Cornelio Buje se ocupaba de la cava. Olía a moho en la cavernosa estancia en la que guardaba barricas y botellas. Echaba vino en una copa, lo miraba contra la luz, luego hacia una gárgara con él y lo escupía. Aquel flamenco narizón, rojo y maldiciente que era el maestro cervecero, entre sus calderos de cobre moviendo la cebada fermentada. Adrián Guardel, el maestro de cocina, que hacia girar los corderos en el asador y sacaba de los barriles los puñados de ostras.
Fue conociendo cada estancia, cada pared, con sus colgaduras y sus cuadros, cada mesa cubierta de cajas de plata con reliquias y de dorados relojes que sonaban sus campanillas. El gran sillón de brazos y piernas movibles, para que el Emperador no hiciera esfuerzo en cambiar de posición. La silla de manos para sus salidas. Conocía los cuadros, uno por uno. Las grandes figuras azulosas, entre follajes y lejanías verdes de los tapices, en los que aparecía el Emperador dirigiendo el asalto de Túnez. Fue allí donde oyó por primera vez aquellos nombres que nunca más iba a olvidar. Solimán, el sultán de Constantinopla, el pirata Barbarroja, Andrea Doria, la Serenísima República de Venecia, y las galeras con los remos alzados como brazos de furia.
Desde el huerto algunas veces logró atisbar al Emperador sentado en la terraza, lo ocultaban siluetas de frailes y caballeros. Divisaba a su "tío».
Martillos dorados golpeaban las pequeñas campanas que Juanelo ajustaba sin tregua. Cada cuarto de hora uno o más relojes soltaban su repique cantarino. Nunca se había percatado tanto de la presencia del tiempo. Fluía y goteaba en cada uno de aquellos campanilleos difusos. No había manera de olvidar el tiempo en aquella casa. A lo largo de los años, todas las veces que pensó en Yuste, y fueron muchas, lo primero que le venia era el martilleo de las horas.
Pretervan Oberistraten estaba siempre en la farmacia entre frascos, almireces y morteros. Levantaba a contra luz un aflautado vaso y contaba las gotas que dejaba caer de un pequeño frasco. Eran las pociones y los menjunjes que el doctor Mathesio ordenaba.
El aroma de pan tierno rodeaba a Preterva Uvocis y Andrea Platineques que sacaban con palas de madera las hogazas del horno. Más apetitosas todavía eran las salsas de Nicolás de Merne, que había servido en la Corte de Francia. Miraba hacer pasteles al maestro Cornelio Gutimaun.
Fracein Ningali rodeado de frutas parecía salir de un tapiz de verdura.
En las horas de la mañana se acercaba a los hortelanos y jardineros. Aporcando surcos, sembrando matas, hablando poco. Oía el alboroto del gallinero al fondo, era que Hans Fait había entrado a atrapar dos gallinas.
El que más le gustaba a Jeromín era Juan Ballestero, el cazador de Su Majestad.
A veces lo pudo acompañar a cortas distancias a verlo cazar perdices o liebres. Ponía trampas y ligas para coger pájaros y en el tiempo en que los patos pasaban en bandadas hacia el Sur se iba hacia los lagunazos y las arboledas a ocultarse.
A los grandes señores que divisaba de lejos se los fueron señalando. El conde de Oropesa, que venia de su vecino castillo. Aquel hombre imponente, barbudo, de cara acaballada, que era el mismo que había visto de lejos en el jardín del convento de Valladolid, el duque de Alba. Prelados pomposos y alguna vez aquel fraile pobre que todos miraban con respeto, Fray Francisco de Borja, el duque de Gandía, el antiguo virrey de Cataluña, que ahora estaba en aquella nueva orden de los jesuitas. Gente lejana, inaccesible, de la que fue sabiendo más cosas en las conversaciones de Doña Magdalena.
De los cuadros que vio en Yuste dos se le quedaron para siempre. La Emperatriz Isabel, en su bordado traje, con randas de gruesas perlas, y la perfecta forma del rostro, la fina nariz, la menuda boca, los ojos oscuros de un agua profunda. Oía hablar a Don Luis y a los frailes de la Emperatriz, de su belleza, de su gracia, de su irreprochable dignidad. Los nostalgiosos recuerdos de la princesa portuguesa, del millón de ducados de su dote, del gran séquito con que llegó a Granada y de las fiestas en la Alhambra.
Había también aquel jinete de guerra, en el instante del galope, que era el Emperador lanzado contra las fuerzas de los luteranos en Mulhberg. Lo veía de abajo arriba como si galopara contra las nubes. Surge de un bosque y no se ve el enemigo. El caballo negro lleva pompón rojo y caparazón de seda que le llega hasta las ancas, las patas delanteras se alzan. Del casco de hierro, con su plumaje rojo, asoma un perfil de halcón, la barba gris y los ojos tranquilos. Sobre la banda que le cruza el pecho cuelga doblado el carnero del Toisón. Con la mano derecha lleva la larga pica. Estaba solo, sin seguidores ni enemigos a la vista, en el puro acto del ataque. Alargadas nubes de tormenta atraviesan el cielo.
En la iglesia siempre había Oficios, una de las cuatro misas de la mañana, las otras de réquiem por la reina Juana, por la Emperatriz y por el propio Emperador. Prefería el jardín. Estaba entre árboles, jardineros y algún paje de su edad. Llegaba hasta la caballeriza. Cuatro acémilas de carga. Una muía mohína parda, un machito pardo y el único caballo, un cuartago de poca alzada. Sobre soportes reposaban las monturas y las albardas.
Ciertos días los hortelanos y jardineros se enderezaban, gorra en mano, para mirar hacia la terraza. No era fácil distinguir al Emperador, sumido en su sillón, rodeado de caballeros y frailes.
Alguien se acercaba al cuadrante solar, puesto en la esquina del corredor por Juanelo, y anunciaba la hora.
Empezó a darse cuenta de que algunos de aquellos señores que se asomaban al barandal lo buscaban con la vista y hasta lo señalaban con la mano. Sentía la curiosidad con que lo observaban. Alguno de los que lo encontraban dijo: "Este es el muchacho, el que trajo Luis Quijada».
Más que lo que veía era lo que no conocía e imaginaba. Había cierto desdén en el trato de aquellos otros pajes que eran hijos de grandes señores. El no tenía nombre que dar. "Vine con mi tío, Don Luis Quijada, el Mayordomo de Su Majestad.» Había aquellas maneras de mirarlo y señalarlo como si algo extraño hubiera en él. "Todos quieren saber quién soy y yo mismo no lo sé, tía.» Las explicaciones de Doña Magdalena servían para confundirlo más. Algo sabían de él que él no sabia. Debieron ocurrir cosas importantes que sólo mucho más tarde supo o se figuró.
Los días de Yuste se iban iguales. Ya se le hacía ordinario ver pasar grandes señores y dignatarios que venían a ver al Emperador. Muchas veces después volvió en la memoria a aquel solo día del que no recordaba nada preciso y que debía ser el más importante de su vida. Fue el 30 de agosto, hacia el final de la mañana. Debía andar por el huerto entre los criados y los pájaros, o jugando con algún otro paje, o atisbando sin resultado hacia la terraza en la espera siempre posible de divisar la silueta del Emperador. Era el pleno bochorno del verano que dormía las hojas y mojaba de sudor los cuerpos.
Fue en aquella precisa hora, que él no presenció y de la que sólo tuvo noticia más tarde, que se decidió su vida. Tres semanas antes de morir el Emperador. Lo que supo después fue muy escueto. Tan sólo había quedado aquel pliego de escribano que algún día llegó a ver con tanta emoción.
Cuando Luis Quijada se lo llegó a decir ya estaban lejos los tiempos de Yuste. Antes ni él ni nadie le había hecho referencia a aquel suceso central de su propia vida. Al final de la mañana, cuando él posiblemente trataba de hacer hablar la guacamaya en su jaula, el Emperador había llamado a su cámara al Escribano Real y a Don Luis Quijada. Muy lentamente dictó y repitió aquellas palabras que el hombre de pluma fue poniendo con seguros rasgos en la hoja de vitela. Don Luis le había dicho que no lo sintió vacilar en ninguna palabra. "Digo y declaro que, por cuanto estando yo en Alemania, después que enviudé, hube un hijo natural de una mujer soltera, el cual se llamaba Jerónimo…» Después entró a disponer: "Es mi voluntad y mando que se le den de renta, por vía ordinaria en cada año, de veinte a treinta mil ducados del reino de Nápoles, señalándole lugares y vasallos con la dicha renta. Y en cualquier estado que tomare el dicho Jerónimo, encargo al dicho príncipe mi hijo y al dicho mi nieto y a cualquiera mi heredero…, que lo honre y mande honrar y que le tenga el respeto que conviene y que haga guardar, cumplir y ejecutar lo que en esta cédula es contenido». "Charles», firmó con su mano temblorosa.
No salió de allí, no lo supo más nadie. Si lo hubieran sabido, si se hubiera anunciado con la solemnidad que se merecía hubiera sido un gran acontecimiento de la Corte y el hubiera estado en medio recibiendo el homenaje.
Todo había cambiado para él en aquella hora y no había podido darse cuenta. Era una de las grandes perplejidades en las que después caería sin hallar salida. Tal vez ni siquiera había preguntado qué fecha era en aquel lento día de agobiante calor.
Un gran silencio de asombro y miedo se extendió por el palacio, el monasterio y el huerto. Gentes cabizbajas se desplazaban sin ruido. Médicos y frailes hacían guardia a las puertas del aposento donde el Emperador iba entrando en la muerte. Se cruzaban criados con pomos de unguentos, frascos de remedios, sanguijuelas en tazas, botijas de agua caliente, y apenas se oía el murmullo sibilante de los que salían hacia los que permanecían afuera. "Está muy mal.» "Le van a dar la Extremaunción.» "Ya no conoce.» "No pudo tragar la hostia." Empezaron a rezarle las plegarias de los agonizantes.
Luis Quijada había permanecido todos esos días en la vigilia de la alcoba. Jeromín había estado la mayor parte del tiempo en la terraza y alguna habitación adyacente a la alcoba. "Hay que tener valor porque él lo tuvo siempre.» Alguien repetía sordamente: "Nadie sabe todo lo que se está acabando aquí».
La primera vez que Jeromín llegó hasta la antecámara donde sólo estaban grandes señores, médicos y frailes, temió que alguien lo hiciera salir. No fue así. No parecían extrañar su presencia. La más larga y temerosa de las tardes, Luis Quijada salió de la alcoba con un cirio encendido, se lo puso en la mano y regresó con él a la oscura habitación para entrever, tras las cortinas de la cama, la borrosa forma de la cabeza del Emperador, el cabello gris revuelto, los ojos cerrados, la barba más blanca. En las manos un crucifijo. Un fraile recitaba las oraciones de la muerte. El sonsonete de los rezos pasaba de boca en boca.
Se hizo un terrible silencio. Luis Quijada se adelantó y le cerró los ojos. Todos fueron saliendo lentamente.