey blanco, parecía emerger de la noche y volver a hundirse en ella cada vez que se echaba hacia atrás en su hamaca. Ahora estaba completamente estirado. Sin embargo, podía ver las rodillas cruzadas de Teresa destacando sobre el fondo amarillo de los shorts; eran como dos bruñidas manzanas negras, más negras aún que la noche.

– Oye -dijo él-, sabes muy bien que cuando hablo de estas cosas no soy un sentimental. Ni siquiera un intelectual. Se lo dacía el otro día a Modolell y a Jordá: yo tengo la ventaja de no tener ningún tipo de aspiración artística.

– Hijo, no te entiendo ni gorda.

– Que no quiero dejar de ser realista. Tú hablas de organizar círculos de estudios, tener contactos más frecuentes y por abajo (no quería decir eso, pero ya estaba dicho; “esperemos que no lo interprete mal”). Pues bien, yo no opino así. He dicho cientos de veces que la Universidad necesita gente dispuesta a salir a la calle todos los días, no que se reúna para leer textos sagrados, lo cual siempre acaba en discusiones bizantinas sobre el maldito sexo (tampoco quería decir eso) y escuchando discos de partisanos. No, querida Tere, no, encanto… Los estudiantes empiezan a abrir los ojos, finalmente, ya no salimos a la calle para armar follón porque sí, salimos por algo, en nombre de algo. ¿Te parece poco?

– Yo no me refería a eso. De todos modos, ya ves para lo que ha servido; todo vuelve a estar como antes. Yo creo…

– No está como antes. Nos hemos organizado, por primera vez sabemos lo que queremos.

– No demasiado. Yo creo que habría que estudiar, estudiar y estudiar. Sobre todo las chicas.

– Pues te equivocas.

Al decir eso, Luis achicó los ojos: Teresa acababa de introducir la mano en el escote de su blusa. Ella se dio cuenta de esta mirada y se le ocurrió de pronto que, tal vez, si se levantara y le pidiera ayuda para abrocharse, si se decidiera… (a la una, a las dos y a las…)

– Me ha parecido ver la motocicleta de tu guapo xarnego entre los pinos- dijo él inesperadamente.

Teresa estuvo un rato callada. Dejó de manosearse, sintió frío, se subió el cuello de la blusa y finalmente suspiró.

– No es mío -dijo-. Y en cuanto a guapo, pues hay que reconocer que sí, que lo es de una manera incluso… alarmante.

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