– ¿Esta mermelada es la de pera?
– Sí, la ha hecho tía Concha.
– Os sale mejor que en casa. La de casa está demasiado espesa, empalagosa; no sé en qué consiste.
– Ya ves tú. Y es la receta igual.
– Pues yo creo que sí, voy a ir esta noche al Casino -decidió Isabel-. Lo que es que me tendría que lavar la cabeza. Se me pone en seguida incapaz. Ya se me ha quitado casi toda la permanente.
Se exploraba el pelo con los dedos, por mechones. Julia acercó su silla y se lo tocó por detrás.
– A ver. Con Dop. Nosotras tenemos Dop; ¿por qué no te la lavas aquí?
– No. Ir‚ a la tarde a la peluquería. Oye, que todavía no he llamado a mi madre, ¿qué hora es, tú?
Mercedes abrió las hojas del mirador y se asomó, inclinando el cuerpo hacia la izquierda. Se veía, cerrando la calle, la torre de la Catedral y la gran esfera blanca del reloj como un ojo gigantesco.
– Menos tres minutos -dijo metiéndose-. Me vuelve a atrasar.
Y adelantó su relojito de pulsera, sacándole la cuerda con las uñas, cuidadosamente.
Llegué hacia la mitad de septiembre, después de un viaje interminable. El tren tuvo dos averías, la segunda pesada de arreglar, ya a pocos kilómetros de la llegada, en medio de unos rastrojos, y en ese rato, que fue largo, se puso el sol y me dio tiempo a terminarme los pitillos. Había sido una tarde de mucho calor. Salí al pasillo. Un pastor inmóvil estaba mirando los vagones con las manos apoyadas en su palo y algunos de los borregos que se habían quedado por el sol tenían una sombra grotesca y movediza de patas muy largas. La sombra de algún perfil o un brazo de los viajeros asomados se movía también sobre la tierra. En el límite, a cosa de un kilómetro, vi unos pocos llanos y, apenas levantadas del sembrado, las casas de un pueblo chico. A un muchacho pecoso que andaba por allí con tirador en la mano le llamaron desde una ventanilla, le preguntaron que si podía traer unas gaseosas. (Mande, ¿es a mí?) (Unas gaseosas, digo, o algo para beber.) No respondió y se echó a correr por el sendero del pueblo. Los viajeros, aburri-dos, empezaron a bajarse a la vía, y se formó desde la máquina a los vagones de primera una especie de paseo provinciano. El padre de una chica de rosa, que iba en mi departamento, se encontró con un amigo; se pusieron a lamentarse de no haberse encontrado en todo el trayecto. El de mi departamento venía de San Sebastián, decía que la mujer y los hijos se pasaban todo el santo día inventando gastos y diversiones. De tiendas y de meriendas y de cines. Uno que papá veinte duros, otro que nos vamos en bici a Igueldo, otro que venía tarde a cenar… (Y cuando llovía, no sabías dónde meterte con aquel gentío. Ni sitio para sentarse a leer el periódico. En el hotel te comían las moscas, en el café una cocacola diez pesetas, los cines abarrotados… Él Iba contando estas cosas con los dedos, disparándolos al aire sucesivamente en firmes sacudidas, empezando por el pulgar. Sacaron las petacas y fumaron. El otro señor había estado en un balneario y decía que allí se comía muy bien y que era vida tranquila y sana. Le preguntó que si ve-nían en segunda. (Sí. No encontramos primera con las dificultades de última hora. Ahí, en ese vagón, donde está asomada mi chica.:) La chica de rosa miraba hacia el pueblo con ojos de aburrimiento; el amigo de su padre puso un gesto ponderativo al volverse hacia arriba y mirarla, dijo que era muy guapa, que no se acordaba de ella. (Goyita, este señor es don Luis, el del almacén de curtidos. (Encantada. Son-reía al decir), con los labios estirados. (Vaya, y qué, ahora a hacer estragos en las fiestas del Casino, ¿eh?, ¿o ya tienes novio tú?) (¿Ésta?, ¿novio? A buena parte va. Más le gusta bailar con unos y con otros. A ésta con novio, la mataba, fíjese. La mataba.:) (Hace bien, ya lo creo, en divertirse todo lo que pueda. Ju-ventud, divino tesoro. A ti te tengo que presentar yo a mi hijo el mayor, el que estudia Derecho. Menudo elemento también para eso del baile. A lo mejor lo conoces.:) Ella hizo un gesto ambiguo con la boca. (No sé. A lo mejor.:)
Me fui adonde la máquina, a curiosear la avería. Volvió el muchacho pecoso con un hombre ves-tido de pana y traían un burro cargado de sandías; se pusieron a venderlas entre la gente que tenía sed. Fue un acontecimiento y todos compraron; pedían dinero los niños a sus padres y los que se habían que-dado en el tren encargaban a los de abajo que les comprasen. Me dio la impresión de que era como una gran familia de viajeros y que todos o casi todos se conocían. Yo también compré.sandía, que la vendían por rajas gordas, y cuando volví a subir al departamento me goteaba el zumo por la barbilla. La chica de rosa se había puesto a hablar con otra vestida de rayas con escote muy grande en el traje, y estaban con-trayendo una súbita y entusiasta amistad. La de rayas venía en primera, pero se sentó allí. (Me he tirado un viaje) decía. (Todos viejos. Si sé me vengo aquí contigo.) Era de Madrid y venía a pasar las fiestas a casa de un cuñado. La otra chica le explicaba con orgullo y suficiencia cómo eran las fiestas y le ofrecía presentarle a gente y llevarla con ella y sus amigas a los bailes de noche. Hablaban cada vez en tono más íntimo de cuchicheo y me empezó a entrar sueño. La chica de Madrid llevaba sandalias de tiras y las uñas de los pies pintadas de escarlata, la de rosa tenía medias. Con el topetazo de la máquina nueva que traje-ron de la ciudad, volvía a abrir los ojos. Cantaban los grillos furiosamente. El pastor había atravesado la vía y se alejaba lentamente con su rebaño disperso. Había cedido el calor de la tarde y las voces sonaban más animadas y despiertas, como liberadas. Las personas subían al tren en grupos, bromeando, y traían el rostro satisfecho. Se metían en sus departamentos igual que cuando se entra en el vestíbulo en los entre-actos del teatro. (Bueno, hombre, bueno. Parece que ahora va de veras.)
Cuando volvió a arrancar el tren cerré otra vez los ojos. Pensaba que entre el retraso y eso de las fiestas lo más seguro era que no estuviera nadie en la estación a esperarme. Casi me iba a dormir del todo, cuando oí decir a alguien en el pasillo que ya se veía la Catedral, y salí. Todavía algunas nubes oscuras de la puesta de sol, que había sido violenta y roja, estaban quietas tiznando el cielo como rasgones. Vi el per-fil de unas torres y los filos de muchos tejados coloreados, calientes todavía. Brillaban los cristales de los miradores y empezaban a encenderse bombillas poco destacadas en la tarde blanca. El río no lo vi. Luego el tren se metió entre dos terraplenes y pitó muy fuerte. Toda la gente estaba sacando los equipajes al pasillo.
Efectivamente, nadie había venido a esperarme. Me detuve un rato en el andén, mirando a todos lados entre las personas que se movían llamándose por sus nombres, pero a mí ninguna se dirigió. Apenas me había separado de las escalerillas por las que bajé del tren y la gente al salir me tropezaba. En dos gru-pos más allá, las chicas de mi departamento se habían reunido con sus respectivas familias y se saludaban entre las cabezas de los otros. (Adiós, mona, te llamaré:), dijo la de Madrid agitando el brazo mientras alguien la tenía abrazada. (¿Quién es esa chica?), le preguntó a la otra una señora que me estaba rozando. (Yo qué sé, mamá, de Madrid.) (Pues va hecha una exagerada).
– Aquí está usted estorbando el paso; haga el favor-me dijo un maletero.
Eché a andar, ya de los últimos, y dejé mi maleta en la consigna. La estación era un gran cobertizo antiguo y chocaba la luz de neón del puesto de periódicos. Estaban haciendo reformas. Para salir había que dar un rodeo entre sacos de cemento, pisando la tierra del campo. Afuera, en una plazuela con jar-dines, me quedé dudando sin saber lo que haría.
– ¿Quiere coche, señor? A domicilio.
Me hablaba un hombrecito muy feo con chaqueta de cuero. Me empujó a un pequeño autobús que tenía su entrada por la trasera y dos bancos a los lados de un pasillo muy estrecho Estaban totalmente ocupados y mi llegada produjo miradas de protesta. Me quedé de pie un poco encorvado para no darme con la cabeza en el techo.
– ¡Correrse para allá!-gritó el hombre, haciendo el ademán de empujar a la gente con las manos -. ¡Vamos completos!
– Aquí no hay sitio para mí-dije yo, tratando de baiarme.
– ¿Cómo que no hay sitio?-se enfadó el hombre.
Había subido al pasillo y estaba contando en voz alta los viajeros.
– Son trece, hay un sitio; tiene que caber este señor. Hágase para allá, señora, quiten ese bolso. A ver si nos vamos.
Por fin me pude sentar de medio lado, sin hundirme mucho, teniendo en las rodillas mi pequeño maletín. El hombre se había bajado. pero antes de cerrar la portezuela volvió a meter la cabeza. Yo ocupaba el último asiento, junto a la entrada.
– Oiga, se me olvidaba, ¿usted, adónde va?
– ¿YO…?-vacilé un momento-. Pues, al Instituto.
Adelantó un poco más el cuerpo y en la penumbra vi su gesto de incomprension.
– ¿Adónde dice?
– He dicho al Instituto. Instituto de Enseñanza Media -pronuncié con toda claridad.
– Y eso, ¿por dónde cae?
– Si, hombre, cerca del Rollo-intervino alguien-. Al final de la cuesta de la cárcel.
Algunos viajeros empezaban a estar impacientes.
– Venga ya, hombre, ¿nos vamos o no?-protestó otro.
– Bueno, llevaremos primero a los del centro. Cuidado, que cierro ¡Tira, Manolo!
El motor sonaba ya muy fuerte y el coche se estremecía sin moverse. Volvió a sonar con dos o tres intervalos y por fin arrancó. A una señora que iba a mi lado le di con una esquina del maletín contra las rodillas.
– Dispense.
Me miró con un resoplido. Era gorda; la falda estrecha llena de arrugas tirantes de muslo a muslo. Se había sacado los zapatos por el talón. Miré a la portezuela. El hombre de la chaqueta de cuero se había quedado de pie sobre el estribo y viajaba allí, de espaldas a las calles que íbamos atravesando, como un timonel, sujeto a la ventanilla abierta. En el espacio que su cuerpo no tapaba, por los lados de esta venta-nilla trasera, se recogía la luz de la calle, se veían desaparecer puertas, paredes, letreros, algunos transeúntes.
Bajábamos, me pareció, por una avenida de casas pequeñas, alguna con un trozo de jardín; sólo veía la parte baja. Saltaba el autobús sobre los adoquines del empedrado, tocando la bocina En un cierto punto torcimos bordeando un parque con olor a churros fritos, y desde entonces se empezó a oír más ruido y a ver más gente. Bares y escaparates, coches y alguna moto. Eran calles estrechas y el coche iba despacio renqueaba arrimándose a la acera. Tocaba sin cesar una bocina antigua con ladrido de perro. Más allá los bocinazos del coche coincidieron con risas jóvenes y sobresaltadas, y por los lados del hom-brecillo que iba en el estribo vi grupos de gente. Un señor se agachó y sacó la cabeza por la ventanilla. (¡Qué bonito lo han puesto este año!), dijo. Yo también miré. Había unos arcos de bombillas encendidas formando dibujos rojos y verdes encima de una calle ancha. En aquella calle el autobús se paró varias veces. Se llamaba la calle de Toro. El hombre saltaba del estribo a cada parada y abría la portezuela.