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A mediodía me gustaba sentarme en las terrazas de los cafés de la Plaza Mayor, y me estaba allí mucho rato mirando el ir y venir de la gente, que casi rozaba mi mesa, escuchando trozos de conversación de los otros vecinos, tan cerca sentados unos de otros que apenas podían cambiar sus sillas de postura. Había mucha animación. Sobre todo muchachas. Salían en bandadas de la sombra de los soportales a mezclarse con la gente que andaba por el sol. Se canteaban por entre las mesas del café y llamaban a otras, moviendo los brazos; se detenían a formar tertulias en las bocacalles. Venía la musiquilla insistente de un hombre que soplaba por el pito de los donnicanores con su cajón colgando donde los alineaba. Otro vendía globos. Los desplazaban con los empujones. En medio de la plaza tocaba una banda. Las rachas de música estridente a veces se apagaban en susurros o cubiertas por el ronquido de unos autobuses naranja que salían de debajo del Ayuntamiento cada cuarto de hora, despejando la gente aglomerada, envolvién-dola en el humo de su cola negra.

Al tercer día de mi estancia todavía no había decidido ni quedarme ni marcharme, pero me entró curiosidad por conocer la familia de don Rafael. No fui a verles con ningún proyecto determinado; sin embargo, con el presentimiento de que esta visita me ayudaría a tomar alguna actitud.

La calle del Correo era estrecha, calle de iglesias y conventos, con árboles antiguos. Me quedé parado delante del portal, indeciso; y unas señoras que bajaron de un Cadillac rojo me pidieron que las dejara pasar. (Oye, ¿me he arrugado mucho?:), preguntó la que iba delante. Eran tres. No había portería. Eché escaleras arriba detrás de ellas, acomodando mi paso al suyo porque no quería adelantarlas. Sus tacones se movían de un peldaño a otro y hacían variar la postura de sus cuerpos esforzadamente, como en los saltos de la cámara lenta. Llegaron al rellano y se detuvieron; una de ellas llamó en primera puerta.

– Por favor, saben ustedes, ¿Los señores de Domínguez?

Se habían apartado un momento para dejarme paso y se volvieron hacia mi.

– Es aquí, en esta puerta-me miraban las tres con atención-. Donde nosotras hemos llamado.

Di las gracias y se hizo un silencio mientras esperábamos, pero de dentro de la casa venía un rumor de pasos y conversaciones.

Abrió alguien que estaba cerca de la puerta y ellas entraron con mucha confianza. Había grupos por todo el pasillo, personas que pasaban con sillas y otras que se despedían. A mí nadie me preguntó nada y di unos pasos sin rumbo fijo hasta el umbral de una habitación grande. (Por Dios, no se molesten, que no se mueva nadie por nosotras), entró diciendo una de las señoras que habían subido conmigo. Y oí sillas que se corrían. Eché una rápida mirada, sin atreverme a entrar. A la derecha había mujeres, alrede-dor de una mesa camilla, y a la izquierda hombres, sentados y de pie, o apoyados en respaldos. Una don-cella salió con una bandeja de vasos, y me pareció que me miraba con curiosidad. Me dieron ganas de marcharme, camuflado entre un grupo de personas que se iba en aquel momento, y hasta me separé de la pared para hacerlo, pero luego vi que se estaban despidiendo de una chica de luto en la puerta y que yo también lo tendría que hacer. (¿Para qué has salido, mujer, Elvi? Qué disparate!Anda, anda con tu madre, la pobre.) (Dijo mi hermana que a lo mejor vendría luego.) Ponían voz compungida, como declamando. Le dieron besos a la muchacha de luto. Ella se mantuvo un instante con la puerta entreabierta a la esca-lera, diciendo adiós; luego se volvió de cara a mí para cerrarla y se quedó con la espalda apoyada en los brazos cruzados, con un gesto de cansancio. Me miró sin parpadear. En ese momento estábamos los dos solos frente a frente, separados por el estrecho pasillo que bruscamente se había vaciado. Le sostuve la mirada y supe que iba a hablarme; esperé.

– ¿Usted buscaba a alguien?-preguntó por fin, sin moverse ni ceder en la fijeza de su mirada.

– Seguramente a usted, por lo menos eso creo.

Hubo una pausa. Me turbé porque sus ojos brillaban demasiado, igual que con fiebre.

– ¡Qué raro es todo esto! -dijo pasándose la mano por los ojos-. Por favor, no se mueva ni diga nada ahora, ¿quiere?

No me moví ni dije nada. De pronto había tenido la sensación de estar en el teatro. Su postura con la mano cubriéndole a medias el rostro, el tono misterioso y evocador de su voz, el ruido en la habitación a mis espaldas; todo me metía en situación. Hasta el perchero con sombreros colgados me pareció una decoración para aquella escena.

– No cabe duda de que usted es el del retrato -dijo sacando una voz lenta, pero decidida y vol-viendo a mirarme-. ¿Cómo es posible que venga precisamente hoy?

– ¿Qué retrato?-me atreví a preguntar.

– Un retrato que tiene mi padre hecho en Suiza el año pasado con un grupo de gente, cuando el Congreso de Mineralogía.

Esperó, y yo asentí con la cabeza. Se acercó un poco. Cada paso, cada movimiento suyo me parecía que eran los que tenía que hacer, como si todo estuviese calculado.

– Esa fotografía hace tiempo que no la veía y anoche me desperté y la estuve buscando. Por una serie de razones que no puedo explicarle ahora, sentía mucha angustia y me llevé la fotografía a la cama para mirarla. Usted está al lado de mi padre. Nunca hasta ayer me había fijado, ni él me había hablado de usted, pero no sé; por un cierto gesto que él tiene allí, los dos juntos, me pareció que habrían sido amigos en ese viaje y me puse a imaginar el tipo de amistad que podría haber sido. Es rarísimo, pero me pasó asi como se lo cuento. Me pareció que él vivía y que éramos amigos los tres. No pude dormir. Me moría encerrada en mi cuarto.

Ahora estaba casi junto a mí y ya no me miraba. Inclinó la cabeza contra las manos que había enlazado fuertemente. Lo que siguió lo entendí más confuso porque se puso a morderse los nudillos de los dedos, nerviosamente. Me contó que había estado a punto de ir a Suiza con su padre y que la noche anterior se desesperaba asomada al balcón de su cuarto pensando que eso ya nunca se podría remediar, que las cosas que podía haber hecho en aquel viaje ya nunca las haría y la gente que podría haber conocido ya no la conocería; y que pensando eso no se podía consolar. Que un viaje le puede cambiar a uno la vida, hacérsela ver de otra manera, y a ella ese año se la habría cambiado. Le pregunté que por qué no había ido, pero no me contestó directamente.

– Si usted no vive aquí -dijo-, no puede entender ciertas cosas. Hace poco que está aquí, ¿no?

– Tres días.

– Tres días-repitió-. No puede entender nada. Si le explico por qué no fui a Suiza se reirá, dirá que qué disparate, que eso no puede ser. Creerá que lo ha entendido, pero no habrá entendido nada. Solamente uno que vive aquí metido puede llegar a resignarse con las cosas que pasan aquí, y hasta puede llegar a creer que vive y que respira. ¡Pero yo no!Yo me ahogo, yo no me resigno, yo me desespero.

Hablaba con rabia, con voz excitada, como si yo la estuviera contradiciendo. Había pasado de un tono a otro sin transición. Tuve miedo de que nos oyeran los de la habitación porque se había ido desplazando hacia el hueco de la puerta y estábamos seguramente a la vista de las personas de dentro. Incluso parecía que ella se gozase en alzar la voz como si con sus últimas frases quisiera desafiar a alguna de aquellas personas, o tal vez a todas ellas. Se me ocurrió decirle que seguramente sacaban las cosas un poco de quicio bajo el peso de su desgracia, pero en seguida sentí que me había equivocado tratando de consolarla por ese camino. Lo vi en sus ojos casi furiosos.

– Aquí tendría que estar usted hace diez días de la mañana a la noche, aquí en esta casa, a ver si se ahogaba o no se ahogaba, como yo me ahogo. Oyendo cómo le dicen a uno de la mañana a la noche pobrecilla, pobre, pobrecilla. Día y noche, sin tregua, día y noche. Y venga de suspiros y de compasión y más compasión, para que no se pueda uno escapar. Y compasión también para el muerto, compasión a toneladas para todos, todos enterrados, el muerto y los vivos y todos.(Usted, ¿qué cree?, ¿que un muerto necesita tanta compasión) ¿que necesita de los vivos para algo? Por lo menos a él, que le dejen en paz, ¿no le parece?

Estaba completamente junto a mí. Me llegaba por el hombro. Miré su rostro enrojecido que buscaba el mío y no supe al momento qué contestar. Estaba azarado pensando que los de dentro se estarían enterando de nuestra conversación. Parpadeó y dijo separándose, con voz más baja, insegura:

– Perdóneme. No sé por qué le he dicho estas cosas. Ni siquiera le conozco. No sé lo que me ha pasado. Yo…

Y se echó a llorar con violentos sollozos.

Miraron hacia nosotros de todas partes. Dijeron (pobrecita), con un clamor apagado, y una amiga vino y se puso a acariciarle la cabeza, le obligó a reclinarla en su hombro.

– Vamos, Elvira. Tienes que ser fuerte.

Yo me fijé en las puntas de mis zapatos, que estaban muy deslustradas para una visita así, pero en seguida levanté la cabeza. Había venido un muchacho de pies grandes.

– Elvira, ¿qué te ha pasado? ¿Por qué no te vas un poco a descansar, anda?

La tenía abrazada por los hombros y me miraba mucho a mí. Era delgado, el pelo un poco largo, y las patillas. Ella se limpió los ojos y levantó una mirada distinta.

– ¡Qué tontería! -dijo, moviendo el pelo-. ¿Por qué me voy a ir a descansar si no estoy cansada? Mire-añadió, pero sin volver los ojos a mí-, le presento a mi hermano. Teo, este señor era amigo de papá. Atiéndele tú, por favor.

Hizo un saludo extraño, una especie de sonrisa al vacío, y se dio la vuelta. La amiga la siguió. Se abrió el circulo de mujeres que estaban alrededor de la camilla, y la dejaron pasar en silencio, como a una imagen santa.

Yo seguí a Teo a la otra parte de la habitación, donde había exclusivamente hombres. Al principio todos estaban pendientes de mí, y de cómo me sentaba, y si el silencio que se hizo con aquellos carras-peos de sillas hubiese continuado, su misma violencia me habría ayudado a encontrar un pretexto para marcharme, pero en seguida se reanudaron las conversaciones que nuestra llegada había interrumpido. Yo me senté en un diván, muy encajonado entre Teo y otro muchacho de chaleco, con cadena de oro col-gando de bolsillo a bolsillo, que nos ofreció tabaco, sonriéndome con una particular amabilidad. Teo había oído hablar a su padre de mí, y sabía que era probable que viniera a dar una clase como auxiliar en el Instituto. Sin embargo, el telegrama que yo puse desde París diciendo que aceptaba en firme el ofre-cimiento debía haber quedado en el Instituto sin que nadie lo abriera, porque según calculó él, por esas fechas su padre estaba ya moribundo. Me preguntó que de qué era la clase que me había ofrecido.

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