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Siguieron caminando en silencio durante un buen rato. Manolo divagaba, con el infernal ruido de la fábrica retumbando todavía en su cabeza y reteniendo en las pupilas aquella expresión dulce y sometida de Teresa, cuando de pronto se produjo en su mente, acaso por primera vez en todo el tiempo que llevaba viviendo en la ciudad, algo que él identificó como la luz. No fue más que un rápido engarce de circunstancias fortuitas que, ni él mismo podía dejar de darse cuenta, apenas se sostenía por un hilo, una decepcionante sospecha que sin embargo iba a conformar a partir de este día su concepto de Teresa Serrat y de su mundo personal. Tal fidelidad a una amarga presunción, a una idea que le costaba admitir, el esfuerzo que hubo de realizar para valorar moralmente a una muchacha de la categoría de Teresa, denotaban, por otra parte, hasta qué punto el murciano estaba todavía lejos de hallarse en disposición ideal de combate. Esto es: el muchacho se resistía a admitir que una señorita como Teresa fuese una vulgar desvergonzada. Y no porque él ignorase la desvergüenza de este mundo -había tenido pruebas más que suficientes desde la infancia-, sino porque su sentido de las categorías sociales había estado demasiado tiempo ligado a un sentido de los valores. En cualquier caso, debemos otorgarle el beneficio momentáneo de aquella convicción, discutible pero merecedora de aplauso por el esfuerzo que comporta, y ser justos con el Pijoaparte sosteniendo hasta el fin que, con o sin la ayuda casual de este incidente ocurrido un atardecer de primavera, él habría igualmente, a fuerza de darle vueltas y más vueltas a la idea, obtenido la verdadera luz. Pues precisamente porque su creciente interés por la hermosa y fantasmal universitaria -la irrupción de Teresa Serrat en su vida se iba efectuando a ráfagas, caprichosamente- no tenía nada por el momento de la frívola y mecánica disposición de ánimo que caracteriza al cazador de dotes, el murciano necesitó hacer efectivamente un esfuerzo para admitir como buena semejante idea: que Teresa Serrat fuese lo que se dice lisa y llanamente una cachonda, una caprichosa y una irresponsable que gustaba de caer en brazos de chulos de barrio (no hace falta decir que él no se consideraba como tal) por pura calentura.

Y al mismo tiempo que sentía una vaga decepción, en su cabeza bullía un revoltijo de extrañas posibilidades. En primer lugar, su instinto le dictó la conveniencia de guardar para sí lo que acababa de ver con el oscuro fin de obtener algún día, si la ocasión se presentaba, un posible beneficio personal:

– Oye -le dijo de pronto a Maruja-. No se te ocurra decirle a tu señorita que la hemos visto. Ni siquiera en broma, suponiendo que tuvieras confianza para hacerlo. Podría enfadarse…

Con lo cual, aunque los rasgos característicos que había captado en Teresa Serrat no alcanzaban aún la total realidad con la que pronto había de ponerse en contacto, el Pijoaparte empezaba, contra todo pronóstico, a dar muestras de aquella inteligencia que le llevaría lejos.

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