Tenía una voz insegura y excitada. De vez en cuando alzaba unos ojos de súplica.
– Pero, Emilio, ya lo sabes que te quiero mucho. Más que a ningún amigo, ya lo sabes de siempre. ¿Por qué me va a parecer mal que me hables de eso ni de nada? Lo dijimos, que podríamos llegar a hablar de todo con entera confianza‚se fue el pacto del año pasado, creo que te acordarás.
Emilio le cogió las manos de encima del regazo, se las apretó con desesperación.
– Pero, Elvira, tú para mi lo eres todo; ¿yo qué he venido a ser para ti? Esas veces que me parece que me miras de un modo distinto, dime, ¿me equivoco? Dime nada más eso.
Elvira volvió a imaginar que le veía por vez primera, que iban juntos haciendo un viaje, y le pareció que el tren corría ahora más de prisa, que en la ventanilla desaparecía un paisaje amarillo y vertiginoso. Hizo un gesto negativo con la cabeza. Luego miró a Emilio y le vio unas chispitas más claras en lo oscuro de los ojos, esperando su respuesta.
– No, Emilio, no te equivocas esas veces.
É1 había echado una rápida ojeada a la puerta. La cogió por los hombros y la besó con un beso brusco e inexperto que casi sofocó sus palabras, luego apartó una cara que le ardía y vio el rostro de ella inmóvil, sin expresión. Volvió a buscarle las manos.
– Elvira, dime, somos novios, ¿verdad que somos novios?
Ella se soltó de sus manos; miró a todas partes de pronto, como si despertara.
– No lo eches a perder todo, por favor, no digas esa palabra.
– Pero nos casaremos -dijo Emilio-, nos casaremos, nos tenemos que casar, cuando sea, eso si. Tú lo sabes igual que yo. Dime lo que quieres que haga.
– Será mejor que no vuelvas en algún tiempo -dijo Elvira con una voz delgada y opaca-. Pon un pretexto cualquiera.
No se había movido. Miraba un gemelo de la camisa de él que tenia una mella en el borde.
– Lo que tú quieras, mi vida. Pero dime qué hago: ¿la oposición la firmo?, ¿quieres tú que la firme? Ya he empezado a estudiar un poco, pero no tenía aliciente; ahora haré lo que digas, ahora tengo fuerzas para todo.
– Ya lo pensaremos -dijo Elvira-. Mejor que me escribas. Vete, van a venir.
Emilo se puso de pie. Dijo, mirando el reloj, con una sonrisa de hombre activo y entusiasta que planea el porvenir:
– Ahora son y media, a menos veinticinco estoy en casa, a menos veinte te estoy escribiendo; te voy a escribir una carta larga, una carta que dure toda la noche. Qué estupendo, me parece que vuelvo a vivir. Dile a Teo… bueno, no le digas nada.
Se inclinó hacia ella, y Elvira se dejó besar otra vez con un beso fugaz, medio mojado. Luego le vio volver la espalda y sintió la puerta de la calle que se cerraba. Se quedó un rato largo sin moverse, sin pensar en nada, mirando los libros de la biblioteca. Luego por la calle pasó alguien y el taconeo de sus suelas en el asfalto llenó la habitación. Todavía estaba el balcón entornado y se volvió a asomar, antes de cerrarlo. Los árboles, la tapia, la tienda del melonero, ¿por qué no se alzaban como una decoración? Era un telón que había servido demasiadas veces. Le hubiera gustado ver de golpe a sus pies una gran avenida con tranvías y anuncios de colores, y los transeúntes muy pequeños, muy abajo, que el balcón se fuera elevando y elevando como un ascensor sobre los ruidos de la ciudad hormigueante y difícil. Y muchas chicas venderían flores, serian camareros, mecanógrafas, serian médicos, maniquíes, periodistas, se pararían a mirar las tiendas y a tomar una naranjada, se perderían sus compañeros de trabajo entre los transeúntes, irían a tomar un tranvía para llegar a su barrio que estaba muy lejos.
Vino Teo a buscarla para cenar.
– ¿Qué te pasa? ¿Te mareas?
– No; estoy bien.
Lo dijo con los ojos cerrados.- ¿Ha venido Emilio, no?
– Si.
– ¿Qué ha dicho?
– Nada.
– Anda, entra. Siempre aquí en el despacho de papá. Vas a apenarte.
Durante la cena, hablaron de Pablo Klein. Teo había recibido una carta suya, dándole las gracias por su recomendación al director nuevo, que ya le había aceptado.
– ¿Por qué no le dices que vuelva a vernos?-preguntó Elvira-. A lo mejor se encuentra solo aquí.
– Ya vendrá si quiere -dijo Teo-. No le quiero forzar. No es muy simpático.
– ¿No te es simpático? ¿Por qué?
– No sé cómo explicarte. Da la impresión de que todo esto del puesto de alemán le importa un bledo, que es un pretexto, un juego, algo casual por lo que no piensa interesarse. Parece poco serio.
Elvira tenía la mirada fija en el mantel. Dijo: Pues papá le quería, le quería mucho.
– ¿Tú cómo lo sabes?
– Lo sé.
La madre dijo que se acordaba perfectamente del padre de Pablo, de cuando habían vivido allí antes de la guerra, el pintor viudo, le llamaba entonces la gente. Contó historias viejas que se quedaban como dibujadas en la pared. Iba siempre con el niño a todas partes, era un niño pálido, con pinta de mala salud. Se reían juntos y hablaban como si tuvieran la misma edad. A la madre, contando esas cosas de otro tiempo, le salía una voz de salmodia. Hacían cosas extravagantes. Vivian sin criada en un hotel alquilado por la Plaza de Toros. Elvira preguntó que en qué año fue todo eso y la madre echó la cuenta.
– El chico debe tener unos treinta años ahora. Vosotros erais mucho más pequeños. Papá fue a verlos. Yo le dije que me parecían gente rara… Un señor que llevaba su niño a todas partes, que se sentaba con él por las escaleras de la Catedral. Mal vestidos, gente que no se sabe a lo que viene. Ni siquiera estaba claro que la madre de aquel niño hubiese estado casada con el señor Klein y algunos decían que no se había muerto. Andaban detrás del señor para que hiciera una exposición de sus cuadros en el Casino.
– ¿La hizo?
– Por fin me parece que no quiso, no me acuerdo bien. Papá decía que era un pintor extraordinario. Ya sabéis cómo era él con todo el mundo, ¿de quién hablaba mal? Todavía no ha habido ni una persona-movía las manos y la cabeza hacia el techo con énfasis-, lo que es una persona, ¡pues ni una!, que no le haya querido después de conocerle, ni un enemigo deja, bien lo podéis jurar. Corazón como el suyo, desde luego… un corazón así… difícilmente.
Había inclinado la cabeza y vertía lágrimas sobre el plato de postre. Elvira, antes de que arreciase el llanto, que era silencioso todavía, dobló su servilleta y se fue a acostar. Oyó desde la puerta que su madre decía:
– Tiene razón Elvirita, hijo; si papá quería tanto a pesar de todo,. Será como una familia para nosotros.
Cuando se marchó Rosa me quedó el pequeño vicio de ir al Casino algún rato, aunque no fuera más que para echar una mirada. Se habían pasado las fiestas y solamente los jueves y los domingos había un poco de baile a las ocho. Volví a ver a los amigos de Emilio, sobre todo a aquel Federico que me pareció que se burlaba de mí la primera noche en el bar, y comprobé con extrañeza que me consideraba amigo suyo. Casi siempre que me veían se venían a mi mesa, o a apoyarse conmigo en la barandilla alta, desde donde me gustaba ver bailar a la gente. TambiÉn alguna vez, en vista de la confianza que me daban, me llegué a sentar en el grupo que formaban ellos, muchas veces jugando a dados de cubilete. Me recibían con alegría, llamándome por mi nombre, me daban palmadas en la espalda. A las chicas solían hacerles poco caso, y hablaban de ellas con comentarios burlones. A través de sus conversaciones me familiaricé con los nombres de muchas, y las conocí de vista o de que me las presentaron; supe cosas de sus familias. Me incluían en su círculo de noticias y chismes, esperando que en mí despertaran el mismo interés que tenían para ellos. Un día pregunté por Emilio y me dijeron que se había encerrado a estudiar.
El Casino tenía también una buena biblioteca. Federico fue conmigo una tarde y me presentó al encargado para que me dejara sacar todos los libros que quisiera. Allí las butacas eran demasiado có-modas y daban modorra. Descubrí un café bastante solitario en la calle Antigua y empecé a ir allí con mis libros después de comer. Me ponía en un hueco que había con sofá de peluche junto a una ventana. En un rincón medio en penumbra, sobre un pequeño escenario con piano, tocaban durante un par de horas tres hombrecitos vestidos de oscuro. Casi nadie iba a aquel café, y las pocas personas que había jugaban al dominó sin escuchar la música. El rumor de los fichazos sobre el mármol de los veladores se llevaba rachas de valses y habaneras, como un aire que las arañase. Sobre las seis se iba toda la gente de las tertulias y los músicos se bajaban de su hornacina, y dejando las sillas removidas y los atriles vacíos, se tomaban un café con leche en una mesa vecina a la mía. (Lo de siempre), le decían al camarero.
Al otro lado de la calle, enfrente de mi asiento, había una mercería. Muchas veces, al levantar los ojos del libro, los dejaba descansando en aquel escaparate. Los botones y puntillas, los objetos de plás-tico, formaban un mosaico de cosas en montón y al mismo tiempo cruzadas, combinadas, cambiándose de un color a otro, brillando. Me atraía y me producía letargo aquel escaparate; llegó a ser para mí la cosa más familiar.
Los amigos de Emilio se enteraron de que yo solía ir a estudiar a aquel café, y cuando tardaban algunos días en verme por el Casino, pasaban por allí, y desde fuera del cristal me hacían muecas antes de entrar a verme o me tiraban una piedrecita. Me habían hablado mucho de las reuniones que daba un tal Yoni en el ático del Gran Hotel y, lo mismo que Emilio, hablaban de este chico como de un semidiós. Siempre me estaban diciendo que por qué no iba allí con ellos, y tanto insistieron que un día fui. A partir de las siete la gente andaba por la calle con un paso lentísimo, como si les pesara la tarde que no terminaría nunca de pasar. Yoni era hijo del dueño del Gran Hotel. Se hacía llamar así porque había vivido diez meses en Nueva York con un tío Era un adolescente muy guapo, de pelo negro y ojos azules, y el estudio no lo tenía mal puesto, aunque un poco buscadamente original. Se estaba bien allí y tenía una buena discoteca. Le debían haber hablado de mí los otros con cierta admiración; lo noté en su deseo de parecerme independiente y avanzado, y también en su tono displicente, de hombre que está de vuelta de todo. Creo que no le fui muy simpático. Habló sobre todo de París, adonde quería ir en el invierno. Hacía unas cerámicas graciosas, ceniceros y mujeres desnudas con cuerpo de diversos colores. Estaba trabajando cuando llegamos nosotros y no lo dejó en todo el tiempo, pero los amigos estuvieron sirviéndose bebidas y poniendo música, sentados por el suelo.