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– Miseria y compañía -había dicho el murciano-. ¿Qué me dices del coche que hemos visto en la plaza del Pino?

– No -se apresuró a responder Bernardo-. Te digo que no puede ser. Además, ¿con qué quieres trabajar? No hemos traído linterna ni destornillador ni nada…

– Llevo la navaja.

– Es igual. No. Quedamos en que sólo te echaría una mano para las motos y con la condición de llevar a las niñas a la playa mañana mismo.

– Para eso no me haces falta, sé arreglarme sólo.

– Pero yo también quiero hacerme con una, la necesito. -Calló un rato y luego añadió-: Manolo, piensa en lo buena que está la Lola y olvida ya ese coche.

– Nunca tendrás un céntimo -murmuró el Pijoaparte.

A partir de este momento, la depresión que le dominaba se agravó. Se retorcía las manos, y sus ojos intensamente negros, como anegados de tinta, se clavaron en unos marinos americanos que entraban en el Colón arrastrando de la mano a dos muchachas del Cosmos. Luego centellearon con una luz somnolienta y hundió la cabeza, hizo chasquear la lengua: le aburría la general penuria de aspiraciones y deseos que notaba en torno, tanta resignación ahogándole como un sudario. La voz del Sans tenía ahora un leve tono plañidero:

– Yo no soy como tú, yo pienso también en otras cosas. Qué quieres, pienso en la Rosa, estos días no hago más que pensar en ella.

– Eres un estúpido, crees que te has enamorado. ¡Jo, jo!

– Hay que cambiar de vida, estoy harto.

– Nunca serás nadie, chaval.

Más tarde, los rambleros empezaron a escasear, algunos se inmovilizaban en medio del paseo, reflexionaban, dudaban, habían perdido aquel apresuramiento que les lanzaba de un local a otro escopeteados por Dios sabe qué afanes comunicativos, y las últimas energías eran gastadas en disputarse los taxis. Ellos esperaron un poco más. Habían observado muy atentamente, pero sin demostrar ningún interés ni ansiedad, sino como en una fijación accidental de las pupilas provocada por el mismo vacío mental o la inmovilidad, los rápidos movimientos de un individuo con pinta de provinciano en juerga de sábado aparcando su moto con indecisión y torpeza junto a un árbol y corriendo luego hacia un grupo de amigos que salían de un taxi un poco más arriba del Colón. Iban endomingados y se palmearon la espalda antes de alejarse por la acera en dirección al Cosmos. Seguramente, pensó el Pijoaparte viéndoles fumar sendos puros y arrastrar aún cierta pesadez de sobremesa, digestiva, seguramente han estado comiendo en un restaurante de la Barceloneta y ahora vienen en busca de puta. “Chaval, este polvo te costará caro”, se dijo observando al que acababa de dejar la motocicleta.

El Pijoaparte llevaba unos guantes de piel negra prendidos del cinturón; ahora se los ponía lentamente. “Vale -dijo-. Tú primero.” “Esperaré un poco”, respondió el Sans. “No hay nada que esperar, este es el momento.” “Es mejor asegurarse -insistió el Sans, y se volvió para mirarle-. A ti, si no fuera por mí ya te habrían trincado no sé cuántas veces.” “Cállate, Bernardo, que hoy me pones de mala leche.” “Está bien…” “Hablarás cuando yo te lo diga y no olvides quién manda aquí.” “Está bien, pero que conste.” “Venga ya, qué diablos esperas.”

Casi tuvo que empujarlo. No es que el chico tenga miedo -se dijo al verle alejarse-, Bernardo nunca le tuvo miedo a nada. Pero ¡cómo lo ha cambiado esa golfa! ¡Se lo ha tirado bien!

Permaneció sentado en el banco, y ahora se puso una luz viva en sus pupilas, que giraban en la cuenca de sus ojos sin dejar escapar ningún movimiento de los tipos que merodeaban por allí cerca. Vio al Sans avanzando hacia la motocicleta con las manos en los bolsillos, despacio, balanceándose como un mono sobre sus piernas torcidas, divertido e inofensivo, entrañable, y de pronto sintió por él una gran ternura: fue un momento de distracción y de debilidad -con razón él procuraba siempre evitarlos- que podía haberles costado muy caro a los dos. Cuando volvió en sí y se dio cuenta, el Sans ya había montado la motocicleta y estaba a punto de cometer un disparate. Parecía tranquilo. No oyó el primer silbido del Pijoaparte ni le vio saltar del banco como impulsado por un resorte. ¡Imbécil!, ¿dónde tienes la cabeza? Otro silbido de alarma, pero ya era demasiado tarde: Bernardo se había equivocado de máquina -las dos eran Ossa y estaban juntas, amorosamente cuidadas y frotadas, rutilantes-, cuyo propietario, un jovencito esmirriado y pulcro, acababa de dejarla allí y en el último momento, cuando ya se iba, había vuelto la cabeza para mirar a su moto por encima del hombro con los mismos ojos devotos y derretidos con que habría mirado a su novia al despedirse de ella (y sin duda, teniendo en cuenta los tiempos que corren, movido por oscuros imperativos sexuales que acaso hallaban más satisfacción en la motocicleta que en la novia) en el preciso momento en que Bernardo, ignorante de su error, se acomodaba en el sillín. Con la sorpresa en el rostro, el desconocido increpó al Sans, que se quedó helado. Desde donde estaba, el Pijoaparte no podía oír lo que hablaban: Bernardo, bajando de la motocicleta, abría los brazos en señal de disculpa y se reía; acabó por convencer al peripuesto ramblero de que se trataba de una simple confusión de máquina, sobre todo cuando se subió a la otra. El joven se alejó hacia el Venezuela y el Pijoaparte, suspirando aliviado, volvió a sentarse en el banco.

Sin embargo, el Sans, sin duda para dar satisfacción a su vanidad profesional humillada, o simplemente porque había vuelto a encontrarle gusto al peligro, se apeó de la moto en cuanto vio desaparecer al tipo, volvió a montar la “suya”, hizo saltar el candado y luego le dio al pedal tranquilamente -el Pijoaparte pudo distinguir su sonrisa simiesca a pesar de la distancia-, arrancando con una brusca sacudida. Saltó del paseo al arroyo rozando el suelo con los pies, maniobrando con habilidad y en medio del ruido infernal del motor, encogido como un gato, y enfiló Ramblas arriba hasta desaparecer más allá de la plaza del Teatro.

Sensible siempre a los presagios y a los símbolos, víctima una vez más de una de aquellas asociaciones de ideas que para mentes poco sólidas como la suya eran una maldición, el Pijoaparte vio en esta espectacular huida del Sans el canto del cisne de una etapa de su vida que tal vez, efectivamente, había que dar por liquidada: la cita frustrada con aquella maravillosa muchacha de la verbena había ya colmado el mundo de sus sueños y su recuerdo parecía impedir el paso de otros. Comprendió que Bernardo también acabaría por dejarle solo, como todos los de la pandilla, ninguno duraba más de seis meses y no se atrevían a grandes cosas, se desanimaban, embarazaban estúpidamente a sus novias, se casaban, buscaban empleo, preferían pudrirse en talleres y fábricas. Bernardo hablaba de resignarse. Pero ¿resignarse a qué? ¿A jornales de peón, a llevar al altar a una golfa vestida de blanco, a que le chupen a uno la sangre toda la vida? El murciano no pedía mucho para empezar: dadme unos ojos azul celeste donde mirarme y levantaré el mundo, hubiera podido decir, pero ahora le invadía de nuevo el desaliento, pensaba en el Mercedes de la Plaza del Pino y en todo lo que había visto en su interior, en todo lo que había perdido. Y la perspectiva de mañana no resultaba más halagüeña: la playa, la chorrada de la playa y la dichosa Lola con sus grandes caderas que están a punto, dicen. Levantó la cabeza: cuatro americanos borrachos discutían con una ninfa flaca y enana en la acera del Sanlúcar, detrás de la hilera de coches aparcados. De repente -lo miraba sin verlo- fue sensible a la inmovilidad sospechosa del desconocido que se había parado a su izquierda, a un par de metros, de perfil, y que también observaba a las motocicletas. Notó algo inconfundiblemente familiar en esta pupila centelleante, como de gato amodorrado, en la suave distensión de las mandíbulas que anuncia la inminente ejecución del acto. El Pijoaparte se levantó bruscamente, pasó por su lado mirándole a los ojos y se fue directo hacia la moto. Montó muy despacio, sin dejar de mirar al desconocido, liberó la dirección bloqueada (usaba para ello una técnica simple y eficaz, que consistía en darle un brusco giro al manillar: se oía el ¡clic! y el candado saltaba limpiamente) le dio con el pie al pedal de arranque y puso la moto en marcha sin más precauciones, sin pensar en nada excepto en el desconocido. Éste, a su vez, le miraba con una ligera sonrisa colgada en las comisuras de la boca, observaba sus movimientos con atención, calibrándolos con ojos de experto, no exactamente de rival que se ha visto ganado por la mano -la competencia ya empezaba a ser dura- sino simplemente de colega que contempla el trabajo de otro con sereno y divertido espíritu crítico. Incluso hizo más: hubo un momento en que escrutó con un rápido movimiento de sus pupilas lo que pasaba en torno, como si con ello quisiera cubrir la escapada del Pijoaparte, el cuál, encontrándose esta noche particularmente deprimido, incluso sintió deseos de abrazarle. La motocicleta inició un cerrado movimiento circular, él con los pies tocando todavía el suelo, equilibrando el peso, y sólo al volver a levantar la cabeza vio la señal de peligro en aquella pupila de felino sobre la que el desconocido hizo caer el párpado antes de dar media vuelta y alejarse de allí: el viejo guardián sin brazo les había visto y se acercaba, sin apresurarse pero con una expresión de curiosidad y una pregunta a flor de labios. El murciano había comprendido y demarró con fuerza dejándole atrás justo cuando le pareció empezar a oír su voz. “Voy listo”, pensó. Por eso, en el último momento, decidió cruzar el paseo central y bajar por el lado contrario, frente a los barracones de libros de viejo, y, en vez de subir por las Ramblas como había hecho Bernardo, lanzarse a toda velocidad hacia la Puerta de la Paz y luego por el Paseo de Colón hacia el Parque de la Ciudadela.

En contra de lo que temía, no oyó ningún silbato ni le siguió nadie. Subió por el Paseo de San Juan, General Mola, General Sanjurjo, calle Cerdeña, plaza Sanllehy y carretera del Carmelo. En la curva del Cottolengo redujo gas, se deslizó luego suavemente hacia la izquierda, saliendo de la carretera, y frenó ante la entrada lateral del Parque Güell. Sin bajarse de la motocicleta proyectó la luz del faro hacia el interior del Parque: se desgarraron las sombras de la noche, vio algunos troncos de pino, la hierba, y en el límite de la luz una reluciente pelota negra rebotando y escurriéndose entre la espesura: un gato. Del Sans, ni rastro. Habían quedado en encontrarse aquí. “Habrá ido a comer algo”, pensó. Estuvo un rato sin saber qué hacer. Luego le dio de nuevo al pedal y siguió carretera arriba a velocidad moderada. En las revueltas, a la- derecha, la luz del faro se proyectaba sobre el vacío y la oscuridad de la hondonada; a lo lejos brillaban las luces de la ciudad; la iluminación de Montjuich, que en el verano se ve desde aquí como una explosión de fulgores simétricos hendiendo la noche, se había apagado ya. A la izquierda, hierba y rocas, las primeras estribaciones del Monte Carmelo. Cuando llegó a lo alto, en la última revuelta, aceleró hasta llegar a la calle Gran Vista, donde frenó y se apeó. Las tiendas y las casas encaradas al Parque Güell estaban cerradas y a la luz coagulada de los seis postes dormitaban herméticas, inhóspitas, a lo largo de la única fachada: las zonas de sombra le daban a la calle una profundidad que en realidad no tenía. No se veía un alma y el silencio era absoluto, pero para el joven del Sur flotaban en el aire enojosas presencias, un familiar latido humano, suspicaces esperanzas. En esta hora de la noche, el Monte Carmelo es como un enorme forúnculo dormido, envuelto en su propio fluido invisible y febril, en sus cotidianas punzadas de dolor, en su vasta aura sensual.

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