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Aquella noche no pudo dormir, planeando al detalle su marcha de Ronda.

Al día siguiente, al llegar donde los franceses, no encontró ni rastro de la “roulotte”. Les buscó inútilmente por toda la ciudad. Como llegaron se fueron: el mismo confuso desasosiego, la misma mezquina vehemencia e infecto entusiasmo que les trajo se los había llevado para siempre. Los Moreau pertenecían a esa clase de turistas que se sirven de la ilusión de los indígenas como de un puente para alcanzar el mito, que luego, cuando ya no necesitan, destruyen tras de sí.

Al caer la noche, Manolo regresó a su casa, completamente agotado, y se arrojó sobre la cama. No eran más que fantasmas: pero ese frustrado viaje a un lejano país, esa artificial luz de luna brillando en el pijama de la niña, esa falsa cita con el futuro, la emoción, el loco sueño de emigrar, el tacto de la seda y el dolor punzante quedaron en él y ahora, lo mismo que entonces, despertó del profundo sueño requerido por voces conocidas y amables que se empeñaban siempre en convencerle de los peligros que representa el desviarse del común camino de todos -esta vez no era sin embargo la voz plañidera y el rostro todavía bello de su madre acercándose, bajando sobre el suyo en un extremo del ángulo de la luz que entraba por la ventana de la chabola, diciéndole: “Despierta, hijo, mira, éste es tu nuevo padre” (apenas tuvo tiempo de ver, en escorzo, los cabellos llenos de brillantina y bien peinados y el perfil altanero del gitano) porque él estaba ya planeando huir a Barcelona en un tren de mercancías y refugiarse en casa de su hermano- era el rostro de una muchacha que sonreía en medio del estallido del sol, en el Parque Güell, pero que a pesar de la sonrisa ya de entrada anunciaba lo poco que podía ofrecer: un laborioso magreo dominical, y eso aún habría que verlo: Lola, y más atrás la Rosa y el Sans cargados con las bolsas de playa y la comida. Bernardo se sacudía la hierba pegada a los pantalones. Junto a él, las motos robadas. “Hola, perezoso -dijo la Lola con una mano en el escote de su vestido de verano, inclinada sobre su rostro, como si fuera a beber en sus facciones-. Que nos vamos a la playa. ¿Qué es eso de ponerse a dormir…?” Pero tal vez porque los ojos del muchacho reflejaban todavía la honda decepción de los recuerdos evocados, o porque estaba en esa edad en que el sueño en lugar de clavarle su garra en el rostro y deshacérselo todavía se lo embellecía más, igual que las borracheras se lo endulzaban con una dejadez infantil, la Lola captó algo en su mirada que debió asustarla y no le tendió la mano cuando él se la reclamó para que le ayudara a incorporarse. “Tanto peor”, se dijo él. Ya puesto en pie, exclamó algo en un catalán que nadie comprendió y luego lo primero que miró fueron las caderas de la Lola con ojos llenos de escepticismo. “En fin -murmuró-, larguémonos a la playa de una puñetera vez.”

Se amaban sobre el rumor de las olas

Un verano de tigres,

al acecho de un metro de piel fría,

al acecho de un ramo de inaccesible cutis.

Pablo Neruda

– Está amaneciendo, Manolo. Debes irte ya.

– Todavía no.

– Tengo miedo -insistía ella-. Es una imprudencia lo que hacemos, amor mío, una locura. Hay gente en la casa.

– Oye, bonita -decía él alegremente, atrayéndola hacia sí con los ojos clavados en el techo, más allá del techo- aquí, o jugamos todos o rompemos la baraja..

El Pijoaparte tenía, como ciertos croupiers de las mesas de juego, una secreta nostalgia manual, digital: nada de cuanto tocaba era suyo excepto, tal vez, la muchacha. En sucesivas noches, mientras la amaba despacio, reflexivamente, con aplicación y esmero de afilador, aprendió a distinguir en la piel de la muchacha roces y bondades ajenas, un hálito sereno de otras estancias, de otros ámbitos, algo que existía más allá de las cuatro paredes de su cuarto de criada. A veces ella traía en la boca una flor de eucalipto o una hoja de menta (costumbre adquirida en el campo, sin duda), sobre todo si aquella noche había servido la cena en el jardín, y entonces sus besos tenían un dulce sabor vegetal que hacía que el murciano se sintiera oscuramente integrado en el cotidiano orden de ocios, baños, lectura y siesta que la sombra exquisita de alguien, una mujer, presidía amablemente desde alguna parte de la Villa. Llegó realmente a creer que este juego no comportaba para él otro riesgo que el de ser descubierto por los señores, puesto que Maruja, por el momento, accedía gustosa a todo y no mostraba intención de pedirle nada a cambio, a no ser una pequeña compensación sentimental de orden inmediato y sin porvenir, aparentemente, claro está: prolongar el intercambio de sentimientos debilita y las mujeres lo saben, nunca se insistirá lo bastante en las reglas de juego que todavía rigen en la decorosa y recia mesa hispánica, y cuya severa correspondencia moral implica siempre responsabilidades y pagos que no conviene olvidar; pues ocurre con frecuencia, por ejemplo, que el magisterio de la desnudez ejercido como mera expresión de la rebelde personalidad, la intimidad furtiva del par de sábanas compartidas excesivamente con una mujer sólo para expresar una nostalgia, una bonita idea de nosotros mismos, una ausencia, se paga tarde o temprano con la propia estima, con la soledad o con la pérdida de cierta voluntad de poder, progresivamente diluida en un sentimiento de lástima y de agradecimiento que la aureola de un supuesto prestigio viril no dejó que se manifestara antes:

– Te quiero, te quiero, te necesito…

Así, de posteriores y frecuentes visitas nocturnas al lecho de la complaciente criadita en aquella gigantesca Villa junto al mar, empezó a nacer en el joven del Sur y a pesar suyo una familiar e irreprimible ternura por la muchacha y su frágil felicidad, además de una peligrosa tendencia a respetar su condición, o mejor, a compadecerla; peligrosa por cuanto había en ello de fraterno, de consanguíneo, de herencia de un determinado destino que, justamente, el Pijoaparte no estaba dispuesto a asimilar por nada del mundo. Sería tal vez excesivo afirmar que el muchacho estaba enamorándose: por aquel entonces se enamoraba de símbolos y no de mujeres. Pero indudablemente algo semejante (cierta natural inclinación a integrarse en una trama de referencias eróticas y afectivas que a menudo le proponía, pese a él, su reprimida bondad provinciana) estuvo a punto de producirse y, en consecuencia, de dar al traste con más altas y decisivas empresas del espíritu. Aquella solidaridad animal en la mutua desgracia y en la pobreza que trascendía del cuerpo de la muchacha, de sus abrazos desesperados, de sus besos o simplemente de su apacible manera de estar cerca, y que él ya había notado con inquietud en la verbena de San Juan, la soledad y el desamparo, la urgente súplica de amor que pide mucho más que amor o placer, aquellos ojos de pájaro perdido que por la noche le miraban desde el hueco de la almohada, desde un mundo primitivo que sólo conoce el agradecimiento, desde una servidumbre de la carne (sus ojos mansos, sus pobres ojos colorados y enfermizos, casi sin pestañas, ¿cómo no supo reconocer en ellos, desde el primer momento, la verdadera condición de la muchacha? ¿Cómo no adivinó que eran los mismos ojos febriles que le habían estado espiando entre los setos, la noche de la verbena?) y que anegados siempre en una curiosa mezcla de sumisión y sensatez le invitaban, mudos y amorosos, a renunciar a toda ambición que no fuese la de ser felices aquí y ahora, consiguieron varias veces adueñarse de su voluntad en el transcurso de las enloquecidas noches del verano e incluso del invierno que le siguió, cuando ya él, más liberado, más consciente de este sutil traspaso de poderes que se iba realizando furtivamente a través de los sexos, empezó a dejarse ver menos y desaparecía durante semanas enteras.

La poderosa voz de la especie, ese vasto zumbido de sensatez y cordura que la hembra reducida al silencio a veces emite, sugiere algo del desasosiego fundamentalmente materno, que toda mujer siente respecto al futuro del hombre; contra todo pronóstico, esa voz ancestral habló de pronto por boca de la criadita y el joven delincuente se asustó: la brutal revelación de sus fechorías, de sus robos de motos, no sólo no significó ningún rudo golpe para la muchacha sino que reafirmó en ella aquel poder de rescate que ya había empezado a adquirir en los abrazos.

Llegó el invierno, y en la ciudad, lejos de la Villa y de sus resonancias adormecedoras, el temor de perder definitivamente a Manolo obligó a la muchacha a ir a buscarle con frecuencia a su barrio. Él nunca quiso decir dónde vivía, pero ella supo muy pronto cómo encontrarle: en el bar Delicias, junto a la estufa y jugando a la manilla con tres viejos jubilados -entre los que su juventud contrastaba de una manera inquietante-, ensimismado, olvidando o despreciando quién sabe qué placeres a cambio de la sabiduría de las cartas y de los viejos, rindiendo con ellos ese solemne culto al silencio y a la parsimonia de gestos y miradas para lo cual el joven del Sur estaba particularmente dotado, sobre todo en invierno, y cuyos motivos habría que buscar no sólo en el diario trato con el frío, con el paro y la indigencia que pululan en los suburbios y que a él le eran familiares desde niño, sino también en el hecho de que su rara disposición a la aventura, frustrada en parte por el invierno, aquí se podía sustituir momentáneamente por hieráticas formas expresivas; con las cartas en la mano, o en la butaca de un sofocante cine de barrio,- invernando como una flor trasplantada, evocaba lances en días más soleados y propicios: mientras sostenía las cartas, rumiando la jugada, ante sus ojos surgían a veces los uniformes de rayadillo, los delantales y las cofias colgando en la percha, bajo la luz rosada de un amanecer en la costa.

En sus tardes libres, los jueves y los domingos, Maruja tomaba un autobús que la dejaba en la plaza Sanllehy y luego subía a pie por la carretera del Carmelo, pasando junto al Parque Güell; antes de llegar a la última revuelta, cortaba por un sendero, caminando entre rastrojos quemados y un terraplén de escombros donde se deslizaban los niños como por un tobogán, y jadeando, con las mejillas encendidas y los ojos arrasados por el viento, llegaba a lo alto. Los habitantes del Carmelo se acostumbraron pronto a ver en sus calles aquella figura tímida bajo un paraguas azul, envuelta en un corto abrigo a cuadros pasado de moda y con una banda de terciopelo granate en los cabellos. Llegaron a ser familiares sus paseos fingidos, sus pacientes idas y venidas cuando no encontraba a Manolo. Siempre, antes de entrar en el bar Delicias, se daba unos toques al pelo y a la falda demasiado corta, y una vez dentro se quedaba de pie junto a la puerta, a prudente distancia de la mesa de juego, quieta, avergonzada, juntando las rodillas con fervor y deliciosamente obscena, encantadoramente vulgar en su espera -deseando descaradamente pertenecer a alguien, allí estaba, exactamente igual que aquel día en la verbena, cuando le esperaba a él al fondo del jardín mientras le veía desembarazarse de los señoritos- hasta que Manolo notaba su presencia. Fuera, a veces, llovía, y a través de los cristales empañados por el vaho de la taberna se veían borrosas siluetas encorvadas de vecinos afanándose contra el viento. Y dentro se refugiaba él, silencioso, taciturno, sucio, descuidado, replegado y vencido por el invierno como una serpiente esperando escondida en la espesura los luminosos días de sol, pero todavía con cierta palidez dorada en la piel, todavía envuelto, al igual que esas herrumbrosas carrocerías que dormitan en los cementerios de coches y que en tiempo fueron rutilantes y majestuosas máquinas, en el aire de su pasado esplendor y en los mil fantasmas de sus correrías. Jugaba siempre una última partida aunque sólo fuese por aquello de hacer esperar a Maruja el rato suficiente que le justificara ante los viejos -cuyas socarronas risitas él simulaba ignorar- pero nunca la recibía con desafecto ni le hacía esperar mucho rato. Tampoco daba muestras de entusiasmo; simplemente, aceptaba su presencia, se levantaba, la cogía de la mano y salían a la calle. Admitía estos encuentros con una curiosa deferencia, un tanto resignada, como esas personas que, equivocadas o no, creen ser en todo momento los forjadores de su propio destino y saben por ello aceptar ciertos hechos marginales derivados de aquél con un superior sentido de la responsabilidad, como si tales encuentros fuesen la prueba de algún misterioso pacto con las leyes ocultas de la vida.

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